Raúl Garrido - El Año Del Wolfram

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El wolfram es un elemento básico en tiempo de guerra, el acero de las armas lo necesita. En la primera mitad de los años cuarenta se descubre este mineral en el Bierzo y, si los alemanes lo pagan bien, los aliados mejor, para que no llegue a manos del III Reich; la gente sube a la peña del Seo provista de pico, pala y pistola. En los años del hambre uno podía hacerse rico de golpe con un mínimo de suerte y un máximo de audacia. Ausencio sube a la peña en busca de su fortuna, de su identidad perdida y de su amor imposible. Las leyendas de tesoros ocultos se entremezclan con el recuerdo del oro romano de las Médulas y la misteriosa realidad del Inglés con la clara premonición de la Bruxa. "El año del wolfram" fue un tiempo mágico, un espejismo brutal, una historia cuyo desenlace se resuelve en sucesivos desenlaces insólitos. El elón alado, dulce compañía de Olvido, existe, la verdad no es siempre verosímil.

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– ¿Y ahora, qué?

Un silencio de muerte.

– Arriba, si podemos.

Los dos hombres se levantaron sirviéndose el uno al otro de precarias muletas.

– Han sido los del Gas.

– A estos tíos hay que aplastarlos como a cucarachas.

– Jovino, si te decides a matar a alguno de ellos cuenta conmigo.

– Tú eres quien debe vengarse.

– Si tuviera valor mataría al Mediocapa, si…

Las palabras se le bloquearon ante el supremo espectáculo de la miseria humana, trágicas siluetas avanzaban entre la niebla, las aves carroñeras, emigrantes sin fortuna en sus lugares de origen, sin suerte en la búsqueda del mineral, sin coraje para enfrentarse con la derrota, reclamaban las vísceras del cadáver, todo les servía, una manta rasgada, una silla coja, un jabón pisoteado, todo, hasta las fotos familiares. Noctámbulos espectros deslizándose impunes alrededor de la pareja tullida. Los vecinos seguían aculados, mudos tras las cortinas de las ventanas sin encender.

– ¡Dios! ¡Baja aquí si eres hombre!

El solar quedó liso y desnudo, sobre él tan sólo la cama de matrimonio en la que Leonora, abrazada a su hija, le velaba el sueño tapándole los oídos y susurrándole la salmodia interminable de la misma canción de cuna. Una sombra más en la noche de endrina, para el Mayorga su mujer, al raso abierto, se convirtió en la octava maravilla del mundo. Los jardines colgantes de Semíramis, los muros de Babilonia, las pirámides de Egipto, la estatua de Júpiter olímpico, el Coloso de Rodas, el templo de Diana y el sepulcro de Mausoleo, se las sabía de memoria por los cromos del chocolate Nestlé de antes de la guerra, el álbum también había desaparecido.

Capítulo 17

Salí con buen ánimo, las instrucciones del inglés White tan bien memorizadas como la tabla del cinco y tascándome los nervios, una noche decisiva. Lo primero seleccionar el vehículo, me fui con don José Carlos Arias en persona al galpón de Montearenas que le servía de garaje, el guarda con banderola de jurado nos dejó pasar, no faltaría más, lucía una escopeta juve pero no gastaba cartuchos de sal, seguro, no es que yo fuera un experto pero sabía lo que quería, me enamoré a primera vista del Ford LE-2076, dos ejes, cinco toneladas y ocho cilindros a gasolina, «el combustible es aparte, gasta lo que te dé la gana de esos bidones, pero se mide al milímetro, con ellos tiene una autonomía de dos mil kilómetros», de sobra, no es que el Bedford, el Hanschel y el Chevrolet tuvieran mala pinta, es que los neumáticos del Ford estaban tan nuevos y relucientes, con el dibujo tan marcado, que entraban ganas de acariciarlos, firestones a estrenar, de contrabando, de Portugal, un vicio acostumbrado como estaba al parche, vulcanizado y recauchutado, miré al chófer y me lo confirmó con un imperceptible parpadeo, es el mejor, el chófer era René, uno de los de confianza del Arias, le llamaban el René como si fuera un apodo y era su verdadero nombre, su abuelo materno fue uno de los franceses que llegaron a Villafranca a instalar la fábrica de conservas y allí se quedó por matrimonio con una muchachita de Santa Fiz del Seo, de allí era René Couceiro Limousín, tendría a lo sumo un par de años más que yo, me alegré, íbamos a formar equipo y la lucha de clases es moco de pavo si se la compara con la generacional.

– A los mayores no hay quien los entienda.

– Y en este negocio menos, el que hoy te fríe una corbata, mañana te plancha un huevo.

Nos despidió Arias con uno de sus tópicos:

– Suerte y toreo de salón, todo lo que se salga del programa es verídicamente falso.

Tomamos carretera y manta hacia Toral de los Vados, a cargar lo del depósito de Eloy Pousada, la luna llena es mala para enamorados y contrabandistas pero a mí me asentaba el espíritu por su eterna sonrisa de cómplice bondadoso.

– ¿Tú crees que don José Carlos está en sus cabales?

– Tiene un decir tonto, pero es más listo que el hambre. Ése, donde no llega manda recado.

Lo de Toral fue coser y cantar, no ofreció ninguna pega, al contrario, el Perrachica lo tenía todo previsto.

– Suerte, Ausen.

– La llevo puesta.

Me golpeé el bolsillo de la pistola.

– Que no la necesites, digo.

De allí nos fuimos a Los Barrios, entraba ya en la jungla desconocida, no conocía al enlace, Antonio Yebra, el ebanista, pero me lo sabía de memoria, cinco por tres quince, Los Barrios son en realidad tres pueblos, Villar de los Barrios, Los Barrios de Salas y San Esteban de Valdueza, el tal Yebra nos esperaba en el primero, en una casa palacio con escudo nobiliario, paredes de piedra y pizarra, marcos y dinteles de granito, había muchas casas solariegas del mismo tono que me recordaron a las de la calle del Agua de Villafranca, el ebanista tenía una cara simpática, inspiraban confianza sus anteojos de miope.

– ¿Cargamos?

– Estoy en lo que estoy porque los tiempos no dan para carpintería fina, de lujo, que es lo mío, muchacho.

– Sí, ya, pero ¿dónde está la carga?

– Pasad dentro. Si esta puerta hablara, ha visto el desfile de tantas fortunas.

– ¿Esto?

– Sí, claro.

– Oiga, esto no es wolfram.

Las gafas son muy traidoras, nunca debe fiarse uno de su apariencia.

– Chelita y de la buena, mira.

Se agachó y con una de las lajas rascó el suelo, la raya de color chocolate era el control de calidad.

– Está bien, que lo carguen por separado, al fondo de la caja.

Mientras se llevaba a efecto la maniobra se empeñó en invitarnos a un trago, tenía el porrón dispuesto y ganas de hablar no le faltaban, era un hombre solitario, viudo y sin hijos, al que el caserón se le caía encima.

– Perteneció a las Corralas, ¿sabéis? Las solteronas más ricas de por aquí, los corrales de las Corralas eran famosos por su lanar y vacuno, toda una fortuna, pero su riqueza más propia era el tesoro del Temple, así, como suena, lo tenían enterrado en el sótano de este edificio y viviendo las tres solas pasó lo que tenía que pasar, un día amanecieron muertas, la gente entró a saco y desvalijar ya desvalijaron, pero el tesoro no apareció.

– Y se acabó la leyenda.

Si los tesoros ocultos del Bierzo aparecieran de golpe, todos sus ciudadanos viviríamos sin necesidad de trabajar por los siglos de los siglos, la abuela de don Ángel tenía otro en su casa del Folgoso que tampoco aparecía por parte alguna, cuando ardió la casa por culpa de un brasero mal apagado, el desván empezó a chorrear oro líquido, el que no tiene un tesoro oculto es porque no quiere.

– No apareció, pero al poco muchas familias de Los Barrios que estaban a dos velas empezaron a comprar fincas y a gastar carruaje y ropa cara.

Por el teso de las Corralas ardían los candiles de los buscadores, hacían a floreo y apaño, se conoce que a ellos no les había llegado el reparto del tesoro templario, algunas calicatas se llevaban el huerto del vecino por delante, el fiandón de la noche de San Esteban no estaría más concurrido.

– ¿No vienen los civiles por aquí?

– Vienen, pero hay acuerdo.

– Tenemos que irnos.

– Para mí que se las cepilló el ama de llaves, las doñas Marisol, Mariluz y Marialba eran muy golosas, les preparó una mermelada con las cerecillas del tejo de Valdueza y ese fruto revienta a un caballo, desapareció la muy y dicen haberla visto por Lugo, que compró piso y comercio, una mercería de postín, ¿con qué, si no?

Le dejamos con la palabra en la boca, el hombre era simpático pero lo de la chelita no me había hecho ninguna gracia, sería buen mineral, no sería un equívoco como el de las gafas, pero me inquietaba porque no lo dominaba como el wolfram, en la peña no había tungstato de calcio. Subíamos a la Cabrera, a la mina José de don Trinitario González.

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