Raúl Garrido - El Año Del Wolfram

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El wolfram es un elemento básico en tiempo de guerra, el acero de las armas lo necesita. En la primera mitad de los años cuarenta se descubre este mineral en el Bierzo y, si los alemanes lo pagan bien, los aliados mejor, para que no llegue a manos del III Reich; la gente sube a la peña del Seo provista de pico, pala y pistola. En los años del hambre uno podía hacerse rico de golpe con un mínimo de suerte y un máximo de audacia. Ausencio sube a la peña en busca de su fortuna, de su identidad perdida y de su amor imposible. Las leyendas de tesoros ocultos se entremezclan con el recuerdo del oro romano de las Médulas y la misteriosa realidad del Inglés con la clara premonición de la Bruxa. "El año del wolfram" fue un tiempo mágico, un espejismo brutal, una historia cuyo desenlace se resuelve en sucesivos desenlaces insólitos. El elón alado, dulce compañía de Olvido, existe, la verdad no es siempre verosímil.

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El segundo viaje de rematador a Zamora fue de lo más tranquilo, me dejé convencer de que la cita en el bar Roma no ofrecía el menor riesgo, de que don Antonio Díaz Diez del Moral ya había aclarado la situación, por evadirme, por el morbo curioso de tropezar de nuevo con la misteriosa y cachonda mujer de negro. En efecto, allí estaba y acompañada por el mismo individuo, pedí lo de costumbre, un cortado y dos suizos, me sirvieron dos madalenas porque de bollería no les quedaba otra cosa, dejé el Promesa sobre el mármol del velador pues nuestras miradas ya se habían enredado, la comunicación no verbal es más expresiva que la charla telefónica, se dicen cosas tremendas que personalmente no nos atreveríamos a decir y que a través del teléfono resultarían infantiles, le dije: tía buena, te voy a meter el palmo y medio más sabroso que ha catado tu hambre, y me dijo: no sé a qué esperas, rico, verdulerías que resultaban más tremendas dado su porte distinguido y la presencia del petimetre, una charla absurda pues no me veía prolongándola en hechos con la responsabilidad de una tonelada de wolfram a las costillas, abrí el periódico por la página de anuncios para entretener la espera. «Será del canto la musa, del uno al otro confín, si en su cutis siempre usa, agua de belleza Nin. Ideal para el cutis. Curativa y nutritiva de la piel. Doce delicados tonos, PVP: pts. 6.» Me figuré a la atractiva mujer de enfrente aplicándose agua de belleza Nin en paños menores, negros, por supuesto. La miré, me seguía mirando, volví al periódico con un empalme de no te menees. «Instituto Nacional de Previsión, agencia de Ponferrada, precisando estas oficinas los servicios de botones, por la presente se convoca a concurso entre los mayores de catorce años y menores de dieciocho, para lo cual los aspirantes deben llenar las condiciones siguientes: 1.°, instancia de puño y letra; 2.° certificado de buena conducta; 3.° partida de nacimiento, y 4.° certificación de estar inscrito en el Frente de Juventudes.» Las bragas negras eran el colmo del erotismo, siempre que soñaba con una mujer a punto de despelote las bragas eran negras, pura evasión. «Sigue el estraperlo, la guardia civil de Villaseca de Lauzana precintó en el pueblo de Sosas trece máquinas desnatadoras de leche que funcionaban clandestinamente, sus propietarios han sido puestos a disposición de la Fiscalía de Tasas.» Me seguía mirando con elegante descaro, me brindó un cruce de piernas capaz de estimular a una momia y en ese instante fugaz comprobé que sí eran negras, decidí abordarla, al deseo se unía el orgullo deportivo.

– Nos conocemos, ¿verdad?

– Del otro día. Huyó usted de una forma muy desconsiderada.

– Las prisas, ¿puedo sentarme?

Me dirigí al hombre, comía un bocadillo de tortilla con ademanes de gourmet.

– Se lo ruego.

Tomó ella las riendas del asunto.

– ¿Está usted por algún motivo concreto o simplemente de paso?

– Negocios.

– Lástima, si tuviera tiempo le sugeriría la visita de algún monumento de belleza inigualable.

– Para admirar la belleza siempre tengo tiempo libre.

– Qué interesante…

– ¿Sí? ¿Por qué?

– Por lo que está pensando desde un principio.

– Bueno, yo, no sé.

– ¿Quiere acostarse conmigo?

Me dejó de un aire, que esto le ocurra a uno en París, vale, pero en Zamora me resultaba excesivo, me azaraba, traté de ser brutal para equilibrar mi desventaja y se lo pregunté al gourmet:

– A usted no le molestará, ¿no?

– Si a ella le apetece, ¿por qué iba a molestarme?

– Son quinientas y la cama.

Se derrumbó mi evasión, con lo que me hubiera gustado convertirme en un corruptor de mayores, aquello no era un trofeo deportivo.

– Perdone, pero no me gusta mezclar el placer con las finanzas.

– A mí tampoco me gusta, pero tengo que mantenerle.

Lo decía con la misma sonrisa amable con la que cotillearía el desliz de una amiga, tomó un sorbito de té desplegando el meñique, totalmente desconcertado volví a mi mesa, pensé en el infernal viaje de regreso con René volviendo a poner las cadenas y echando alcohol al radiador para que no se congelara el agua, me estaba bien empleado por salirme del carril, al poco entró un individuo con un Promesa en la mano, no era don Antonio sino uno de sus empleados según me explicó, ya lo había reconocido de la otra vez, antes de abandonar el Roma se lo pregunté:

– ¿Conoces a la de negro?

– Sí, claro, es la hija de don Tesifonte, el marqués de Torrealdea.

– Pues es un putón de órdago.

– Eso dicen.

– ¿Y el otro?

– Su marido, también es título.

– Joder con la nobleza.

– Dicen que sólo se tira a los forasteros, dicen pero no sé, la gente muchas veces habla por hablar.

En la oficina de Comercial Hispania, «pase sin llamar», me aguardaba don Antonio Díaz con una amabilidad distanciada, observé un orden impecable en mesas y ficheros, se veía que era alguien, sobre la mesa de su despacho dos fotografías, una del Santísimo Cristo de las Injurias y otra de su familia, él, su mujer y siete hijos, seis niñas y el pequeño, un niño, supuse que si no le llega a nacer el varón hubiera seguido insistiendo indefinidamente, también le veía hombre de carácter, pidió una muestra molida del cargamento y la pesó en un litro de cobre, 3,350 kg., eso suponía una ley de ochenta unidades o más, en clave W. W., se mostró satisfecho y de la caja fuerte sacó trescientas mil pesetas, en el wolfram no había giros, letras, cheques ni nada que no fuera a tocateja, contante y sonante, es un fenómeno extraño, aquel dinero no me emocionaba en absoluto, era como ver un cuadro en un museo, me figuro, en mi vida había pisado un museo, sabes que no lo vas a colgar en la pared de tu casa jamás, el dinero pasa a ser una obra de arte y uno tiene cosas más inmediatas y rupestres de que ocuparse, contarlo, por ejemplo, un caballero no te va a meter ningún fajo capado, nueve billetes en lugar de diez, pero nunca se sabe, me llevó un buen rato el contarlo.

– ¿Volveremos a vernos?

– Supongo.

– Eso espero. Salude de mi parte a mister White, no le conozco y me gustaría hacerlo personalmente, algún día será.

Pensé en el alocado plan de Jovino y llegué a la conclusión de que, si por casualidad salía a flote, don Antonio era nuestro comprador idóneo, lo tanteé por si acaso.

– ¿Y si vengo por mi cuenta?

– Para el buen wolfram, la Comercial siempre tiene sus puertas abiertas.

Capítulo 26

La primavera y las cerezas se hacían de rogar, el tiempo era frío y seco, todavía quedaba nieve en las vaguadas altas de umbría, Jovino se frotó las manos a medias satisfacción y calentamiento, no necesitaba ya de la lluvia para localizar los airosos muslos de La Meona, los tenía allí, abiertos sobre su cabeza, propicios para alzarse al pilón de tan fabulosa dama, no le podían fallar los cálculos, todos los yacimientos con telanga de la peña apuntaban a la lúbrica grieta, Carín le miró sorprendido.

– ¿Aquí? ¿No es lo de doña Oda?

– Sí, pero no lo comentes ni con tus muertos, desgracias, ver, oír y callar, ¿comprendido?

– Comprendido. Tú eres el jefe.

Pues por eso, no lo dijo en voz alta porque el viento le heló las palabras, después sí, «manos a la obra», se las sacudió en la zamarra, lo mismo hizo Ricardo, y se pusieron a barrenar, el manco sujetó el hierro con pulso firme, debía de ser verdad eso de que los de Quilós valen por dos pues resistió todos los impactos de la maza sin variar de postura. Terminado el encastre Jovino se sacó de los calzones el cartucho de dinamita, perfecto, el calorcillo del roce carne y franela lo conservaba en buen estado, no había sudado ni una gota de glicerina, un truco de viejo zapador. Colocaron el barreno sin otro inconveniente.

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