Carmen Gaite - Los parentescos
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El policía dobló el papel y se lo metió en el bolsillo de la gabardina.
– Yo la conocía a esa chica -le dijo en voz baja Lola a Máximo-. Y la he visto con él alguna vez. ¡Qué desastre, Dios mío! Tenía que pasar.
Estaba temblando, se abrazó fuerte a mí y me besaba el pelo frenéticamente. Y cuando se vio aparecer
a Pedro y Fuencisla por el fondo del pasillo, gritó, tapando mi cuerpo con el suyo.
– ¡No, no! ¡Esto que no lo vea Baltasar!
Pero yo aquella tarde había asistido a la transformación del respetable doctor Jekyll en un monstruo peludo que asesina prostitutas, había visto a don Jacinto Ariño clavándole un abrecartas en la cara a su demente esposa. Y supe que podía resistirlo. Más había resistido Isidoro. Así que me escurrí de Lola y me puse en primera fila. Eramos espectadores conteniendo la respiración ante el último acto de una tragedia. Nadie rebullía. El telón iba a caer.
Avanzaba Fuencisla con paso vacilante, apoyada en el brazo de Pedro, la mirada perdida en el vacío. Se detuvo a la altura del antiguo tapiz, levantó los brazos al cielo y dijo, como declamando:
– ¡Que caiga sobre mí todo el peso de la ley!
Pedro, muy pálido, la volvió a sostener y dieron unos pasos más. Ella nos miró a todos como si el brillo de los focos la cegara y fuera incapaz de reconocernos. Tenía manchas de sangre en el vestido. El policía alto se dirigió a ella.
– ¿Es usted Fuencisla Herrero?
– Para servirle.
– ¿Se considera autora de la muerte de Ramón Alonso?
– ¡No tienes por qué decir nada ahora, Fuencisla! -intervino mi padre-. Esto no es un juicio; habrá un juicio, y allí se aclarará todo.
Me extrañó. Era la primera vez que papá tuteaba a Fuencis. Pero ella le miró como a un extraño. Alargó las manos juntas hacia el hombre de la gabardina.
– Sí, señor sargento, no me ayudó nadie. Lo hice yo sola. Y póngame las esposas, porque la conejita ha escapado viva, y si me la encuentro no respondo.
Le pusieron las esposas y se marchó de casa sin despedirse de nadie, sin volver la cabeza para mirarnos, sin dar un triste recado.
Al cruzar el umbral, tropezó y a poco se cae. Los policías, que se dieron cuenta de su estado de enajenación, la cogieron cada uno por un brazo antes de enfilar las escaleras. Iba vestida de azul y un tacón se le había despegado. Fue la última vez que la vi.
Segunda parte
I. DATOS SOBRE OLALLA
Yo a Olalla la he visto poco y en etapas separadas entre sí, pero desde que en aquel primer cuarto mío de Madrid, donde nadie la había invitado a entrar, se fijó en una raya inexistente y me prohibió que la pisara, supe que me había enamorado de ella sin remedio y que toda la vida la iba a estar echando de menos como a una brújula en el borrón inquietante del futuro. No me importaba que fuera amor imposible. Me imaginaba que lo sería y en eso no me equivoqué. Cuando respiro mal o me duele algo, me asusta pensar que el hueco donde ella se aloja dentro de mí pueda sufrir daño. Y entonces aviso a un guardián con alas, que es el único que sabe por dónde cae ese espacio raro, y baja a ocuparse de ensancharlo. Lo noto porque enseguida me encuentro mejor.
Olalla era opuesta total a las ondinas que aparecen en las leyendas de Bécquer, o sea que no respondía al tipo de alucinación romántica un poco escondido entre hilos de niebla. Ni hablar. Tenía los ojos bastante juntos, llevaba coletas y era descarada. Un aspecto más bien de cómic. Pero acertó a engancharme y me sacó del marasmo que estaban siendo aquellos meses sin orden ni concierto desde la mudanza de Segovia.
A mis hermanos no sé, pero a mí de Segovia me había arrancado un vendaval de otoño. No voy a contar ahora los detalles de aquel otoño. Sólo digo que fue como cuando a un árbol recién tumbado se lo llevan en un camión para trasplantarlo en otro sitio y, ¡hala!, que crezca como Dios le dé a entender. O que siga de pie, por lo menos.
No sé si se dieron cuenta. Tampoco sobraba mucho tiempo para andarse fijando en el alma de nadie. Cada cual se ocuparía, más bien, de ponerle remiendos a la suya. Los detalles prácticos estuvieron bien solucionados desde el principio, hay que reconocerlo, a pesar de que eran mogollón. Papá se hizo cargo de todo. A ella se la oía decir a veces con voz mansa: «Gracias, Damián», y nadie agobió con quejas ni se vieron caras largas. Cada uno tenía su cuarto propio; y el mío, más grande y luminoso que ninguno, pasó a llamarse «Balti's room», porque Máximo dijo que aquello de la casita de papel era una cursilería que no me pegaba ni con cola. «Bueno», dije tímidamente, «se le ocurrió a mamá.» «Pues me da igual, tendría el día ñoño, no le suele dar por ahí, pero nadie es perfecto.» Así que aquel nombre, como la cuna azul, el tapiz de la bailarina y tantos cacharros y trastos viejos, se quedó en Segovia y a veces hace guiños de ahogado. Una casita de papel mojado arrastrada con las hojas de otoño hasta caer en el río Eresma, en remolinos inútiles corriente abajo. Al Duero no creo que llegara.
O sea que estábamos en Madrid. Y yo, perplejo, defendiéndome a solas. Incomodidades, ya digo, pocas hubo; eran trastornos casi imperceptibles de puro rápidos. Yo tenía reservada plaza en un colegio muy bueno de los que dan opción a comida y te llevan y traen en autobús. Pedro, que presumía de conocer Madrid bastante bien, dijo que había que tener mano para que te admitieran en el colegio Atenea, y papá sonrió complacido. Yo no entendí lo de tener mano, pero en esa etapa preguntas hacías sólo las imprescindibles para no pegarte de bruces contra una pared.
Total, que no habría pasado ni una semana y ya estaba yo yendo al colegio. Al principio, lo más importante eran aquellos viajes en autobús, pendiente de la ruta a modo de Pulgarcito perdido en el bosque. Con la nariz pegada a la ventanilla acechaba las plazas, los semáforos, los cafés, las bocas de metro recogiendo y expulsando gente con cara de prisa, y sobre todo los rótulos clavados en las esquinas de los edificios. Llevaba un cuadernito donde apuntaba los nombres, y luego en casa miraba la enciclopedia para enterarme de quiénes habían sido en vida aquellas personas que se convirtieron en calles. Militares casi siempre.
El Atenea era una pecera de aguas azules sin oleaje, temperatura ambiente, y me adapté lo justo para no llamar la atención ni por listo ni por tonto; lo de que era experto en parar goles lo mantuve secreto. Pasar desapercibido y no provocar amistades íntimas era lo que más me interesaba. Lo logré a medias, y también aprendía a mentir. Le había pedido a Máximo que me proporcionara dos tacos de billetes de metro, y muchas tardes, a la hora de salir, le decía a la profesora de dibujo, que era con la que mejor me llevaba, que me habían venido a buscar y salía corriendo hasta una plaza que había cerca. Bajaba las escaleras hacia el subsuelo, aspiraba con ansia el olor a humedad, miraba a los mendigos que tocan la flauta en los pasillos larguísimos sin ventanas y me temblaban las piernas como si alguien me persiguiera. Para llegar a casa había que hacer transbordo, pero casi nunca lo hacía. Tengo buen sentido de la orientación, y aprenderme lo de afuera atento a sus peligros, notar que iba reconociendo calles y que hasta podía dar rodeos sin perderme fortalecía un poco mi desgana. En algún momento llegué a probar aquella excitación del peregrino típica de mis primeras escapadas infantiles en Segovia. Pero no sé: era una aventura rutinaria y sin sal. Como un argumento plagiado.
He tardado en darme cuenta de lo que me estaba pasando desde que pisé Madrid hasta la boda de mis padres. Por primera vez, el borrón del futuro había empezado a dibujarse como una sombra delante de los pies, en vez de llevarla colgando por detrás. «¿Y ahora qué?», me preguntaba con susto al encontrarme en el suelo ese bulto negro que antes no veía. Y me tenía que parar en la calle como un tonto; o me distraía en clase, sin poder atender a lo que me estaban preguntando. «Capacidad de concentración irregular», ponía a mano rematando las notas del primer trimestre. Y es que estaba viendo la sombra aquella, como una mancha que no se quita con nada.
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