Carmen Gaite - Los parentescos
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Carmen Martín Gaite
Los parentescos
© Herederos de Carmen Martín Gaite, 2001
PRÓLOGO: EL REDONDEL DE LUZ
El hecho de que la novela Los parentescos vaya precedida de un prólogo no encuentra su razón de ser en ningún sitio, como no hay razón en el nombre de las cosas, como no sigue la primavera al invierno por una razón y no se mueren las personas por una razón. Sucede que se mueren. Sucede que los árboles tienen copa y raíces y que no tienen cauce ni desembocadura. Sucede que se ha muerto como del rayo Carmen Martín Gaite cuando estaba escribiendo la segunda parte de Los parentescos y, ahora, la tarea del prólogo es ponerle una especie de zancadilla a la muerte, interrumpirle el paso, que espere aún.
Carmen Martín Gaite no solía hablar apenas de sus novelas mientras las escribía. «Sí, estoy en algo», «he empezado a tomar notas», «me está costando encontrar el tono» o «creo que voy bien» eran algunos de los comentarios que, pese a su brevedad, indicaban al interlocutor: Estoy a bordo ya, estoy en un gran viaje. Alguna vez hablamos sobre cómo ser novelista exige un carácter firme. Exige ser capaz de convivir du- rante bastante tiempo con un proyecto en cierta soledad y salir a la calle como quien ha aprendido a contar cien o mil, observando el consejo de silencio de Walter Benjamin hasta hacer que «el deseo cada vez mayor de comunicación sea un estímulo para concluir».
No obstante, mala sería la soledad absoluta. Como la mayoría de los y las novelistas, Martín Gaite sí mostraba o leía ella misma los capítulos terminados a personas muy cercanas. Confío en que algo de lo que ellas escucharon quede también en estas páginas. Me gusta pensar que quien las lea lo hará al terminar la novela. No justo después de la última línea sino horas o días más tarde, cuando la historia ha detenido su paso y, entonces, sobreviene el asombro ante lo que termina sin haber terminado y no obstante está entero, y entero actúa sobre quien lo leyó. Para ese momento escribo las palabras que siguen, como un andén, un puente, como el lugar donde se está entremedias o antes de estar en otro sitio y acaso, en este lugar, la lectura de Los parentescos pueda ser todavía acto común, no solitario.
1
No es raro que alguien viaje a un sitio que ya conocía y sin embargo le parezca otro, tal vez porque escogió una compañía diferente, o porque viaja en un momento distinto de su vida. Así también ocurre, me parece, cuando se abre la puerta de Los parentescos. Lectores y lectoras, críticas y críticos, profesores y profesoras habrán reconocido en esta novela el idioma de la literatura de Carmen Martín Gaite, y lo habrán hecho con justicia pues aquí están, en efecto, sus personajes de carácter peculiar, a menudo pensativos; está la estructura que en algo evoca la estructura clásica del cuento de hadas; están los misterios familiares que han de ser desentrañados, las reflexiones sobre el arte de contar historias imbricándose en la propia historia; está una nueva casa zurriburri, el sentido del humor y ese libro de conjuros para la vida compuesto de situaciones, expresiones y actitudes que el lector puede adoptar a modo de amuleto. Conocemos la literatura de Carmen Martín Gaite, pero cabría decir que, siendo la misma, es otra la voz que nos acompaña en Los parentescos y algo nos estremece como si fuera extraño, habitaciones que nunca abrimos, senderos por donde nunca nos adentramos.
Si intentásemos ver lo que pasa en la novela desde arriba o en el curso del tiempo, creo que tendríamos la impresión de estar viendo doble, de ver lo que termina y lo que empieza, pues veríamos una casa que se desmorona y, a la vez, en el mismo espacio, veríamos una luz que empieza a alentar, que tiembla como la luz de los faroles cuando acaban de encenderlos, que pasa del naranja al blanco y alumbra por más piedras y vigas y tabiques que rueden a sus pies. Cuando digo casa que se desmorona no me refiero a un edificio, sino al conjunto de relaciones, presencias y visitas que constituyen una casa. Veríamos una casa que pierde primero la piedra angular de la vida burguesa, el servicio, y pierde luego su asentamiento físico y va errando de piso en piso. Una casa habitada por seres luminosos que pierden su claridad: Max-flash se apaga cuando crece «porque lo turbio hace dudar del sol», Lola roza la amargura con los años, la madre vive sin vivir en ella, los relámpagos de verdad que había en Pedro dejan de tener sitio, el padre manotea sin ruido como si le estuviera haciendo señas a un barco fantasma, se van los vecinos de arriba, se condena la puerta secreta, la prima Olalla no ha vuelto y Baltasar es un adolescente «hijo de papá», uno más, que cuenta sólo con algunas palabras y una libélula medio rota para no disgregarse también.
Si miramos la historia desde lejos eso es lo que veremos, la muerte en vida, como en el título de aquel texto de Vaneigem: «Aviso a los vivos sobre la muerte que los gobierna». No obstante, cuando nos acercamos un poco más, vemos latir la fuente de luz. «Fu, fu, mucha calma», dice la libélula.
2
En un coloquio que tuvo lugar hace ya varios años en la librería madrileña El Buscón, alguien del público preguntó a Carmen Martín Gaite por la ira, «la ira del nudo» fue la expresión utilizada en alusión al momento en que, cosiendo, el hilo se hace un nudo sin haberlo querido, el momento en que ocurre algo de lo que no somos responsables directos pero sí indirectos y lo sucedido nos atranca el pecho y nos obliga a romper, a cortar o a comenzar de nuevo. Qué hacían sus personajes cuando les sobrevenía la ira del nudo, le preguntaron a Carmen Martín Gaite, pues ella apenas los mostraba en esa situación. Martín Gaite, quien siempre respondía a las preguntas con gracia y destreza, guardó silencio. Tardó un rato en contestar, contó alguna anécdota sobre su propio carácter, luego dijo: Tengo que pensarlo. Y lo pensó. La mayor inteligencia, la que muy pocas personas se toman el trabajo de tener, exige no dar las cosas por sabidas. Carmen Martín Gaite debió de estar pensando eso que aún no sabía durante tres, cuatro o cinco años. Debió de estarlo pensando mientras escribía el título del capítulo XVII, «El triunfo de mister Hyde», y todos los que le anteceden y siguen, incluido el último, «La raya invisible».
La diferencia entre un escritor mediano y un gran escritor es, a mi juicio, que el primero dice un niño mientras que el segundo sabe que no hay nunca un niño, que siempre es ese niño, ese niño con esos años, esa nariz, esa familia, con esa trama. Baltasar, Baltita, no es en ningún momento un niño, un estereotipo, sino que siempre es ese niño. Desde su primera frase la novela nos coloca en una historia singular, y es precisamente la singularidad la que permite que las tinieblas combatan con la luz. Pues si el lado oscuro de Baltasar, su «ira del nudo», y el lado oscuro de Fuencisla y el del padre de Isidoro vinieran de lugares abstractos, de pozos sin fondo, vinieran, como a menudo se nos trata de hacer creer, de zonas insondables de la naturaleza humana, entonces sí que estaríamos ante una historia negra, ante una estrella muerta.
El lado oscuro de Baltasar, como el de los demás personajes, procede de la posición de cada uno en la historia. Conocer su procedencia no significa excusarlo ni darle carta de naturaleza. Pero sí es una invitación a mantener la inteligencia alerta, atenta a los enlaces entre las acciones. A veces los enlaces se distinguen enseguida. Así, la primera vez que Baltita miente y encuentra placer en ello, su mentira -«a mí (mi abuela) me deja jugar por donde me da la gana; y si rompo algo, no le importa»- es una respuesta a la prohibición de entrar en la casa de su abuela y, en definitiva, a la voluntad de su abuela de avasallar al padre de Baltasar, a la madre y también al nieto, al propio Baltasar. «Reñir, lo he ido sabiendo luego, depende de la voluntad de avasallar a otro, no de las razones que se tengan», dirá Baltasar; así también la riña de la abuela con el hijo pone de manifiesto esa voluntad, y así las riñas entre sus padres. Otras veces no es tan fácil saber a qué responde una traición. «Todo aquello (mi sobrino) lo estaba inventando para mí, pero no me atrevía a mirarle. Quería escaparse con el capitán Pluma, lo llamaba y yo le estaba traicionando. (…) y me salió una voz de persona mayor, de tío.»
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