– Aquí es, mira ese buraco.
– Es una conejera.
– No importa, mira.
Tenían que hablar a gritos, tal era el estruendo del agua. La sentó en una roca, la ayudó a colocarse el sombrero, su centro de gravedad, y miró en la madriguera por no desairarla.
– ¡Aquí no hay nada!
Se arrepintió del nada pero ya era demasiado tarde, tenía que haber dicho cualquier otra cosa, mierda, según la leyenda el cofre más peligroso era el vacío, la nada arrastraría su espíritu al absurdo de un purgatorio eterno, la anciana perdió la voz, abrió la boca para gritar pero no emitió ningún sonido, las pupilas se le volcaron hacia dentro y se desmayó. Jovino se agachó a auxiliarla y fue entonces cuando sintió en la espalda el impacto de un chorro continuo, estaba seguro, levantó la vista con alegría y, en efecto, había localizado a La Meona, por encima de él se abrían los muslos mayestáticos de una mujer berroqueña, muchas veces se había visto en situación similar, absorto ante los separados muslos de mujeres de carne y hueso, blancas, negras, mulatas, árabes, chinas, flacas, gordas, reales o inventadas, pero jamás había sentido la gloria de un espasmo tan gozoso. La había localizado. Existía.
Conducía René, los baches me sacaban de vez en cuando de mi ensimismamiento pero regresaba de inmediato a él, volvía a recordar una salvajada tras otra, me dolía el alma por culpa de las atrocidades últimamente vistas, el alma si existe es el yo que te habla desde detrás de las pupilas cuando cierras los ojos, la mía no paraba de largar, en el azul del cielo un galfarro se precipitó como un proyectil contra un pajarillo, saltaron las plumas del pardal por el aire, que Dios exista ya es más dudoso, somos su obra y la naturaleza no es ética, el hombre mata, el pez grande se come al chico, el galfarro al pardal, el pardal al gusano y el gusano al hombre, el galfarro era un halcón peregrino, todo gris, de ser milano le hubieran brillado las plumas rojizas de la espalda, de existir Dios como nos lo describen sería un Ser más rencoroso que justo.
– ¿Tú crees en la justicia divina?
René se tomó un buen kilómetro para contestar.
– Yo, como mi abuelo, era francés, ya sabes, ¿no?, racionalista y tal, sólo creo en el dicho la dans sal de la pans, en español algo así como la danza sale de la panza.
– No es mal refrán para el hambre que se gasta.
– Hambre algunos, porque otros…
Señaló con el pulgar hacia atrás, por encima de su hombro, íbamos a Zamora con una tonelada de wolfram en la caja del Ford, yo llevaba una guía falsa en la cartera y por si había problemas administrativos con los de tráfico un fajo de verdes y otro de marrones, a distribuir según la complejidad del problema y el carácter de los motoristas, en última instancia imaginación, acelere y Star. Zamora no me gustó nada a pesar de sus muchas iglesias antiguas, la catedral tiene un divertido cimborrio que se parece al casco de los reyes godos según los dibujos del libro de historia, de vacaciones puede ser, la dicen movida, pero de rematador ni pum, demasiado pequeña y abigarrada, una encerrona, puede ser que en la mala impresión me influyera la melancolía del alma que venía arrastrando, además del miedo a fallar el trueque.
– Espérame aquí.
– ¿Cuánto tiempo?
– Hasta la puesta del sol, como las letras.
Comimos en Venta Juanita, en los viajes de remate comíamos como si nunca lo hubiéramos hecho, eso de ir a gastos pagos era una delicia, en la carta no tenías por qué preocuparte de la columna de los precios, le dejé allí a René, a las afueras, y tuve que cruzar andando toda la ciudad, otra circunstancia que tampoco me gustó, la cita era en el bar Roma, esquina de las calles Zapatería y Manteca, que el bar tuviera dos puertas sí me gustó, leería el Promesa hasta que entrara el señor don Antonio Díaz Diez del Moral con otro Promesa en la mano, en el bolsillo, donde quisiera, pero a la vista, don Antonio era el dueño de Comercial Hispania, S. A. y compraba para los aliados, o sea que pagaba como nadie, por lo visto era un tipo influyente, bien considerado, adicto al régimen, persona de orden y cofrade del Santísimo Cristo de las Injurias, el que el miércoles santo lucía el pendón de la cofradía bajo un capirote de pirulí, casi nadie al aparato.
– ¿Qué hora es, por favor?
Me asustó el crío, dicen que si te preguntan cosas por la calle es que tienes cara de buena persona, mal aspecto para mi negocio, aunque no era lógico que utilizaran niños para una trampa, lo espanté.
– Largo, humo. Las tres y media.
El Roma sí me gustó, muy concurrido, mucha gente y de mezcla, camioneros, estraperlistas, señoras y estudiantes, los más jóvenes jugaban al parchís, eso me hizo gracia, pedí un café con leche y dos suizos, dos por si se retrasaba el señor Díaz, y repasé al personal, me fijé en una pareja mayor, no tan mayor, de unos treinta, bueno, me fijé en ella, falda negra, suéter negro, chaqueta negra, medias negras, zapatos negros, melena negra y ojos negros que fascinan, lo demás también lo supuse negro, toda de negro y no iba de luto, se enredaron nuestras miradas y me costó sostenérsela, descarada, cuando acudieron las procacidades a mi mente se sonrió, entonces me refugié en el periódico, no podía distraerme con una misión tan delicada de por medio, concentré todo mi interés en la página de anuncios, mucho comercio y más bebercio. «Casa el Turco, especialidad en callos, pinchos morunos y café express. Confitería Somojeda; dulces variados, ultramarinos. Bar Nemesio; donde nadie es forastero, mariscos. Bodegas Guerra; vinos de la tierra, fábrica de licores, gran anís Bergidum. Sociedad de Socorros Mutuos La Obrera; café, bar, billares.» Una plaga de anuncios signo del progreso, por todas partes la palabra progreso. «El Progreso; artículos de cocina. Droguería Placer; para el hogar moderno. Hijos de Francisco Alcón; juguetería y explosivos. Tintorería Sáez; única en la provincia con instalación de lavado en seco. Peluquería Dionisio; higiénica, gran servicio y desinfección. Casa Cuesta; sombreros, tejidos, alpargatas, ventas por mayor y detall. Ramiro Viloria; reparación de automóviles, fundición de hierro. Mariano Arias; armería, máquinas de coser.» Era el hermano de José Carlos Arias, qué familia, ni los Bordelón. La de negro me brindó un cruce de piernas faraónico, mi vista se deslizó involuntariamente por entre sus rodillas, una descarada, volví al Promesa, en sus artículos y noticias el tema alimenticio era el que más preocupaba. «¿Cuándo se rebajarán los precios para disminuir el coste de la vida? El mercado de nuestra ciudad es terriblemente caro, ayer, en un establecimiento de la calle Capitán Losada, se han vendido tres pimientos por ¡una peseta!» Un robo, sin duda, menudos son los tenderos. «En el pueblo de Toreno de Sil, sustrajo en los días pasados el vecino del mismo, Lucio Díaz Fernández, un jamón y tres monedas de oro que guardaban en una bodega los hermanos Jesús, María y José Melgarejo, fue detenido el autor del hurto e ingresado convicto y confeso en prisión, recobrándose solamente las monedas.» Lo que me ponía más cachondo de la señora o señorita de negro era la presencia de su acompañante, el marido, novio o lo que fuera no se enteraba de la fiesta mental que nos estábamos dando, con las miradas se dicen cosas que no nos atrevemos a pronunciar en voz alta, se pasó la lengua por los labios y tuve que mirar a otro sitio para no explotar allí mismo, tenía unos labios más provocativos que los de Celia, la de Veariz, que ya es tener, miré la luna del escaparate rotulada con las letras amarillas y capitulares de «BAR ROMA», al revés se leía «AMOR RAB» con la barriga de las erres al otro lado, a lo ruso, se me ocurrió una frase capicúa, Roma es ese amor, por ser mía me pareció tan buena como la de dábale arroz a la zorra el abad, entró por la puerta de Zapatería y agitó el Promesa para que no me cupiese la menor duda, don Antonio, de corbata y colonia, me pareció un modelo de conservaduro, práctico y dueño de sí mismo, antes de sentarse ya me estaba dando órdenes.
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