Carmen Gaite - Los parentescos

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Baltasar, un niño que atravesará varias edades a lo largo de la novela, trata de hacerse un hueco, su propio hueco en la casa familiar, allí donde conviven su madre, sus tres medio hermanos, su padre cuando aparece, la criada Fuencisla que busca con desesperación una vida propia y, en el piso de arriba adonde se llega a través de una puerta disimulada por un tapiz, los abuelos de sus hermanos. Baltasar, Baltita, guardará silencio hasta los cuatro años.

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¿Notábamos ya en la época zurriburri que los dos radiábamos en onda parecida? Yo sí. Pero de él no respondo. Ni se lo pienso preguntar aunque me muriera de ganas. Hoy además ya no es el caso. Tengo la ventaja de que me saca doce años, lo voy viendo derivar y me fascina menos que antes. ¿Pero nos queremos? ¿Me quiere él? ¿Qué lugar ocupo en su mapa?

Cuando alguna vez se ha portado conmigo como hermano del alma, le añade al cóctel unas gotas de cachondeo que lo amargan, y no puedes brindar, porque lo turbio hace dudar del sol, ni se te ocurre levantar el vaso. Pero yo le miraba, y detrás de sus ojos daba tiempo a ver un flash de arco iris. Asomaba y se escondía tan rápido que dejaba temblando una pregunta: ¿lo habré visto o no? Claro que yo eso me lo pregunto sin querer de casi todo, y cuanto más dudo de haber visto una cosa, más es que la he visto. A Max-flash le gustaba pasar corriendo, ir al grano, no gastar saliva en balde, y la gente pesada le ponía en la cara unas muecas de cine mudo que nadie sería capaz de repetir. Entre la memoria que tenía, el talento para atender a varias cosas a la vez y resumir lo fundamental en pocas palabras, pasaba algo que a Pedro le daba mucha rabia porque hacía añicos sus sermones de mal agüero: que Máximo sacaba notas altas, aunque nunca se pasara más de una hora estudiando. Pero no tenía planes. Si alguien le mentaba el futuro, echaba a correr agachándose, a paso Groucho Marx, mientras gritaba a voz en cuello: «¡Enemigo a la vista! ¡Huyamos despavoridos!» Una frase que tuvo éxito, que Lola hizo suya y que siempre daba risa. Y mucho juego, como tantas suyas. Paletadas de carbón a la hoguera de casa. Las regalaba sin cobrarlas ni pedir copyright, eran de todos, también de sus amigos de la calle, que les añadían cosas o se las quitaban. Bueno, las echaban a perder. Pero Máximo no creía eso, decía que también las piedras del río se gastan de rodar, y que las palabras se rompen al decirlas y el aire de la calle se las lleva, que bendita calle. «Tú no sales a la calle, entras en la calle», le dijo un día mamá.

Total, que a las chicas las traía del revés. Por eso le llamaban tanto. Y muchas de las amigas de Lola que venían por casa era para ver si se les aparecía Max-flash en carne mortal, milagro casi imposible.

La única que a él le gustó fue Mati, y salieron juntos una temporada. No creo que seguido, porque los dos eran de altos y bajos. La primera vez que llamó Mati y no era preguntando por Lola, Lola puso mala cara. Aquélla era la única amiga con la que se divertía de verdad, y Máximo se la estaba quitando. «A mí no me ha dicho nada de que sale con él, la muy cerda. Eso no es de amigas, Fuencis.» Y Fuencisla, que estaba cada día más colada por Ramón el carnicero, suspiró muy fuerte y dijo: «Irán en serio. En el amor no se manda, nena.» Lola, que recibió como una patada aquello de «nena», se sopló para arriba el flequillo, un gesto típico suyo cuando quería dejar claro lo poco que le importaba algo. «¿Sabes lo que te digo? Que por un garbanzo no deja de cocer la olla. Me sobran amigas y amigos a mí.»

A los pocos días, un domingo de finales de septiembre, daban función de títeres en el Teatro Principal. Mamá y papá estaban en Madrid. Fuencisla había quedado en ir a ayudar a Ramón a poner un poco de orden en su casa, y Lola dijo que ella estaba aburrida de títeres.

– ¿Y, entonces, quien lleva a Baltita? -preguntó Fuencisla-. Tu madre prometió llevarlo. Y el niño tiene ilusión, angelito mío. Nunca ha ido al teatro.

– A mí que me registren -dijo Lola-. Hoy ponen Taxi Driver, y voy con los de mi pandi. Mañana ya la quitan.

– No es apta para menores -dijo Fuencisla.

– ¡Ay, por Dios, Fuencis, qué antigua eres! Nos estamos colando siempre. Yo me pinto los labios y me meto hombreras debajo de la blusa por delante. Además, el que corta las entradas es amigo.

Yo me había quedado como sin sombra. Sobre todo por la traición de mamá, que desde muy temprano había desaparecido sin dejar rastro. Papá, por lo visto, estrenaba un coche nuevo. Fuencisla nos contó que salieron con el primer sol y que ella iba muy contenta. Se había quedado una tarde maravillosa para ser mayor y bajar paseando hacia el río. Me imaginaba a mis padres dando vueltas por un paisaje del que salían frutas y flores estallando, metiéndose por baches peligrosos, y luego llovía y caían rayos sobre el coche donde iban encerrados y se abrazaban con mucho miedo, hasta que por fin salían a la carretera que llevaba a una ciudad de casas altísimas. Y suspiré mientras miraba el sol de otoño cayendo de los tejados a los bancos de la plaza, qué tristeza tan grande.

Cruzó a paso lento la señora del palo. Iba vestida de oscuro y seguida por una especie de criado que la acompañaba a veces. La vi levantar los ojos a nuestro balcón, como disimulando, pero los apartó enseguida. No sé si notaría que yo la estaba espiando allí detrás del visillo, o la culpa la tuvo un balón que se estrelló contra sus pies. Apareció corriendo un niño a recogerlo, y tal vez a pedirle disculpas, pero estaba furiosa, y su acompañante se inclinó un poco para reñir al chico. Le amenazaba con la mano abierta. Luego se metieron debajo de casa, por los soportales. Y yo me sentía cada vez más inútil como una burbuja flotando.

Un chasquido y me desintegraría; así que cuando sonó el timbre del teléfono, cerré los ojos.

Fue a atenderlo Fuencisla, y volvió con una voz muy radiante.

– Baltita, hijo, una buena noticia. Ha llamado Máximo, que te espera dentro de diez minutos a la entrada del teatro. Vas a ir con él a los títeres. Ahora mismo te visto y te peino un poco. ¿Pero qué te pasa? ¿Estás llorando?

Abrí los ojos, me palpé y estaba entero, no era una burbuja, tenía mis piernas y mis brazos. Me puse de pie. Sonreí a Fuencisla; el sol de la noticia me había secado las lágrimas.

V. TARDE DE TÍTERES

– No le expliques nada, que le vas a armar un lío, déjalo que lo entienda él solo. No es tonto -le dijo Máximo a Mati-. Y si no lo entiende, da igual. A él le gustan los misterios.

Estábamos en la fila uno, y al llegar me los había encontrado en la puerta del teatro, esperándome, cogidos de la mano.

Mati se sentó entre nosotros dos, yo en la butaca del pasillo para ver mejor. Había muchos niños correteando por aquel pasillo, y comiendo pipas, pero yo estaba quieto, sin atreverme siquiera a respirar de tanta emoción. Y ella, que nunca me hacía caso, había sacado un cuaderno de la mochila que llevaba y me estaba haciendo un dibujo para que entendiera mejor lo que íbamos a ver. Hablaba muy seria, no parecía la Mati que bailaba delante del tapiz. «Los muñecos están llenos de alambres muy finos, como telarañas, ¿sabes?, en las manos, en la boca, en los pies, y a los que mueven los alambres no los ves, se esconden arriba, en esa franja donde no da la luz, ahí está el truco, ¿entiendes? Y ellos son los que imitan también las distintas voces, como si las marionetas estuvieran vivas…» Se quedó un poco chafada con el corte que le pegó Máximo, guardó el cuaderno y se puso a discutir con él, dándome la espalda. Hablaban bajito. Me hubiera podido enterar de lo que decían, o inventarlo. Pero es que de repente no me interesaba. Tenía los ojos fijos en el escenario, y me encantó que no me volviera a hacer caso ninguno de los dos. Cerraba los ojos, los volvía a abrir, y el escenario seguía a oscuras, seguro que por poco rato. Luego se encenderían luces, ¿dónde?, ¿qué luces?, ¿encima de quién? Me puse de rodillas por dentro de mí y pedí un milagro.

Lo anunció un altavoz diciendo: «Guarden silencio, por favor. La historia de La libélula bondadosa va a dar comienzo.» Y empezó la función. Desde ese momento, se me borraron por completo Mati, Máximo, los niños alborotando, el patio de butacas y Segovia entera con su catedral, su alcázar y su río. Fue como arrancar a volar, como un viaje en globo. Mudar de piel.

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