Raúl Garrido - El Año Del Wolfram

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El wolfram es un elemento básico en tiempo de guerra, el acero de las armas lo necesita. En la primera mitad de los años cuarenta se descubre este mineral en el Bierzo y, si los alemanes lo pagan bien, los aliados mejor, para que no llegue a manos del III Reich; la gente sube a la peña del Seo provista de pico, pala y pistola. En los años del hambre uno podía hacerse rico de golpe con un mínimo de suerte y un máximo de audacia. Ausencio sube a la peña en busca de su fortuna, de su identidad perdida y de su amor imposible. Las leyendas de tesoros ocultos se entremezclan con el recuerdo del oro romano de las Médulas y la misteriosa realidad del Inglés con la clara premonición de la Bruxa. "El año del wolfram" fue un tiempo mágico, un espejismo brutal, una historia cuyo desenlace se resuelve en sucesivos desenlaces insólitos. El elón alado, dulce compañía de Olvido, existe, la verdad no es siempre verosímil.

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– Nada más lejos de mi intención que amargarle el día, don Ángel.

– Don Anselmo, en el santuario de la Angustia, en la puerta de orden, ¿no hay un relieve del Niño Jesús jugando a cartas con san Antonio que por más señas tiene el cuatro de oros en la mano?

– Sí, ¿por qué lo dice?

– Por lo de las interpretaciones, el juego está prohibido, pero si el Niño Jesús juega aquí, eso quiere decir que en Cacabelos no es pecado. Bueno, pues con el cerdo lo mismo.

– Vamos, que Cacabelos es puerto franco en lo que a moral se refiere.

– Exacto.

– Pues me quita usted un peso de encima, con lo que me gusta a mí el botillo.

– Un coñón el páter -intervino Isidoro Papalaguinda-. Con lo que hay que tener cuidado es con no castrarlos demasiado pronto, el cerdo entero crece más de prisa y con menos grasa.

– Igualito que el hombre.

Llamaban a mantel puesto. El veterinario quiso cerrar la broma con un toque técnico de prestigio.

– Para el Bierzo la mejor raza es la Yorkshire.

– Supongo que éste es hijo de mil leches, pero es un buen cerdo, ya se verá.

Tras los postres la sobremesa se estiró en una interminable ristra de café, copa, puro y meándrico despelleje de los ausentes, con ganas pero sin saña. El café es de puchero con achicoria, «buena para prevenir las afecciones cardiacas». La copa es del país: o anís Bergidum o coñac del que había traído don Ovidio, el factor, un aguardiente de vino bajo destilado con pota de goteo lento, «cosa fina».

– Del Barco de Valdeorras, que los gallegos se quejan mucho pero conservan el derecho a sus alambiques, no hay políticos como los gallegos.

– A los políticos ni mentarlos, por favor.

– A propósito, la radio anuncia una ofensiva aliada por el norte de Europa de mucho cuide.

Los puros son farias de La Coruña, buenas brevas pera, mejor liarlas con papel Bambú para que no se desflequen en los labios.

– Tenemos labor en la cocina.

Es Angustias la que se levanta, la siguen las demás mujeres, la tertulia es para los varones y si ellas se quedan no los dejan hablar con libertad. Ausencio prendió su mirada en la más joven.

– Despístate, ya sabes dónde.

– Disimula.

El humo de las farias se espesaba por momentos.

– ¿De veras no han oído lo de la ofensiva aliada?

– A los Estados Unidos no hay quien los pare, ésos acaban con la guerra antes del verano, y si no al tiempo.

– Los alemanes están a punto de inventar la bomba teledirigida infalible, si lo consiguen veremos quién ríe el último.

– Bah, las superfortalezas volantes americanas los están machacando.

– No insista en la política, Ovidio, por favor, es el tema ideal para depreciar una charla.

Intervino Gelón:

– Pues usted bien que se metía en ella.

– Estás ligeramente bebido, hijo, no sabes lo que dices, la política es para merluzos y cagatintas.

– Dicen que compraba los votos para Gil Robles.

Don Ángel pasó por alto la impertinencia de su hijo y siguió reflexionando en voz alta, su segundo vicio favorito entre los que podía practicar.

– La política es perversa en sí misma, propia de estúpidos fanatizados, me acuerdo de una frase definitiva del doctor Montequi, el mejor catedrático que he tenido en la carrera, no es que me enseñara en la cátedra, en la vida que es mejor aula, coincidimos en una mesa de bacarrá en Biarritz, no, en Estoril, y me lo dijo a propósito no sé de qué, mire usted, don Ángel, trataba de usted a sus alumnos, los políticos conservadores no se atreven a hacer algo por primera vez y los progresistas no se atreven a repetir lo que está bien hecho, luego no sirven para nada.

La voz de Gelón sonó estropajosa:

– Otros servimos para menos.

– Estás borracho como una cuba, deberías callarte.

Don Isidoro Papalaguinda trató de templar los ánimos.

– Todos lo estamos un poco, este vinillo pega de lo lindo.

– El doctor Montequi conocía bien a los políticos, no en vano trataron de seducirle para sus candidaturas, era un gran hombre, un químico de fama universal pero un mal jugador, le gustaba ganar.

– Hombre, a nadie le amarga un dulce.

– El jugador nato, el jugador jugador, juega por la ascesis de una experiencia vital inigualable, jugar en busca de beneficios es una horterada propia de mancebos. O de políticos.

Ángel Sernández hijo no estaba de acuerdo, el alcohol le removía el dormido poso de la mansedumbre y el resentimiento, su condición social le gustaba aún menos que su aspecto físico, era un derrotado sin revolución a la que apuntarse.

– El perdedor nato, el que pierde por comodidad, es un miserable.

– Hijo, te voy a preparar un agua tibia con sal, verás cómo te despeja.

Don Ángel abandonó la tertulia y se dirigió a la cocina a preparar el vomitivo, una turbamulta de mujeres maniobraba entre los despojos del cerdo y los restos de la comida, un espectáculo propio de los buenos tiempos perdidos y no por comodidad, lo que el anciano no había perdido eran los modales, el dueño de la casa no preparaba nada con sus propias manos, por eso reclamó ayuda.

– Olvidín. ¿Dónde está Olvido?

– No la hemos visto por aquí, don Ángel.

Tuvo un mal pensamiento.

– ¿Y Pepe? ¿Habéis visto a Ausencio?

– A ése menos, échele un galgo a los jóvenes.

– Maldita sea.

Están juntos y Dios sabe lo que estarán haciendo, se arrepintió del histriónico gesto de invitar a todos sus allegados, no se debe aproximar la yesca al pedernal, de golpe se le amargó el placer de la matanza, pensó lo peor y se dirigió al cuarto de los huéspedes, el de Olvido cuando se quedaba en Cacabelos, abrió de golpe la puerta y suspiró aliviado, la cama impecable, la colcha sin una arruga, de todas formas le urgía el localizarlos, se olvidó del agua y la sal.

– La ofensiva aliada no hay quien la pare.

Ausencio aprovechó el desconcierto político para abandonar el comedor de forma inadvertida, pasó por el retrete simulando una necesidad perentoria y después, libre de testigos, subió al desván procurando que el crujir de los escalones de madera no le delatase. Olvido le esperaba con los brazos abiertos, se abrazaron con la pasión de los clandestinos y la continencia de los castos, la alegría los hizo bailar cogidos de la mano, alocadas vueltas con las que ascendían a las nubes de un ensueño intransferible.

– Quieto, frena, nos van a oír.

– Cuánto tiempo sin vernos.

– Cuando no estoy contigo me siento vacía, no soy yo, si pudiéramos quedarnos aquí para siempre.

– En palacio.

El desván era una sucia zahúrda en donde se acumulaban muebles, bocoyes, damajuanas y otros inservibles objetos fuera de servicio, para ellos la gloria, ni siquiera los afectaba el ornamento de telarañas y el despavorido correr de los ratones.

– ¿Me quieres?

Recorrieron los tópicos del primer amor con la misma trascendencia con la que hubiesen cortado la cinta inaugural de la creación tras el séptimo día.

– Te quiero más que a mi vida.

Así hasta volver a la realidad inmediata.

– Anda que no he jugado yo aquí al escondite.

– De pequeño, cuando el padrino me amenazaba con encerrarme aquí por alguna travesura, me moría de miedo.

– Yo también lo tenía, con tantas historias de brujas y sacahúntos, ¿quién no?

– Jugaba a la busca de tesoros.

– Hay cada cosa…

Sobre mesas mal apuntaladas y en baúles sin llave, el caos de las reliquias de la familia Sernández, el esplendor hecho harapos, una espada con cabeza de dogo en la empuñadura y hoja roñosa, puede que de Cuba, un abanico raído, quizá de Filipinas, unas desportilladas tazas de té probablemente de la China, una bandeja de marquetería incompleta se suponía de Marruecos, un elefante cojo de vidrio a lo mejor de Murano, un zurcido mantón seguro que de Manila.

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