Carmen Gaite - Los parentescos
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– Bruno -dijo-, ven a ayudar a recoger, porque hoy los chicos tienen algo de prisa.
– Bueno, no importa. Mira, éste es Baltasar. Igual nos quiere echar una mano.
Dije que sí con la cabeza. Y nos quedamos un momento los tres allí encima del escenario, bajo unas nubes de cartulina blanca, mirando cómo nos decían adiós Máximo y Mati desde el patio de butacas. Aquello sí que era como emprender un viaje.
Nos metimos por el bosque pintado, ellos dos de guías y yo siguiéndolos. La libélula inmóvil y sin aliento colgaba enredada en los hilos de alambre y la hierba era una tela verde medio rota; lo único de verdad es que nosotros nos movíamos de sitio, y que empezaba otra función. ¿De qué tenía que hacer yo en aquella función? Ya lo iría sabiendo, no tenía prisa ni me daba ningún miedo.
Cuando entrábamos por detrás del castillo de cartón, oí que don Bruno le decía a su mujer bajito:
– ¿Te has fijado en los ojos de ese niño, Elsa? Tiene poderes seguro.
Ella no contestó nada.
No tuve que ayudar ni me lo pidieron. Pero lo que más noté fue comodidad. No era gente de esa que te está encima a ver si te aburres o poniendo voz de doblaje Walt Disney, que eso a un niño pequeño es lo que más rabia le puede dar. Tampoco se les ocurrió preguntarme que a cuál de mis hermanos quería más o qué pensaba ser de mayor. Andaban a lo suyo, tan ligeros como los tres jóvenes o más, arrancando árboles de palo que se torcían, agachándose a enrollar cables y trepando por una escalera plana a los focos de arriba. Se ve que le daban a la gimnasia. Yo los veía maravillosos, con rayitos de luz alrededor de la cabeza, como pintan a los santos. Pero además riéndose, que los santos no se ríen. Pusieron música y trabajaban los cinco a ritmo de jazz; yo todo lo que tenía que hacer era quitarme de en medio para no molestarlos. Revolotear un poco igual que la libélula.
– Tú, Baltasar -me dijo Bruno-, fisga por donde te dé la gana, que cuando nos vayamos a ir yo te busco. Es una especie de selva esto. Cuidado con los cables.
Así que me podía perder por la selva. Que tampoco era del todo selva. Sabiendo, encima, que no me perdía, porque alguien como aquel hombre tan total quedaba a mi cargo. Y, para mayor gozada, no se me acababa de olvidar a ratos que por fuera, envolviéndome, estaba Segovia. Y la fachada de un teatro con carteles que había visto muchas veces al pasar. Pues bueno, ahora circulaba por las tripas de ese teatro entre voces desconocidas que no daban miedo. Resonaban a mis espaldas, o desde el fondo de una trampilla abierta o desde un puente en el aire. Pero sin amenazar.
Empujaba puertas y telones, me metía por pasadizos raros casi sin iluminación. Cuidado con los cables. Y siempre tirados por el suelo o colgando de clavos aparecían bultos de marionetas muertas. ¡Vaya colocón! Si eso no es aventura, venga Dios y lo vea. Estaba borracho a tope.
«Mando mucho», pensé, «alguna cosa grande me tiene que pasar.»
Y me pasó, naturalmente. Me tocaba en aquel momento. Como cuando a una chica le viene el periodo.
Me había parado delante de una puerta. La empujé, y dentro había un chaval desnudo, uno de los tres ayudantes. Se acababa de duchar porque ya se iban. Alguien le llamó con los nudillos al otro lado del tabique:
– Espérame a la puerta, Malena -dijo-. Tardo tres minutos.
El cuarto era pequeño, con un espejo y pósters. Y resultó que el chico era amigo de Lola. No se extrañó de verme allí parado en la puerta y se puso a hablarme como a un mayor, mientras se ponía los pantalones. Sin calzoncillos, que me chocó.
– Te vi el otro día en la tienda de helados con tu hermana -dijo-. Es una tía cojonuda tu hermana. ¿Le quieres dar recuerdos de mi parte? Dile que soy Romeo. No me llamo así, pero ella ya entiende. ¿La vas a ver luego?
Se acababa de subir la cremallera y estaba de espaldas a mí, con el torso desnudo. Agarró la camisa. Tenía el pelo mojado. Y yo le dije:
– Lola está en el cine.
Lo dije tal cual. Cuando Romeo se volvió y me preguntó: «¿Sabes en qué cine?», me di cuenta de que no había hablado para dentro de mí. No sabía en qué cine. Me encogí de hombros. Pero acababa de estallar la primavera de la fonética. Habían salido por su sitio cabal ocho vocales y ocho consonantes. Como si nada. No era ningún milagro. Ni un sueño de esos que no te enteras.
Salí corriendo, tan alegre que pegaba saltos. «Lola está en el cine», repetía como si chupara un caramelo. «Lola está en el cine.»
VI. COLAPSO PARCIAL
Para darse uno cuenta -aunque sea en plan flash- de cómo corre el tiempo, hay que levantar la mano derecha, llevarse el silbato a los labios y parar el tráfico unos instantes. Stop, que aquí está el guardia, y además el semáforo se ha puesto en rojo. Pero es peor el remedio que la enfermedad, porque basta con mirar alrededor para ver en la que te has metido, allí a cuerpo limpio en mitad de un caos circulatorio que quién, no estando loco, te mandaría controlar. Y en hora punta, por si fuera poco. ¡Qué follón, madre mía, de coches, motos y camiones, todos metiendo el morro a lo bestia para ser los primeros en volver a salir pitando! A ver quién se come ese marrón. Y lo malo es que a cada momento se apelotonan más. Muchos más. Hasta un camión de mudanzas Gil Stauffer que llega de Segovia con nuestros muebles dentro y se queda atravesado tapándoles el paso a otros que tenían su semáforo abierto y bajaban en sentido contrario. Suele ser una rotonda. Vuelan los insultos, los cortes de manga a través de una ventanilla, el guardia se sube como puede a un bordillo con boj, mirando a ver si aparece una ambulancia para desmayarse y pedir que lo lleven a La Paz. Pero no aparece. Y la masa quieta. Ni para atrás ni para adelante. Por eso se llama colapso, porque ninguno se mueve.
Pues así estoy yo esta tarde de verano, en colapso heavy. Y todo porque me ha dado por pararme unos minutos a sacar cuentas del tiempo. No del pasado, que eso es lo que venía haciendo, sino del de ahora mismo. Miro el calendario. San José: visita a Pedro y Bea. O sea que llevo tres meses largos haciendo arqueología de mi transformación en niño locuaz partiendo de mudito. Y, claro, al llegar a la frase que cierra esa etapa, «Lola está en el cine», no puedo evitar echarle una mirada al montonazo de lo que queda y pide paso tocando la bocina porque ya no aguanta quieto. ¿Y para qué me metería yo a removerlo? Me dan ganas de tirar la toalla. Pero, por lo menos, tendré que deshacer el atasco que se ha liado a partir del STOP. ¿Y a qué bordillo voy a subirme como no sea al de la frase misma que ha tenido la culpa por atravesarse y ocuparlo todo? Lola está en el cine. Ni idea de las horas que llevaré diciéndola entre dientes, agarrado a esa tabla a la deriva, mareado yo mismo entre la marea de los coches feroces. Bueno, sí, Lola está en el cine, había ido al cine y un tal Romeo me preguntó por ella. Pero ¿y luego qué?
Esta tarde hace calor ya. La culpa debe de ser de eso, de que se echa encima el verano, tienes amigos nuevos, no se te ocurren planes de cambio que no coinciden con los de la familia, y pensar en hacer un máster de periodismo te aburre de muerte, quisieras revolver las fichas de todos los juegos empezados, echar la mesa bocabajo. En verano todo queda interrumpido, revuelto lo que valía la pena con lo que no. ¿Y vale la pena seguirles la pista a aquellos personajes de Segovia, algunos muertos ya, marionetas colgadas de un árbol de mentira? Total, que si me quedo allí metido en el teatro de los títeres dando saltos de alegría y echo cerrojo de punto final a esta historia, tampoco pasa nada.
Tengo diecisiete años, ¿de qué me sirve retroceder a cuando tenía cuatro, y luego ocho y luego quince? No tengo canas, ni arrastro los pies, ni me van a llevar a ningún asilo. He adelgazado un poco últimamente, he empezado a usar gafas y a veces estoy triste. Pero bueno, eso no importa, en cambio estoy asistiendo a un curso de judo, he aprendido a tocar el saxo y nado muy bien a crowl. Se acabaron las memorias por este verano. De momento, aprobar las dos asignaturas que me quedan. Luego un buen complejo vitamínico y a ver adonde me largo, depende de la pasta que me suelte mi padre. Igual a Milán a ver a Olalla.
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