Carmen Gaite - Los parentescos

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Baltasar, un niño que atravesará varias edades a lo largo de la novela, trata de hacerse un hueco, su propio hueco en la casa familiar, allí donde conviven su madre, sus tres medio hermanos, su padre cuando aparece, la criada Fuencisla que busca con desesperación una vida propia y, en el piso de arriba adonde se llega a través de una puerta disimulada por un tapiz, los abuelos de sus hermanos. Baltasar, Baltita, guardará silencio hasta los cuatro años.

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Y sin embargo yo sé que mi padre está hecho polvo, desamparado, se lo noto en la cara. Es como si se le hubiera corrido el maquillaje o se le viera la cicatriz de algún lifting.

Y cuando el otro se ha despedido y se encamina hacia el fondo del local, me termino el martini y le digo:

– Te noto cansado, papá.

No se lo esperaba. Me mira aturdido, como si hubiera recibido un puñetazo.

– ¿Cansado? -pregunta con alarma-… Bueno, no sé, es que trabajo mucho.

– Pues no trabajes tanto, hombre. Ya has ganado pasta de sobra. ¿Cuánto tiempo hace que no vas al cine? ¿Quieres que vayamos juntos algún día?

No le da tiempo a contestar. Suena el móvil que lleva enganchado en el bolsillo alto de la chaqueta y se enrolla en un asunto barroco que amenaza con durar y donde abunda la unidad seguida de muchos ceros.

«Gracias por el cheque. Se me hace tarde, he quedado para comer», le escribo en un margen del periódico que había dejado sobre la barra. Y se lo enseño. No noto que quiera retenerme. Nos damos un beso y me dice adiós con la mano cuando estoy llegando a la puerta. Luego me da la espalda, y en la costura de su chaqueta de seda marengo me parece reconocer esa cremallera camuflada por donde siempre podría colarse una libélula. «Fu, fu, fu, fu, mucha calma. El secreto está en el alma.»

Ya no le oigo. Manotea sin ruido, como si le estuviera haciendo señas a un barco fantasma. En la calle hace un poco de calor.

IX. LAS PREGUNTAS

De la infancia lo que se queda pegado a la piel es que hay que contar con los demás: que no somos islas. Los oyes, te rondan. Se pueden haber ido, pero siguen despertándose en habitaciones cerca, oliendo el olor del mismo día, mientras su sueño y el mío se destiñen. ¿Qué habrán soñado ellos?

Nada más abrir los ojos, ellos son el marco del cuadro, círculos que se persiguen, luz intermitente, signos de interrogación estallando en rojo sobre las imágenes de esa otra historia borrosa donde me mete alguien por las noches. Hasta que pongo el pie fuera de la cama. Entonces miro alrededor, reconozco el sitio y me extraña haber andado perdido por otros tan raros, salvándome de alguna catástrofe. Se desbordan los ríos, se caen las casas, se ha cometido un crimen. Y yo convencido de que llego tarde a no sé dónde. Hay perros policía escarbando en los escombros, vuela por los aires un maletín y llueven billetes, llega un coche de bomberos y la gente corre. Yo me abro paso entre lodos con miedo de tener la culpa de algo, pregunto que adonde voy. Pero nadie sabe ni contesta, no me ven, escapan tambaleándose, no sé si llevan pistola o van borrachos. Por fin un tipo desconocido que anda más despacio deja entre mis dedos un papel con un número de teléfono y me adelanta como disimulando. Me meto en una cabina, marco ese número y sale la voz de Fuencisla: es tarde, a desayunar.

Me despierto y Fuencisla de verdad me está llamando, o la chica que vino luego, o Lola o quien sea. Tropiezan con mi bulto como la gente del sueño. ¿Qué te pasa? ¿En qué vas pensando? Frases que se copian al revés en el espejo del día que amanece. ¿Y a ti? ¿Qué te pasa a ti? Pero no se lo pregunto. Ni tampoco si saben adonde iba yo hace un rato con tanta prisa. Atravesar las barreras de la prisa es un empeño inútil. Alguno está en pijama, no siempre desayuno con los mismos. Nos pasamos la cafetera sin mirarnos, consumiendo cada cual la oblea de su sueño. Las mañanas son malas. ¿Cómo imaginan ellos lo que les espera?

Y vamos creciendo sin que nadie lo note, a la sombra unos de otros, masticando preguntas, cambiando de estatura y de perfil. Pero sobre todo de preguntas. Algunas no se pueden hacer. Otras se olvidan. Otras se repiten con traje distinto.

Las mías eran como ahogados de cara verde con una piedra al cuello. Pero fue montarme en la fonética y salieron a flote, atadas a su cola. En cuanto les hice la respiración boca a boca, revivieron. Y les abrí cauce hacia la cocina. Fuencisla nunca fallaba. Era el complemento de lo que fui aprendiendo en el colegio: una especie de postre.

Desde la noche en que entré por el tapiz y le oí decir a Pedro que había que telefonear a papá a la otra casa, esa casa necesité situarla, conocer a sus habitantes. Al colegio iban varios hermanos que no tenían el mismo padre o la misma madre. Hablaban de ello como si fuera natural. Pero yo aquel agujero negro, antes de tirarme a él, tenía que bordearlo desde arriba, hacerme a la idea sin testigos, digerirla. Solía dibujar un círculo con los cuatro puntos cardinales. Al norte mamá, al sur aquel retrato de Gabriel-Máximo que tenían colgado en su casa los vecinos de arriba, al este papá, y al oeste, entre interrogaciones, la casa misteriosa. Tal vez la ocupase una mujer distinta de mamá. Y en eso acerté, en que era completamente distinta. Pero no tenía edad de darme nuevos hermanitos. No fueron los libros de geografía, historia y gramática los que me desvelaron ese secreto. Un secreto que a mí, en el fondo, me gustaba que durase.

– Oye, Fuencis, ¿por qué vive papá en otra casa?

– Porque es la casa donde nació. Una casa con muchos torreones, al otro lado del río. Tú vives aquí porque has nacido aquí, ¿no?

– Pero él es mayor.

Fuencisla se quedaba con los ojos fijos en la ventana, y yo esperando. La respuesta siempre le venía con el vuelo de alguna paloma, porque en aquel patio de atrás vivían muchas. En desconchados de la pared.

– Es que, ¿sabes?, de pequeño le hicieron un maleficio. A algunos mayores les pasa. Y luego no crecen bien.

– ¿Qué maleficio?

– Pues verás, una tarde subió a jugar a la buhardilla y descubrió una habitación en la que nunca se había fijado. Empujó la puerta, ¿y a quién dirás que se encontró?

– A una señora que estaba hilando.

– ¿Cómo lo sabes?

– Porque es de otro cuento que me contabas antes de hablar yo.

Cuando la pillaba en una de esas trampas, tardaba en encontrar salida. Pero tampoco eran trampas del todo. Ni las que ella hacía ni las que le ponía yo. Eran mezclas, afición a recortar de aquí y pegar allá. Un juego. Como lo era el hablar mismo, y eso cada día lo iba sabiendo más claro.

Yo creo que Fuencisla estaba deseando dejarme de contar cuentos inventados, pero no podía. Aunque saliera en ellos gente con nombres de verdad, sonaban igual que los de mentira. Cambiaba cosas, describía habitaciones donde nunca había entrado, paisajes que nunca había visto, les pintaba a los personajes la cara que a ella le venía en gana, aunque no les pegara mucho. O sea, lo que es inventar. Pero lo que menos podía evitar era meter en la historia algo sobrenatural y que diera miedo. En eso jugábamos con fuego, porque el miedo se propaga igual que los incendios reales. Yo unas veces fingía que no entendía nada y otras que me lo estaba creyendo todo por absurdo que fuera. Era mi manera de pedir más, y ella lo sabía. Eramos cómplices de un engaño que nos salía bastante bien.

– Es que en la vida, Baltita, salen cosas parecidas a las de los cuentos. Pero a tus hermanos no les digas nada. Ni a tu madre. Son secretos de familia.

– Que no, Fuencis, que no digo nada. ¿Pero quién era la señora que estaba hilando?

Ante las preguntas concretas era cuando ella ya se ponía a desbarrar.

– Pues verás, unas veces era buena, otras mala y otras malísima.

– Digo que quién era, que por qué estaba allí y qué cosía.

– Cosía tiempo. Y nadie sabía por qué estaba allí. La verdad es que algunos no la veían. Ella ya se lo advirtió al niño.

– ¿A qué niño?

– A tu padre. Si te distraes, lo dejamos. Pues anda que no tengo yo pocas cosas en que pensar como para perder el tiempo contigo.

– No te enfades, Fuencis, por favor. ¿Mi padre sí la veía?

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