Raúl Garrido - El Año Del Wolfram

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El wolfram es un elemento básico en tiempo de guerra, el acero de las armas lo necesita. En la primera mitad de los años cuarenta se descubre este mineral en el Bierzo y, si los alemanes lo pagan bien, los aliados mejor, para que no llegue a manos del III Reich; la gente sube a la peña del Seo provista de pico, pala y pistola. En los años del hambre uno podía hacerse rico de golpe con un mínimo de suerte y un máximo de audacia. Ausencio sube a la peña en busca de su fortuna, de su identidad perdida y de su amor imposible. Las leyendas de tesoros ocultos se entremezclan con el recuerdo del oro romano de las Médulas y la misteriosa realidad del Inglés con la clara premonición de la Bruxa. "El año del wolfram" fue un tiempo mágico, un espejismo brutal, una historia cuyo desenlace se resuelve en sucesivos desenlaces insólitos. El elón alado, dulce compañía de Olvido, existe, la verdad no es siempre verosímil.

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– Mira, está nuevo.

El reloj de péndulo rococó, de bronce dorado y porcelana, estilo Luis XVI, explicitaba su origen, «Berthoud, Hgr du Roy a París».

– Sin agujas.

– El que necesitamos para marcar nuestro tiempo de ahora mismo.

– Juntos para siempre, un buen minuto.

Don Ángel bajó al patio, los mozos tenían faena pero prolongaban la sobremesa con una partida de chapas sobre las baldosas recién fregadas. Tiraba Carín y se daba buena maña con su única mano.

– Van cinco pesos.

– Arriba caras.

– ¡Barajo!

– Joder con tanto barajo, tú lo que quieres es perderme el pulso.

– Pues no las voltees, manguelo.

– Van arriba.

Ascendieron planas las dos monedas de cobre, así chocaron los dos patacones contra el suelo y su tintineo sonó a música ancestral, sonrieron las nobles efigies a la mirada expectante, eran dos caras.

– Caras, ganas.

– Me doblo.

– Van arriba.

– ¡Barajo!

– Coño, ya está bien con tanto barajo.

– Cara y cruz, repite.

– Arriba de nuevo.

– Cruces, palmas.

– ¿No tenéis otra cosa que hacer?

– No se nos enfade, don Ángel, usted sabe lo que son estas cosas. La última ronda.

– ¿Habéis visto a Ausencio?

– ¿Y quién ve a los enamorados con lo que les gusta la oscuridad?

Era nombrar la soga en casa del ahorcado, rieron los mozos y la risa se anudó en el cuello del farmacéutico.

– La última y al tajo, ¿eh?

Olvido abrió el arca de las ropas, lo práctico y lo frívolo se mezclaban en una derrota común, el paso del tiempo, el jersey de lana y el foulard de seda, las botas remendadas con lustre de sebo, propias para cavar en las viñas y los botines de tafilete indicados para el salón de baile, el abrigo para defenderse del frío y el gabán para lucir en el paseo.

– Menudo Carnaval.

– Nunca me he disfrazado, ¿te gustaría hacerlo, Ausen?

– Yo soy un disfraz viviente, desde que nací tengo puesta una máscara y lo que me gustaría es quitármela de encima, saber de una puñetera vez quién soy.

– No te atormentes con historias, sabes perfectamente quién vas a ser junto a mí.

– Y nadie podrá impedirlo.

A Ausencio le inquietaba el pretérito, pero el wolfram le hacía fuerte y dueño de su futuro, caminaba por el filo de la guadaña, por donde sólo se atrevían los más hombres.

– Qué maravilla.

En el fondo del arca las telas florecían con bordados, arreguives, gayaduras, volantes, farandolas y encajes, la chica se probó por encima un vestido de charlestón, demasiado escote, demasiado corta la falda, la tela era un crepé dulce y pesado, sus ondulaciones se ceñían a las del cuerpo antes de caer verticales.

– ¿Me lo pongo?

– Es una audacia.

– Me lo pongo. Venga, disfrázate tú también.

– No sé si me cabe…

Manoseaba chistera, levita y pantalones ceñidos de maniquí, rodó una bola de naftalina.

– A mí me sienta de pecado.

Se vestían con el cabezal de una cama interpuesto entre ambos a modo de biombo, tiritaban de frío y emoción, tan próximos, tan desnudos, a ella le preocupaba el escote, las tiras del vestido eran tan estrechas que no ocultaban las del sostén y quitárselo sí que sería una audacia, a él le preocupaba el pantalón torero, el paquete de la entrepierna resultaba escandaloso, superaron su timidez optando por la alegría de vivir, se les escapaba en risitas nerviosas.

– ¿Estás lista? Vamos a salir al mismo tiempo, a la una…

– A las dos…

– ¿Qué estáis haciendo?

– ¡Padrino!

– Uy, tío, qué susto.

– ¡No soy tu tío! Tampoco soy tu padrino, bueno, sí lo soy, ya no sé lo que me digo, me vais a volver loco, pero esto se acabó.

Don Ángel parecía un basilisco, si no llego a ser hipotenso me da un soponcio, pensó, resistía sacando fuerzas de flaqueza como el patético fantasma del castillo al que no le queda más remedio que cumplir con su deber, aparecerse al sonar las campanadas de medianoche.

– No hacemos nada malo.

– Os lo había prohibido.

– Sólo es un disfraz.

– Cállate, desvergonzada, pareces una, una… teníais prohibido el veros a solas, habíais dado vuestra palabra.

– Yo tengo la culpa.

– No te hagas el mártir, Ausencio, esto se acabó. A ti, jovencita, te mando a las madres enseñantes de Astorga, te lo advertí.

– Son hermanas.

El colegio de las hermanas enseñantes de la Congregación del Santo Maestro, de Astorga, eran el remedio de la provincia.

– Hermanas, cuñadas, sores o lo que sean, son monjas de pelo en pecho que saben cuidar a las jovencitas desvergonzadas como tú.

– Por favor, tío, no me mandes interna, no lo vol…, no.

Se detuvo al borde de la dignidad ofendida, no, podrían torturarla pero no iba a prometer lo que no estaba dispuesta a cumplir, volvería a ver a Ausencio en cuanto pudiera.

– Baja a tu cuarto y vístete, pareces una cualquiera.

Se perdieron los sollozos de Olvido escalera abajo. José Expósito miró a don Ángel consciente de que había cruzado el punto sin retorno y guardó silencio.

– Vamos a hablar de hombre a hombre.

– Como guste.

– Me has fallado de mala manera, no has cumplido un juramento y eso no se perdona, sabes lo que quiero decir, ¿verdad?

– Sí.

– No vuelvas a pisar esta casa.

– Como guste, no puedo enfadarme con usted, don Ángel, no volveré, pero si un día me necesita llámeme, no le entiendo, pero no puedo guardarle rencor.

– Vístete ahí mismo, no vayamos a dar el espectáculo.

– De veras que no le entiendo.

– Con los años…

El ánimo de Ángel Sernández Valcarce engulló las negras sombras del desván, el olor sanguinolento del mondongo procedente del patio quedó prendido en las telarañas de su espíritu, sintió el frío del invierno en la médula de sus huesos, admiró la figura atlética del joven, de espaldas, las nalgas al aire, y añoró la juventud perdida mientras nacía girar en su mano la ficha recuerdo de sus locuras, una redonda de cien con el anagrama del Gran Kursaal, le habían reventado la fiesta haciéndole representar el papel de malo, pero lo peor de todo era la evidencia de su marcha hacia la vulgaridad, su servidumbre a la rutina y su indiferencia por los grandes ideales. La vejez, pensó, a mis años ni recordarán la escena y si la recuerdan me lo agradecerán.

Capítulo 24

Corrían tiempos de matanza y la suya particular no iba a ser un fiasco, estaba seguro, se le había escapado de varias trampas, pero ésta era la definitiva, su eficacia residía en la sencillez, un tiro y fuera. El teniente Chaves saboreaba el éxito mientras preparaba los detalles de la elemental maniobra, nada de desplegar a sus hombres por el bosque, serían detectados por aquellas auténticas alimañas y el cebo no funcionaría, se quedó él solo para pasar inadvertido, era capaz de mantenerse inmóvil en la postura días enteros, el tiempo que hiciera falta, había excavado un hoyo profundo en lo más espeso de las urces, recubierto con ramas y helechos, un camuflaje impecable, ver y no ser visto; de la pradera que se extendía a sus pies, por donde paseaba el señuelo, no se le escapaba el menor ángulo. Se sentía orgulloso de sí mismo, su rotunda mandíbula de cazador de fugitivos se le iba con la mirada, ansiosa de entrar en acción, pero todavía era pronto, paciencia y barajar, repasó el equipo, la botella de Domecq para no entumecerse, los prismáticos, la caja de proyectiles super-speed, balas de punta acerada capaces de derribar un jabalí a cien metros, distancia a la que calculaba se situaría el blanco, más fiera que un jabalí, y el rifle, un arma de campeonato, la más sofisticada arma de caza que existía en el mundo, se la dejó el comandante jefe con la advertencia de que una avería le costaba una estrella, un Winchester Cowboy Magnum, con él en la mano era más eficaz que don César de Echagüe, el Coyote, el protagonista de J. Mallorquí, casi nada al aparato, «W, symbol of accuracy since 1870» rezaba la propaganda, para un tirador de primera especial hacer blanco a cien metros con este rifle es como acertar con el máuser reglamentario en una barraca de feria, no se le iba a escapar esta vez, no tenía la más mínima intención de perder una estrella, al contrario, tenía la de hacer méritos para la siguiente, José Chaves García, natural de Campillo del Hambre, provincia de Albacete, estaba acostumbrado a ascender así, con paso corto, vida larga y mala leche, a tiro limpio, que no había pasado por la General de Zaragoza y lo de mear colonia no era lo suyo, le habían destinado a Villafranca para acabar con la fiera y estaba a punto de disecarla, me la corto si no la cazo.

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