– Buenas tardes, mister White.
– Herr Monssen. Herr Schneuber -fue el lacónico saludo de don Guillermo-. Debemos ser breves, esta reunión es muy peligrosa.
– De acuerdo, pero fue usted quien la provocó.
– Por necesidad.
– Explíquese.
– Dentro.
Los tres extranjeros pasaron al interior del edificio, bajo un tímpano de ángeles tocando el violín, y se detuvieron en lo que debió de ser el salón principal, el denominado la cocina de la reina por el próximo refectorio, allí estaban al abrigo de miradas indiscretas, de los oídos se refugiaron desde un principio manteniendo la conversación en inglés, sobre ellos una suntuosa cubierta cupular de madera carcomida, por entre las nervaduras zureaban las palomas.
– Han faltado al compromiso de dividir las zonas de influencia.
– Insisto en que se explique.
– La comercialización del valle corre a mi cuenta, ¿no es así?
– Cierto.
– Ustedes se responsabilizan de la producción de Casayo, ¿no es así?
– También cierto.
– Pues no quiero más obstáculos a mis envíos.
– ¿A qué obstáculos se refiere?
– Por favor, seamos serios.
Friedrich Schneuber trató de ser amable.
– Sus envíos me son tan ajenos como la producción de Mittelwerke, palabra. Lo cual no quiere decir que no me preocupe.
– ¿Entonces por qué se obstaculizan?
– Es que hay viajes que no entendemos muy bien, señor William White, y no me gustaría tener que intervenir en mi calidad de agente de la Geheimme Staas Policen, ¿sabe?
Habló Helmut Monssen, quitándole la palabra a Schneuber, y sus gafas brillaron por un reflejo casual que acentuó el tono de amenaza. Don Guillermo suspiró tomándose un tiempo de reflexión, a través del mirador el antiguo claustro ofrecía el decepcionante espectáculo de un huerto de lechugas y nabizas.
– Están perdidos en los montes de la Cabrera y no parecen conocer las actuales dificultades del Tercer Reich.
– Se equivoca, las conozco.
– No, no me equivoco, las dificultades de financiación son absolutas y yo debo solucionarlas a mi modo, sacando dinero de donde lo hay.
– ¿Y hasta qué punto su heterodoxo método es imprescindible?
– Es totalmente imprescindible.
– Y muy peligroso.
– ¿Qué no es muy peligroso hoy en día?
– Está bien, de acuerdo, cargue con su responsabilidad. Se acabaron los obstáculos.
– Confío en su palabra.
– Lo cual no quiere decir…
– Por favor, sé a lo que me arriesgo.
Una vez aclarado el asunto el Inglés quería quitárselos de encima cuanto antes, caminó por el borde de sarcófagos de abades carracedanos y pasó a la biblioteca, los preciosos volúmenes, incunables y no incunables, se desplomaban por anaqueles y suelo víctimas de la chiquillería, con sus hojas de pergamino hacían teléfonos de juguete, tapaban un bote y con un bramante lo unían a otro, la transmisión del sonido era bastante buena.
– Esta gente es tan noble como inculta, no sabe cuidar de su patrimonio artístico.
– Y menos mal que no han metido el campo de fútbol en el castillo templario como querían algunas fuerzas vivas.
– A propósito, si necesita ayuda podemos hablar con don Carlos Arias Navarro, el gobernador civil.
– Gracias, pero déjenlo en mis manos, ya hablaré yo con quien necesite.
– Le veo muy puntilloso.
Mister White prefirió cambiar de tema.
– ¿No quiere llevarse un libro de recuerdo? Mire éste, Controversiarum forensium, de Francisci Nigri Cyrianci, Mantua Idibus Aprilis de 1638. Tiene unas ilustraciones bellísimas.
– Me parece un acto de barbarie.
– Se lo van a comer las ratas.
Boom reforzó el argumento mordisqueando un legajo.
– Sí, es precioso, me lo llevo.
– Salgan ustedes antes, será mejor que no nos vean salir juntos.
Antonio Mourelo comentó la reunión en la taberna, se inventó un tratado de paz, un contubernio en la cumbre, pero como tenía fama de tolo no le dieron mucho crédito.
– ¿Y qué más hicieron los alemanes, Galochas?
– Se mangaron un libro.
– ¿Y el Inglés?
– Ése nada, que te es muy formal.
El chillido del cerdo es sobrecogedor, para romper los nervios del no habituado, y no chilla cuando le hincan el hierro sino antes, extraña el que le hayan tenido un día en ayunas y más la amanecida con cuatro mozos sujetándole de las extremidades, el cerdo chilla ante la proximidad de la muerte, el hombre sabe acogerla con la boca cerrada, la ventaja del cerdo es que no posee conciencia del fin, los animales dejan la vida sin saber que la dejan, pero lo hacen chillando, el hombre, en cambio, algunos hombres, a pesar de saber consiguen mantenerse en silencio, chilla con su sirena aguda, sobrecogedora, cuando lo tumban sobre una masera invertida y sólo calla cuando el acero de Villa, el matarife, le atraviesa el cuello con sabio golpe.
– Así fueras quien yo me sé.
Salta el chorro fresco y cálido de la sangre como de un surtidor y Nice, al quite, la recoge en un cuenco de madera en el que ha depositado varias rodajas de cebolla, la agita para que no se coagule, la primera sangre es la ideal para hacer filloas, delicioso postre, especie de cr ê pes con sangre de cerdo en lugar de Grand Marnier, por eso no se flambean.
– Tú sí que respiras por la herida, ladrón.
– Alegría, que hay comida.
– Canta, Villa.
Aires de fiesta soplan en el patio, al abrir las entrañas del animal el vaho de las vísceras calientes estimula los instintos más elementales, inició Villa el cántico y lo corearon los mozos.
O carallo xa morreu, o s collons están de luto.
Abre as pernas María p ra enterrar a este defunto.
– Un respeto, que hay señoras.
– Por mí no se preocupe, páter, mire, le voy a hacer un botillo para chuparse los dedos, ni en Bembibre lo hacen como servidora.
El botillo es el embutido berciano por excelencia, huesos no mondos con pimentón en intestino grueso, curado al humo durante un par de meses, se sirve con grelos y patatas cocidas.
– Y chorizos, no hay que olvidar los chorizos.
El padre Anselmo, coadjutor del Santuario de la Santísima Virgen de la Quinta Angustia, se arremangó la sotana para no mancharla de sangre y recitó de memoria:
– Éstos son los animales que podréis comer; el buey, la oveja, la cabra y el carnero, el ciervo, la gacela y el corzo y el antílope, y todo animal de pezuñas que tiene hendidura en la pata y que rumiare, ése podréis comer. Pero éstos no comeréis, entre los que rumian o tienen pezuña hendida: camello, liebre y conejo; porque rumian mas no tienen pezuña hendida serán inmundos; ni cerdo porque tiene pezuña hendida mas no rumia, el cerdo os será inmundo y de su carne no comeréis…
– Vamos, páter, ésa es ley de sarracenos y a los moros ya los expulsamos hace tiempo.
– Lo dice la Biblia. Deuteronomio, catorce, cuatro, ocho.
Isidoro Papalaguinda, veterinario, no se dio por vencido.
– Pero la Biblia hay que interpretarla a la luz de la ciencia, se referirá al cerdo macho no castrado, que el sabor de verraco no le pinta a nadie.
– Yo me limito a citar el texto bíblico, de ciencia no quiero saber nada, no quiero condenarme.
– Y usted qué dice, don Ángel, que sí es científico.
– Que no me voy a dejar amargar la matanza. Estoy rodeado de los míos, de amigos y familiares, y la Biblia puede decir misa.
El farmacéutico se sentía feliz, los había invitado a una comida de los viejos tiempos, a todos sus allegados por familia, servidumbre o amistad, desde Villafranca a Quilós, con la única excepción de Enedina, la Bruxa, la muerte le había evitado el compromiso de un desaire, se la encontraron muerta, sentada en su sillita de enea, la víspera de San Roque, tal y como ella misma se lo pronosticó.
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