Carmen Gaite - Los parentescos

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Baltasar, un niño que atravesará varias edades a lo largo de la novela, trata de hacerse un hueco, su propio hueco en la casa familiar, allí donde conviven su madre, sus tres medio hermanos, su padre cuando aparece, la criada Fuencisla que busca con desesperación una vida propia y, en el piso de arriba adonde se llega a través de una puerta disimulada por un tapiz, los abuelos de sus hermanos. Baltasar, Baltita, guardará silencio hasta los cuatro años.

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– Lo estamos todos un poco, tío -me contó Max, que fue el único al que me atreví a pedirle explicaciones-. Aquí se corta el aire con un cuchillo. Es que tú no sabes cómo ha sido lo de mamá desde que se murió la vieja. Neurótica total. No quiere ni que le nombren la casa del río y menos a Saturio. Le dan ataques de nervios. Tu padre con lo de Fuencis se portó mucho mejor, hay que reconocerlo. Mamá es que a veces se pone muy burra. No atiende a razones.

– ¿Pero quién es Saturio?

– El criado ese de tu abuela, que parece un palo. El que la encontró muerta. Enseguida se presentó aquí, llorando y dando gritos. Que no veas cómo se puso mamá. Según dice Damián, para él es como de la familia. Bueno, no lo dice mucho porque no se atreve.

Habíamos bajado a tomar un café con leche a la plaza, a petición mía, la misma noche en que llegué del campamento. Y me pareció que para los dos era un consuelo estar hablando. Es el último rescoldo de calor familiar que despide la provincia sumergida. Le pregunté por Camino y dibujó en el aire con la mano el gesto de espantar a un abejorro. Se había largado sin despedirse, llevándose unas chucherías de Lola, cosa de poco valor, pero bueno, otro minicabreo. Ahora iba a llover el dinero, por lo visto. Los duelos con pan son menos. A ver si mamá se calmaba, reconocía que se estaba pasando y nos largábamos de una vez a Madrid, que en Segovia ya nadie pintaba nada.

– ¡Huyamos despavoridos! -remató.

La casa del río, que mucha gente la llamaba así, es aquella grande del escudo con dragón, donde yo dejé de pequeño mi firma trazada con carboncillo. Pertenece a un género inquietante: el de los llamados bienes inmuebles, o sea que donde la dejas allí se queda como no la vueles con dinamita. Hasta hace pocos meses, cuando papá ha comentado por teléfono con Pedro que por fin alguien la quiere para construir un parador, ha sido tema tabú. Tabú quiere decir que, sin que nadie te lo prohiba con amenaza de muerte, notas que no puedes hablar de ciertas cosas, se te pega la lengua al paladar con engrudo, como en las pesadillas, y no es poco si por lo menos consigues tragar saliva.

La última vez que se mencionó fue la del último ataque de furia de mamá en el gabinete. Nunca la había visto así, echando chispas pero de verdad; y de esa visión saqué luego el dibujo para el colegio Atenea donde aparece con los pelos de punta y chillando. Yo estaba presente, porque mi padre lo había querido, y no sabía qué hacer, porque además hablaban de mí.

– ¡Pues él tampoco va, ni a rastras! -gritó mamá apretándome contra ella-. ¡Allí no pone los pies tu hijo! Por lo menos mientras yo viva.

Papá dijo bastante sereno:

– Eso habrá que preguntárselo a él.

Mamá se soltó de mí y cayó en un sofá pataleando. Desagradable a tope.

– ¡No quiero! ¡No quiero! ¡Allí no, allí no!

Papá, creo que con toda la razón del mundo, la llamó histérica y le pegó una bofetada que la tranquilizó como por encanto. Mucho daño no creo que le hiciera. Pero sonó.

– Vamos un momento a tu cuarto, Baltasar, hijo -dijo luego, encaminándose a la puerta.

Fui yo quien, espontáneamente, le agarró la mano. Y él la oprimió con una voluntad clara de alianza. Ya habían pasado tres días desde que volví del campamento y lo primero que hizo, cuando nos vimos en la casita de papel, fue pedirme perdón por haber tardado tanto en explicarme las cosas. También sentía mucho -dijo- que se le hubiera escapado aquel bofetón a mi madre delante de mí. No la pegaba nunca, jamás.

Me acerqué a cerrar la puerta y no se veía nada.

– Bueno, no creo que le hayas hecho mucho daño -dije-. Pero siéntate.

Lo hizo en el sillón que heredé de Bruno. Y venía a cuento. Porque de lo que él me quería hablar era de herencias. Yo me quedé apoyado en el pupitre de Gabriel y pasaba los dedos por el borde.

– A ti te gustan estos muebles de tu cuarto, ¿verdad? Seguro que te los quieres llevar a Madrid.

– Sí, ¿te parece mal?

– No, hijo, ni mucho menos. Sólo quería dejar claro que los heredas de una familia que a ti no te toca nada. Y yo, que soy tu padre, quiero pedirte que vengas conmigo a la casa donde nací y he vivido tantos años, no creo que sea mucho pedir. La casa es tuya, ella lo ha dejado escrito en los papeles, pero como es un bien inmueble y por ahora no va a venderse, no la vamos a cargar en un camión de mudanza. Lo de dentro en cambio son bienes muebles, ¿entiendes?, cosas que se pueden llevar. Y yo tengo el gusto de que elijas alguna para ponerla en tu cuarto de Madrid. ¿Qué te parece?

Me senté y me rasqué la cabeza.

– Bien. Pero ¿qué cosas hay? ¿Son muebles grandes?

– Bastante grandes, sí -reconoció-. A mi padre, que en paz descanse, le encantaba lo grande.

– Pues eso es un problema. Pero bueno, algo habrá más pequeño, tú no te preocupes. Se me ocurre una cosa. ¿Por qué no me lo eliges tú? Piensa a ver.

No pareció disgustarle aquella oferta de pacto. Apoyó la frente en la mano. Yo seguía atento a los ruidos de fuera. No se oía nada. Al cabo de un rato, la cara de papá se iluminó.

– ¡Ya está! Hay una cosa que sé que va a encantarte. Un poco grande, sí. Pero tu cuarto de Madrid es el doble de éste, supongo que cabrá.

Sonreía, como un niño al que le han hecho un regalo. Gestos así son los que tengo que almacenar en mi memoria para cuando me da por no sacarle más que defectos al hijo de ese duque que nos cedió a los dos su apellido. Y me acordé del juego del «veo-veo», que era de acertijos. Él lo tenía que conocer.

– ¿Con qué color y con qué letrita? -le pregunté.

Claro que lo conocía. Se echó a reír.

– Pues mira. Color caoba. Y letra b de burro.

– ¿Una biblioteca?

Dijo que sí con la cabeza.

– ¡Un diez! Pero lo más importante es lo que contiene. ¡La Enciclopedia Espasa! En setenta tomos y doce apéndices.

– ¿De verdad? ¿Una de color negro con letras doradas? Mi amigo Isidoro decía que encierra todo el saber del mundo. ¿Y está completa?

– Completa -declaró, triunfante.

Me levanté y le di un abrazo.

– Gracias, papá. Que la carguen en el camión de la mudanza y se acabaron las discusiones. A la casa del río te prometo venir un día contigo, los dos solos, cuando vivamos ya en Madrid. Y así tampoco se tiene que enfadar mamá. ¿Vale?

Quedamos de acuerdo, pero nunca cumplí la promesa ni él me la recordó. O sea que en la casa del río, que es mía según los papeles, no he llegado a entrar ni quiero. Se me quitaron para siempre las ganas, que sólo de niño tuve una vez. Y aunque luego mamá pidió perdón, hicieron las paces y nunca he vuelto a verla pataleando y con los pelos de punta, quedaba claro que aquel bien inmueble se había convertido para los restos en tema tabú.

Del dinero sí se habló desde el principio, claro, porque ése se mueve, canta y eran cifras seguidas de una burrada de ceros, que llegaron de distintos sitios y se amontonaban hasta formar una montaña de arena con jorobas. Por mucha manta que le eches encima al montón se la comen al instante los diablos con ojos de dólar que corretean por debajo, se aparean, se reproducen y nunca mueren saciados. Es plaga de roedores tozudos que asoman el hocico por todas las ranuras, y casi nadie se ve libre de entrar a su servicio, cosa que he ido aprendiendo a lo largo de estos años últimos casi con resignación porque no le veo al asunto vía de escape.

Pero, en fin, a lo que íbamos. Aquel bien inmueble con su escudo en la puerta y atestado de trastos enormes se ha quedado inmóvil durante nueve años, no sé si con Saturio incluido. En mis sueños aparece como un furgón oxidado, hundido unas veces al fondo del mar y otras empantanado en mitad de un desierto, ofuscado por las tormentas de arena. No sé si quedan cadáveres dentro, ahorcados de una viga. Menos mal que se salvó la Enciclopedia Espasa. Está intacta. Mi abuelo, el duque, no debía de ser muy culto.

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