Carmen Gaite - Los parentescos

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Baltasar, un niño que atravesará varias edades a lo largo de la novela, trata de hacerse un hueco, su propio hueco en la casa familiar, allí donde conviven su madre, sus tres medio hermanos, su padre cuando aparece, la criada Fuencisla que busca con desesperación una vida propia y, en el piso de arriba adonde se llega a través de una puerta disimulada por un tapiz, los abuelos de sus hermanos. Baltasar, Baltita, guardará silencio hasta los cuatro años.

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Claro que eso era antes de ponerse el sol. En cuanto empezaba a oscurecer, parecía una de esas plantas que se cierran, y el susto que se pintaba en su cara anémica lo veía un ciego. Yo estaba hecho polvo, pero ciego no. Y además era el único que la miraba y la llamaba por su nombre. Los demás decían «la chica», y punto.

Supongo que habría pasado un mes o así desde que vino -aunque ese periodo es una mancha sin contornos- cuando por las noches (si veía ranura de luz por debajo de la puerta) empezó a tomar la costumbre de llamar, entrar de puntillas con los ojos bajos y arrodillarse junto a mi cama. Me decía que se moría de miedo, que yo era lo más bueno del mundo y que la dejara quedarse un rato conmigo. La primera vez indagué un poco.

– ¿Te da miedo esta casa?

– Sí, de noche.

– ¡Pues no te quedes a dormir! ¿Lo saben mis padres? Díselo. O hablo yo con ellos, si quieres.

Sacudió la cabeza y los hombros violentamente.

– ¡¡¡No, no, por favor, eso sí que no!!!

Estaba temblando. Me dijo que mis padres no la habían contratado con obligación de quedarse a dormir. Que eso, lo que ella eligiera, y pagándole lo mismo. Pero no tenía adonde ir.

– Y en la calle…, bueno, ya sabes.

Se enrolló exageradamente. Estaba contenta con el sueldo, la trataban bien, si se enteraban de que tenía queja, a lo mejor la echaban, por Dios me pidió que no le contara nada a nadie. Aunque a saber si yo creía en Dios. Pero se fiaba igual. ¿Se lo prometía? Juntaba las manos como si rezara.

Dije que bueno y cerré los ojos. Me estaba mareando un poco. Se me escapó un bostezo.

– ¿Te aburro? -preguntó.

– No, Camino, es que no tengo sitio.

– ¿De qué?

– De nada. Lo siento.

Simplemente no me cabían ya más historias, ni secretas ni provisionales, ni largas ni cortas, ni de verdad ni de mentira, añadidas a las que ya día y noche me pisoteaban la cabeza. Es como cuando una maleta está hasta los topes y no cierra aunque te sientes encima. Por eso no le fui tras la pregunta a Camino, aunque me daba mucha pena. Ella me pidió perdón, sonrió, se levantó del suelo y me dio las buenas noches con voz mansa y yo le aconsejé que se tomara una tila. Era la segunda vez que la oía hablar así a toda mecha, como si le diera igual que la estuvieran oyendo o no. Y aquel petardeo dejaba un resonar como de pedos. Apagué la lamparita y abrí la ventana para que se fuera el olor. Subían ruidos de la terraza de verano, era una noche fresca. Tuve ganas de salir a ver si seguía Camino al otro lado de la puerta, pero no lo hice. Y me culpé de egoísta y cobarde; igual ella estaba llorando sola.

Lo que saqué en consecuencia, a partir de aquella noche, tomando datos de acá y de allá, es que en casa, desde que pasó lo que pasó, no les debía de haber resultado fácil encontrar, ni pagándolo a precio de oro, a quien tuviera el coraje de entrar a compartir la agonía de una casa contaminada. ¿Qué tenía de raro, si nosotros mismos la aguantábamos fatal y el que podía se piraba a la menor ocasión? Entre nuestros ojos que evitaban mirarse y nuestras palabras envenenadas de disimulo no corría el aire, nadie se reía ni daba un portazo ni lloraba. Y el que hablaba con otro, era en plan chu-chu, y con rejilla por medio, como en los confesionarios. Un día le dijo Máximo a Lola en el pasillo, ella venía de la calle y él salía:

– Esto es el hundimiento de la casa Husserl, compañera. Ojalá dure poco el aterrizaje. Abróchense los cinturones.

Y ella contestó:

– Es la diáspora, Max, no nos engañemos.

Pasé de largo haciendo como que silbaba, que ellos saben que es cuando más onda cojo. Retuve la palabra, porque tengo buen oído, y la miré en el diccionario. Diásporas quiere decir que se dispersan individuos que antes vivían juntos o formaban una etnia. Dispersar, que también lo busqué, es separar lo que antes solía estar junto. O sea que cada uno por su lado. Coincidía. Faltaba «etnia», la clave: «Comunidad humana definida por afinidades raciales, lingüísticas, etcétera.» En ese etcétera entendí que están metidos, como en todo, los parentescos. ¡Qué plaga!, ni con insecticida se descastan. Hay que ver todo lo que cabe en un etcétera y las raíces que cría. Montones.

De la diáspora y la etnia de Camino no indagué datos y además me juré no hacerlo nunca, pero cuando le aconsejé que se tomara una tila me preguntó que si le daba permiso para venir alguna noche más. Me acordé al despertarme a la mañana siguiente, me lo había pedido con una voz amistosa, y creo que tuve la debilidad de decirle que sí. Muy bajito y haciéndome el dormido, pero casi seguro que le dije: «Sí, mujer, claro.»

Por entonces, una tarde me acerqué a la librería de Isidoro. Necesitaba un cuaderno grande para apuntar las palabras nuevas que aprendía y coserlas a imágenes que me iban brotando, o sea un intento de tapar poco a poco el agujero negro de todo lo sumergido. Sería labor larga, pero el verano también amenazaba con ser muy largo. De pronto no lo vi como un erial. Hacía calor. Andaba pegado a la pared buscando la sombra y también como ocultándome. Muchas caras se volvían al verme pasar, o me daba por imaginarlo. Además, iba a ver a Isidoro.

Por mucho que en casa hubieran intentado quitar de en medio los periódicos y dejaran interrumpidas algunas conversaciones cuando aparecía yo, no soy tonto y se notaba de sobra que la muerte de Ramón había salpicado de escándalo a toda la ciudad. Mis padres habían sido llamados a declarar más de una vez y también unos familiares de Fuencis que vinieron de Turégano. Gritaban mucho, eran groseros y a mamá la llegaron a insultar. Había una cuñada chata, con verruga que parecía de cómic prehistórico. Fisgaron cosa por cosa en los cajones del dormitorio de atrás y más que nada en un baúl enorme apoyado a la pared, y que Fuencis nunca abría. La llave la llevaba colgada al cuello con una cadenita. Ellos lo descerrajaron. Entre los repliegues de un ajuar de novia antiguo, con sábanas de hilo que amarilleaban, se encontró dinero escondido. Según aquella gente, no era bastante. Acabaron llevándose el baúl, que pesaba como un muerto, y acusaron a mamá de haberle hecho un maleficio a Fuencisla y haberla malmetido con los de su sangre. Y la palabra sangre, según arrastraban el baúl, brotó por el pasillo a riachuelos que se metían entre las baldosas.

– Pero bueno, ¿no os dais cuenta de que Baltita tendría que irse una temporada de aquí? -le preguntó un día Pedro a mamá.

– Sí, algo habrá que hacer. Lo hablaré con Damián -contestó ella con un hilo de voz.

– O decídelo tú misma. Se va a poner malo. No come. Hay unos campamentos de verano estupendos.

Yo me metía en mi casita de papel a leer Robinson Crusoe, y los días iban pasando. Quería ser aquel náufrago, que me despertara el canto de pájaros exóticos, invitándome a la supervivencia. Abrir siempre los ojos a la primera mañana de la vida. Y oír el mar rompiendo contra los arrecifes de un islote jamás pisado por nadie. ¿Quién me iba a encontrar allí? Lo mío con las islas es fijación.

Por cierto que ese libro y La isla del tesoro quería comentarlos con mi amigo. Era el aliciente más fuerte que me llevaba a su librería. Pero Isidoro no estaba, aunque sí un señor serio y un poco rígido que parecía completamente el dueño. Estaban haciendo obra para ampliar la parte de la izquierda y él daba órdenes a los operarios y atendía al público. Había un par de empleados jóvenes. Nuevos los dos.

– ¿Es usted el tío de Isidoro? -pregunté.

– Para servirle.

– Yo es que soy amigo suyo.

– Ya. El nieto de doña Baltasara.

– ¿Dónde está él? ¿No baja por las tardes?

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