Carmen Gaite - Los parentescos
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Acaba alquilando un piso en un barrio miserable de Londres para que no se descubra que él es los dos. Y a los criados les dice que dejen entrar a ese individuo cuando venga, porque Hyde lo domina y se apodera de su cuerpo durante etapas cada vez más largas. Con decirte que asesina a una prostituta y nadie encuentra al autor del crimen, porque Jekyll disimula todo el tiempo. Bueno, pasan muchas más cosas, por ejemplo, cómo empiezan a sospechar de él sus amigos y sus criados. Pero lo horrible es que Jekyll y Hyde tienen memoria en común. Jekyll recuerda, comparte y aborrece las fechorías de Hyde, pero a Hyde del doctor que le ha dado la vida le importa un pito. Y Jekyll es incapaz de retroceder a su trabajo decente, a sus recuerdos de infancia, no puede, ya no es él. Ha perdido el control y está a merced de su monstruo. Aunque lo odie. Es horrible, ¿te das cuenta?
Hubo una pausa y se oyeron pasos por la casa. Isidoro se limpió rápidamente con la manga del jersey unas lágrimas que le corrían por la cara.
– Perdona, Balti -dijo-, hay muchas más cosas en la novela. Pero basta por hoy. Es muy tarde, estoy hecho polvo, y además me parece que acaba de llegar mi hermana. Te tengo que pedir que te vayas.
A Nieves no la vi ni le conté a Isidoro que la había conocido aquella tarde. Todo estaba muy lejos, como en una órbita distinta. No recuerdo siquiera cómo me despedí, ni si pedí disculpas. Me escurrí hasta la puerta de la mirilla dorada como un malhechor, y cuando me vi fuera de aquella casa, mis puntos cardinales eran otros. Las calles estaban casi vacías y anduve dando muchos rodeos antes de acercarme a mi barrio. Supuse que al llegar a casa me reñirían. Pero me daba igual. Tenía miedo de todo lo que me quedaba por entender en la vida, pero sentía también un deseo insoportable de abarcarlo todo, de no perderme nada. Me metí por callejas laterales para que nadie se diera cuenta de que iba llorando. Se había levantado fresco. Me escocía la cara.
El portal de casa no lo habían cerrado. O sea que todavía no eran las diez. ¡Qué alucine haber visto y escuchado en dos horas y media tantas cosas! Pero no estaba soñando, porque el dueño del bar de abajo me saludó llamándome por mi nombre. Subí despacio entregado a extrañas cavilaciones. Cuando ya estaba llegando a mi piso, me di cuenta de que dos hombres venían detrás de mí por la escalera. Llevaban gabardina y no los conocía. Se pararon cuando me paré yo y noté que aquella presencia a mis espaldas me ponía nervioso. Al meter el llavín en la cerradura me temblaban un poco los dedos. Entonces los miré, aunque no era capaz de decir nada.
– ¿Vive aquí Fuencisla Herrero? -preguntó uno de ellos.
– Sí, señor. Aquí vive.
– ¿Está en casa?
– Supongo. Esperen aquí, que voy a ver.
Di la luz y les indiqué un banco de madera que había junto al teléfono. Solamente uno de ellos se sentó. El otro, que era más alto y el que mandaba, tanteaba el hueco que antes disimuló el tapiz, y que ahora parecía una tumba encalada.
– ¿Tiene otra salida esta casa? -preguntó.
– No. Antes comunicaba con un estudio que hay arriba. Ahora lo han tapiado, llevamos un mes de obras.
– Ya.
– Voy a ver si está Fuencisla. ¿De parte de quién le digo?
El que estaba de pie se volvió la solapa de la gabardina y enseñó una chapa.
– Policía -dijo.
Entré casi corriendo en el gabinete de enfrente, que tenía la luz encendida. Necesitaba hablar con mamá. La puerta estaba entornada y la empujé. En el sofá que había de cara al balcón, vi las cabezas juntas de papá y mamá. Ella se reclinaba en su hombro.
– No, Damián, más no -dijo con voz mimosa, al ver que él adelantaba el cuerpo hacia la mesita y vertía en dos copas el champán que quedaba en una botella-. Me da vueltas la cabeza.
– La última, reina. Por que siempre nos queramos como hoy.
Oí un chocar de copas y los dejé apurar el trago, pero ya no podía esperar más.
– ¡Mamá, por favor, mamá! -exclamé alterado-. Sal al pasillo.
Se volvieron los dos sobresaltados.
– ¡Qué sustos das, hijo! ¿De dónde vienes? ¿Qué ha pasado?
– Está ahí fuera la policía en el pasillo -dije bajito-. Preguntan por Fuencis, por Fuencisla Herrero.
Mamá empezó a retorcerse las manos.
– ¡Ay, Dios mío, Fuencis! ¿Qué habrá hecho Fuencis? Anoche tuve una pesadilla. ¿Qué quieren?
– No sé. Verla. No me han dicho nada.
Papá se puso de pie y se inclinó hacia ella.
– Déjame que hable yo con la policía. Fuencisla, si está en casa, no tiene por qué abrir la boca. Le buscaremos un buen abogado, el mejor que haya. No llores, por favor.
Salió al pasillo conmigo de la mano.
– Tú estarías mejor en tu cuarto, hijo.
– No, padre. Yo tengo que estar aquí.
Vi que mamá también se había levantado y nos seguía, tratando de dominar los nervios.
– Buenas noches -dijo papá, muy educado-. ¿Qué deseaban?
– Ya se lo he dicho al chico. Buscamos a Fuencisla Herrero. Creo que vive aquí.
– Sí -intervino mamá-, lleva mucho tiempo en la casa, es como de la familia. Y una persona excelente. ¿Qué le ha ocurrido?
– Lo siento, señora. A ella nada. Pero está acusada de asesinato.
Mamá se echó a llorar a gritos diciendo que no, que se habían equivocado, que eso era imposible. A los gritos acudieron Pedro y Máximo. Pedro dijo que había oído llegar a Fuencisla como hacía media hora y meterse en su cuarto.
– Además -insistió mamá-, para formular una acusación como ésa hacen falta pruebas, testigos.
– Testigo directo tenemos uno. Domitila Peña -dijo el policía alto, porque el otro casi no hablaba-. Y puede que aparezca alguno más.
En ese momento se oyó la llave y entró Lola. Miró la escena.
– ¿Qué pasa con Domitila Peña? -preguntó de sopetón y blanca como la cera.
– Estos señores son de la policía -dijo papá-. Ahora nos pondrán al tanto de todo.
Formábamos un pelotón atónito, pero completamente solidario ante la calamidad. Ahora que lo pienso, nunca he visto a mi familia más unida, más pendientes unos de otros. A medida que mis hermanos se fueron enterando de la noticia, las preguntas sobre cómo, dónde, cuándo y a quién había atacado nuestra fiel Fuencis, se enredaban como las cerezas. Pero cuando el policía alto, tras desplegar un papel escrito a máquina, pronunció el nombre de la víctima: «Ramón Alonso, de profesión carnicero», se notó que esa parte del acertijo era la más fácil.
Tras un silencio cargado de electricidad y a petición del policía, Pedro se ofreció para ir a buscar a la acusada a las habitaciones de atrás.
– Por favor -le dijo papá, bajito-, igual ha bebido o se ha derrumbado. Métele en la cabeza que ella no confiese nada. Cualquier frase que diga puede volverse en su contra. Tráela, pero calladita.
– Haré lo posible -murmuró Pedro, bastante inseguro de sus dotes persuasivas.
Y desapareció hacia las oscuras revueltas de la casa zurriburri.
El policía, a instancias de mamá y de Lola, leyó el resumen de los hechos que venía en aquel papel. «Que a las ocho de la tarde del presente día trece de mayo, estando ya echado el cierre de la Carnicería Ramón Alonso, sólo a falta de la llave de abajo, la acusada llegó allí, se agachó, vio luz dentro y levantó la cortina metálica con toda decisión, introduciéndose seguidamente en el establecimiento. Detrás del mostrador del mismo, descubrió dos cuerpos desnudos y entrelazados que gozaban sobre el suelo del acto carnal. El de arriba, de espaldas, pertenecía a Ramón Alonso, y bajo él se agitaba el de Domitila Peña, de nacionalidad colombiana, de dieciocho años de edad, y que solía ayudar esporádicamente al mencionado Ramón Alonso en tareas de distinta índole. Fue ella quien vio a la agresora y emitió un grito ante lo irremediable de la situación y la velocidad de los hechos. Porque Fuencisla Herrero, sin vacilar ni perder un instante, había agarrado un cuchillo del mostrador y asestaba con saña puñaladas a diestro y siniestro en la espalda y los costados de Ramón Alonso, quien no tuvo tiempo más que para darse a medias la vuelta y recibir el golpe de gracia en el corazón. Según testimonio de Domitila, que también sufre herida profunda en un antebrazo, la agresora desapareció tan silenciosa y rápidamente como había entrado. Se ignora si existen testigos de su huida. Cuando llegó una ambulancia, requerida por la joven colombiana, víctima de un ataque de nervios, nada se podía hacer ya por la vida de Ramón Alonso, que yacía cadáver sobre un charco de sangre.»
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