Raúl Garrido - El Año Del Wolfram

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El wolfram es un elemento básico en tiempo de guerra, el acero de las armas lo necesita. En la primera mitad de los años cuarenta se descubre este mineral en el Bierzo y, si los alemanes lo pagan bien, los aliados mejor, para que no llegue a manos del III Reich; la gente sube a la peña del Seo provista de pico, pala y pistola. En los años del hambre uno podía hacerse rico de golpe con un mínimo de suerte y un máximo de audacia. Ausencio sube a la peña en busca de su fortuna, de su identidad perdida y de su amor imposible. Las leyendas de tesoros ocultos se entremezclan con el recuerdo del oro romano de las Médulas y la misteriosa realidad del Inglés con la clara premonición de la Bruxa. "El año del wolfram" fue un tiempo mágico, un espejismo brutal, una historia cuyo desenlace se resuelve en sucesivos desenlaces insólitos. El elón alado, dulce compañía de Olvido, existe, la verdad no es siempre verosímil.

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Sobre el olor de las velas y el tufillo residual de la pólvora se impuso la pestilencia del miedo, los cuatro se fueron con andar patético hacia Genadio como si fueran marionetas, el mismo andar desarticulado. Los de la bufanda sacaron unas cuerdas que llevaban para tal propósito y les ataron de una forma original y práctica, los brazos a la espalda y de cada brazo un nudo corredizo al cuello de su involuntario compañero, en piña, de no andar al unísono se ahorcarían.

– Estos cerdos son casi tan culpables como el cocho de Recesvinto y el casi los puede salvar, eso depende de vosotros. A ver, que levanten la mano sus parientes y amigos.

Una cínica sonrisa cruzó el rostro de Genadio, la del escepticismo en la amistad, algo que justificaba su falta de esperanza, sólo pudo contar cuatro brazos en alto, los de las cuatro esposas.

– Para salvarlos tenéis que reunir cada una dos mil pesos, podéis salir a buscarlos, pero que no se os ocurra ninguna otra gestión o morirán en un decir Jesús, tenéis media hora.

– Por amor de Dios, ¿de dónde vamos a sacar las diez mil pesetas?

– Estáis perdiendo un tiempo precioso, ya cuenta el primer minuto, largo que para luego es tarde.

– Perdona a mi Rubino, él no quería firmar, fue el cura quien…

– ¡Largo!

Salieron las mujeres. A un gesto de Charlot, un agitar el brazo que recordaba al artista cómico, sus secuaces actuaron según una maniobra convenida de antemano. Uno introdujo a los prisioneros en la sacristía, no volvió a salir. Otro abandonó la iglesia y tampoco se le volvió a ver más. El tercero se quedó de guardia paseando por el pasillo central de la iglesia. Genadio se sentó en el sillón mayor, bajo el retablo barroco, y fue como un permiso, como si hubiera terminado el evangelio, los feligreses se sentaron en los bancos corridos a esperar la media hora más larga de sus vidas, por lo menos tan larga como otras que habíamos pasado en la guerra, los demás hombres no sé qué sentirían, pero sobre mi piel el olor del miedo cristalizó como una coraza, me recubrió con el caparazón de un cangrejo, me convirtió en un cangrejo miedoso, Charlot actuaba y yo veía la película, era un espectador neutral que nada podía hacer para variar el argumento, lo malo es que no estaba sentado entre las sombras de un cine para poder ocultar así mi miseria.

– Somos unos cobardes.

– Calla que te pierdes. Ellos se lo han buscado por meterse en política.

– Callaos, coño, no liarla.

Don Pancracio, el maestro, levantó la mano como cuando uno de sus alumnos le pedía permiso para ir al water, san Pancracio bendito, la letra con sangre entra, le entraría la urgencia de su responsabilidad, probablemente fuera la única persona con estudios de todos los allí reunidos y eso siempre inspira cierto respeto, la prueba es que Genadio le habló de usted.

– ¿Qué quiere?

– No soy quién para decirlo, pero se ha derramado la sangre de Cristo y eso, para los creyentes, es una profanación, si no te importa trataría de recogerla.

– Hágalo si gusta, para mí no es más que vino aguado.

– Con tu permiso.

Don Pancracio subió al altar, con una delicadeza insospechada en sus principios didácticos tapó el rostro del sacerdote con el paño de las vinajeras y después, rezando, eso hacía suponer el movimiento de sus labios, con el copón, trató de recuperar el líquido vertido sobre el cadáver, imposible, lo que sí escurría por las tablas era la sangre de don Recesvinto, un charco en lento crecimiento, tras varios intentos sin atreverse a tocarlo con las manos, prefirió conservar el resto que aún quedaba en el cáliz, se incorporó y, solemne, lo dejó en el centro del altar. La idea del sacrilegio había pasado inadvertida tras el impacto del miedo físico y ahora planeaba por la iglesia responsabilizando a los presentes de una culpa más.

– Si no te importa podría…

– ¿Qué más quiere ahora?

– Pasar el cepillo de las limosnas, lo que se saque puede ayudar a la salvación de esos cuatro desgraciados.

– Hombre, eso sí que me parece bien. Ya lo habéis oído, a rascarse el bolsillo y recordad lo de amarás al prójimo como a ti mismo. No los vais a dejar morir, ¿verdad?

El maestro inició la lúgubre colecta, manos nerviosas dejaban caer la limosna tratando al mismo tiempo de ocultar el óbolo, una lenta procesión, un continuo sonar a hueco de la caja, pensé en los cuatro hombres, allí, en la sacristía, rodeados de exvotos, pies, corazones y demás vísceras de cera recordándoles la proximidad de la muerte si no intercedía un milagro, para su desgracia el rescate no era la especialidad de la Virgen de Dragonte, nosotros podíamos hacer algo más, sí, tenía varias pesetas sueltas y una sábana de quinientas, toda mi fortuna, la veinteava parte de la vida de un hombre, don Pancracio agitó el cepillo reclamando mi atención, por un segundo pensé lo peor, en soltar la calderilla, ademán cobarde, miserable, fue un solo segundo, por mí no iba a quedar, me quedé sin cinco, siguió el maestro el itinerario y por primera vez desde que comenzó el encierro sentí un ligero alivio en mi conciencia, si hubiera cundido la generosidad a lo mejor alcanzábamos el precio de un hombre, me descorazonó el susurro de un comentario.

– No saca ni para tabaco, ya lo verás.

– Ya. Somos pobres pero roñas.

Cuando dejó el cepillo sobre la mesa auxiliar, sopesándolo con cierto desánimo, una viejecita de pelo blanco, desde la primera fila, le chistó a don Pancracio.

– Dígale si podemos rezar el rosario.

Charlot se enfureció.

– Pero bueno, ¿qué se han creído que es esto?

– No es mala idea, nos tranquilizaría los nervios.

Se iba a cumplir la media hora, Genadio lo comprobó en su reloj de plata con iniciales de otro dueño, no corría ningún riesgo, al contrario, el rumor de la cantinela daría una mayor naturalidad a la iglesia que aquel ominoso silencio en el que destacaba la llantina de un niño de meses, a la madre se le había cortado la leche y no sabía qué hacer para calmarlo.

– Tiene razón la abuela, pueden rezar.

– Misterios dolorosos del Santísimo Rosario, primer misterio, oración y agonía de nuestro Señor Jesucristo en el huerto. Padre Nuestro que estás en los Cielos…

Dios te salve María, Dios te salve, te salve, salve, la cadencia monótona de la oración, repetitiva, tenía un efecto hipnótico en el que resultaba placentero abandonarse, no se pensaba en otras cosas, Dios te salve, hasta los hombres respondían sumisos la palabra salve sin recapacitar en el significado de la misma, tan gastada, simple música de percusión, un refugio mental.

– ¡Silencio!

Se levantó Genadio, no se sabe si porque la media hora había cumplido o por alguna señal a nuestras espaldas que no pudimos observar, el caso es que se abrió la hoja menor de la puerta grande y entraron las esperadas mujeres, el rostro tan descompuesto que de encontrarlas así al anochecer, en el bosque, hubieran ahuyentado al más audaz de los violadores, lo supimos nada más verlas, malas noticias, no habían reunido el dinero, se postraron en los escalones del altar a los pies de Charlot, ajenas al cadáver del párroco, el charco de su sangre ya coagulado, cada una argumentando su exiguo fajo de pesetas, quitándose la palabra la una a la otra.

– No tengo más, no pueden prestarme más.

– A mi Rubino, salva a mi Rubino.

– Calma, calma, a ver cuánto suma lo de las cuatro. Usted, don Pancracio, cuente mientras lo del cepillo.

No había mucho que contar, la espera se hizo nerviosa como en la lotería de Navidad cuando por la radio se espera la salida del gordo, hasta sonaron las cifras con la misma voz de los niños huérfanos de San Idelfonso.

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