– ¡Fuego ardiendo!
Oyeron la explosión al socaire de la roca que vibró contra sus espaldas, los galgos, cantos voladizos, se precipitaron al abismo repitiendo al caer el mismo arrancar de cuanta vegetación se oponía a su avance.
– Vamos dentro.
Parecía el hueco negro y dolorido de una caries, cuando la nube de polvo sedimentó estudiaron las paredes, nada de particular salvo que aquello no era roca viva, el suelo de tierra floja se abría al fondo en un orificio presagio de cueva. Arrastrándose pasó Jovino con una linterna y una soga de seguridad anudada a la cintura, reptó varios metros hasta que el tobogán se ensanchó tanto como para permitirle ponerse de rodillas, el lóbrego espacio más parecía una cueva hecha por humanos que por accidentes geológicos, ¿el túnel de una mina?, no se amilanó y siguió avanzando, lo que fuera se ensanchó un poco más pero no ganó en altura, sin embargo el suelo de tierra cada vez era más movedizo, llamó a Carín.
– ¡Pasa, no hay peligro!
Si se toman las precauciones debidas, terminó para sí.
Cuando el otro estuvo junto a él prosiguió su avance.
– Sujeta bien la maroma por si se hunde el firme, puede haber un pozo y no quiero crismarme.
– No sigas, Jovi, esto está endemoniado.
– No digas gilipolleces.
– Mira.
– ¿Qué es?
– Yo no lo cojo.
Jovino volvió a gatas sobre sus propias huellas, la linterna de Carín iluminaba un objeto de barro semihundido en el flojo suelo de arenisca. Excavó con las manos y lo extrajo, una olla de cerámica resquebrajada.
– No lo abras, si es lo del azufre nos vamos al infierno.
– No te creerás la historia de la vieja, ¿verdad?
– ¿Y qué otra cosa puede ser?
– Vamos a verlo.
Jovino rompió la hucha contra la pared de roca, pensó que era una hucha porque de entre la mugre que la rellenaba cayeron varias monedas, las estudió a la luz de la linterna, muy viejas, antiguas dirían los expertos, de cobre, sucias, gastadas, con una leyenda, «BERGIOPIUS», en la otra cara «SISEBUTUNRE», en los dos lados la misma figura coronada por una cruz, romanas, visigodas, cualquiera sabe, una curiosidad para don Ángel.
– ¿Qué significa todo esto, di?
– Cualquiera sabe, pero una cosa es segura, por aquí se movió un personal y no de vacaciones precisamente.
– Dame una perra, de recuerdo.
– Ni hablar, hay que hacerlas desaparecer, las enterramos y ni una palabra a nadie.
– Ni a mis muertos, ya lo sé.
– Sigo adelante, sujétame.
Jovino volvió a gatear hacia el interior de la cueva, estaba perplejo pero esperanzado, se deshizo de la hucha con la excepción de dos monedas, las que consideró en mejor estado, si tenían valor de anticuario mejor, al ropavejero, y si no para jugar a las chapas, se marcaría el farol de habérselas ganado en una apuesta al jefe de una cabila de Marruecos, ya inventaría la anécdota, la imaginación se le congeló ante el descubrimiento, no podía dar crédito a lo que veía a la tenue luz de unas pilas ya semidesgastadas, acarició la negra pared de piedra, no se había equivocado, wolfram, un nódulo inmenso como la bóveda de una catedral, de él partían varios brazos de pulpo, los siguió con la linterna, tres vetas de un palmo de ancho perdiéndose en las entrañas del monte, en lo que parecía ser el final de una excavación primitiva. No se había equivocado en sus intuitivos cálculos, si quieres hacerte rico, sube a la peña del Seo, como tampoco se había equivocado el geólogo que envió don Pepe González, el de la compañía minera Montañas del Sur, pero con la ventaja de que éste ignoraba el lugar preciso, la madre del cordero, la conmemoraría tatuándose las palabras de la moneda, una en cada tetilla, sintió los pulsos de la muñeca como el tictac de un reloj despertador, tenía que actuar rápido y meter en el ajo al menor número posible de personas, gente de confianza como Ausencio y su hermano de leche, si alguien se iba de la lengua sería capaz de estrangularle, volvió una vez más sobre sus propios pasos tan nervioso que se golpeó contra un saliente de la roca, ni siquiera notó el impacto, fue Carín quien le informó de la sangre entre la pelambrera.
– Déjala correr, alegría, lo he conseguido.
– ¿El qué?
– Qué va a ser, imbécil, el filón.
– Cojonudo.
– Límpiate las orejas y escucha. Me voy a Cadafresnas pero tú te quedas aquí, ponte en la bocamina y empieza a desescombrar, así ganamos tiempo, procura que no te vea nadie, pero si alguien te ve y pretende entrar, le pegas un tiro.
– No jodas.
– Le pegas un tiro, ¿entendido? Quédate con los bocadillos y la bota y no te muevas de aquí, a lo mejor tardo un par de días, pero aunque tarde un año en volver no abandones esto, no hables con nadie, no dejes entrar a nadie…
– ¿Tan bueno es?
– Nos ha tocado el gordo, si tenemos cojones para sacarlo de aquí.
– Los tenemos, Jovi.
– Si los tenemos es el amergullo de Cristo, cojo la ropa y me visto. ¿Tienes pistola?
– Sí, claro.
– Pues recuerda para lo que sirve.
Tenía fama de hombre duro, a partir de este momento debería serlo más que nunca y de una forma lúcida, el asunto era de cojones y cerebro, nadie le iba a arrebatar una jubilación tan adelantada, ya se veía de terrateniente en Villar de Acero, de cachicán en la vendimia de su propia viña, desfogó la imaginación hasta la caída de las sombras, no tenían que localizarle rondando a La Meona, así deberían llamar a la mina y no esa cursilada de Currito, se deslizó del agujero con tripas de lobo y modos de zorro, lo que se aconsejó para la aventura que iniciaba.
– Vuelve pronto.
– Cuando me pete, listo, piensa en lo que guardas.
Caminó poniendo una atención especial a los ruidos del bosque, al llegar al altiplano conocido por valle del Oro intuyó una sombra humana, más valía seguir con la naturalidad del buscador de regreso con los bolsillos vacíos y no dar a entender que ocultaba algo, lo que no le gustó fue la contestación del otro a sus «buenas noches».
– Alto.
– Qué alto ni hostias.
– ¿Tienes hora?
– Ni hora ni tabaco, largo o disparo.
– Es que me he perdido, ¿en dónde estamos?
– En casa de Dios, largo y por delante, que te vea.
Desde luego no era un habitual del Seo, pero no le gustó el encuentro, no creía en las casualidades, a uno le puede ocurrir lo inverosímil pero a condición de que lo facilite y nadie lo facilita cuando sabe que los hombres son malos salvo cuando la necesidad los obliga a ser buenos.
Apuntar a un ser humano a sangre fría, recreándose en hacer un blanco exacto, es una sensación indescriptible aunque no se trate más que de un juego, le apuntaba a Jovino, firmes contra la pared del fondo, con la diana sobresaliendo por encima de su enmarañada cabellera como si se tratara de la aureola de un santo, y la certeza de poderle arrebatar la vida me crispaba el ánimo pues sólo me faltaba la voluntad de hacerlo, con el componente del odio en cantidad suficiente para, así rezaban las recetas según arte, sería hombre muerto, el poder del que empuña la pistola tan impunemente es ilimitado, le señalas a uno, a ti, te ha tocado, y lo eliminas con la misma facilidad con que el pelotón de ejecución sublima al ejecutado, mi compañero de fatigas, tenía un aire noble en contraste con la chatarra que colgaba de la pared, no pestañeaba, las arandelas de un bocoy se mezclaban con las llantas oxidadas de ruedas ignotas, piezas de hierro que habían sido planchas de la ropa o tenazas de podar, a sus pies objetos inverosímiles, restos de verjas, sulfatadoras, guadañas, y una esperpéntica bañera que vete a saber qué hacía allí, un juego estúpido que él mismo planteó con un «hay que tener cojones para jugar a esto», y para dar ejemplo se colocó el primero bajo el punto de mira, si se llega a colocar una manzana sobre la cabeza le hubiera disparado a la frente, aquello me parecía una estupidez por ser más un riesgo inútil que una exhibición de valor, coloqué la mano izquierda en la cadera, extendí el brazo izquierdo prolongándose en la Super Star, B, 7,63 y torcí la cara para que todo yo quedara dentro del plano vertical que marcaba el eje del cañón de la pistola, me inmovilicé e hice puntería, a los que están a punto de matar se les dilata el tiempo tanto como a los que están a punto de morir, podía repasar mi biografía entera centrándome simultáneamente en etapas diferentes, las rechacé todas salvo el plan que estábamos estudiando, la razón del número circense que interpretábamos Jovino y un servidor.
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