Raúl Garrido - El Año Del Wolfram

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El wolfram es un elemento básico en tiempo de guerra, el acero de las armas lo necesita. En la primera mitad de los años cuarenta se descubre este mineral en el Bierzo y, si los alemanes lo pagan bien, los aliados mejor, para que no llegue a manos del III Reich; la gente sube a la peña del Seo provista de pico, pala y pistola. En los años del hambre uno podía hacerse rico de golpe con un mínimo de suerte y un máximo de audacia. Ausencio sube a la peña en busca de su fortuna, de su identidad perdida y de su amor imposible. Las leyendas de tesoros ocultos se entremezclan con el recuerdo del oro romano de las Médulas y la misteriosa realidad del Inglés con la clara premonición de la Bruxa. "El año del wolfram" fue un tiempo mágico, un espejismo brutal, una historia cuyo desenlace se resuelve en sucesivos desenlaces insólitos. El elón alado, dulce compañía de Olvido, existe, la verdad no es siempre verosímil.

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– Que sí, Reces, pero atiende a lo que estás o me ahorcan el seis doble.

El que no falló fue el fotógrafo, allí estaba con sus dos paneles a elegir, el del avión y el del banquete, tenía una moral a prueba de bombas, hasta que no retratase a todos los bercianos no se marchaba a Orense, no solía dejar rostro inédito tras de sí.

– Vamos, anímese, hágase inmortal por muy poco dinero. En cartoné por poco más.

Paseaba junto a Olvido sin atreverme a coger su mano en público, nos podían ver, lo suficientemente juntos para que nuestros brazos pudieran rozarse sin querer, queriendo, el roce de su piel compensaba los malabarismos de la cita.

– ¿Qué, no os hacéis una en el aeroplano adelantando el viaje de boda?

– Qué cosas dice, don Domingo.

– Coño, Chomin, ¿qué hace usted por aquí?

– Divertirme y santificarme, donde hay gente allí estoy yo.

Era el representante de Éibar, bisutería fina, las armas en la trastienda, estaba en todas partes y en ninguna, siempre con la frase adecuada para encandilar al respetable, para presumir de mundo.

– Conozco fotos más divertidas, en San Juan de Luz vi un cuadro con una pareja en canicas, tapándose las partes pudendas con las manos, pero ella con las catalinas al aire.

– Es mentira.

Sonaron las campanas con el segundo aviso. «Mentira», repitió Olvido poniéndose los manguitos, no podía entrar en la iglesia con los brazos desnudos, y arreglándose el velo, tampoco podía entrar descubierta.

– Verdad, los franceses son unos cachondos.

– Y usted un poco fresco, ¿eh?

– Venga, Olvido, no seas antigua.

Subían los últimos comprometidos, los que habían hecho promesa de subir a la Virgen si ponía remedio a la fiebre rebelde, al hueso descoyuntado, a la tuberculosis galopante o a cualquier otro mal imposible, casi todos jóvenes, la promesa la solía hacer la madre en su nombre y después no les quedaba a ellos más remedio que cumplir, una regla tácita del sacrificio era subir andando desde su lugar de origen, de rodillas el último kilómetro, más liso por la abundancia de pisadas y por el barrido del día anterior para que no se descalabrase ninguna rótula y no fuera peor el remedio que la enfermedad, cerró la comitiva una mujer que ya no cumpliría los sesenta, enlutada, el rostro contraído por el dolor, sudando, y eso que la llevaban cogida por los sobacos sus dos hijos para que no desfalleciera, ella había prometido que de rodillas y así iba al aire, una levitación tramposa pero bien intencionada.

– Vamos dentro.

– Sí, hasta luego.

Con el campaneo del tercer aviso entramos todos en la iglesia, el último repique coincidió con las doce en punto. Precedido por dos monaguillos de alba blanca y faldón rojo salió don Recesvinto con la espectacular casulla verde de tal ocasión, la esperanza es la principal de las virtudes teologales, argumentaba, confiad en la Virgen intercesora. Ocuparon su sitio tras el altar y comenzó la misa, me separé de Olvido y el hecho circunstancial me dolió como si no tuviera remedio, algo nefasto se interpondría entre nosotros por los siglos de los siglos y que nadie diga amén, las mujeres tenían que ocupar la mitad delantera de la nave y los hombres la mitad trasera, los más jóvenes nos agrupábamos en los bancos próximos a la salida, el Marca, diario gráfico de los deportes, empezó a circular de mano en mano, en hojas sueltas, con disimulo, don Recesvinto era capaz de llamar la atención a gritos en medio del suscipiat.

– Pásame la de fútbol.

Escuchamos el evangelio en pie y nada más comenzar el sermón los que tuvimos la suerte de ocupar banco junto a la puerta nos deslizamos al atrio, a echar un pito al aire libre era un rollo que nos sabíamos de memoria, «por mal que vengan dadas, la esperanza en la Virgen de Dragonte os mantendrá firmes, a una madre intercesora ningún hijo le niega la súplica, Jesucristo cumple si el recomendado guarda la salud del alma», el párroco, por fervor religioso o simple venganza, había instalado un altavoz sobre el frontis de la fachada principal y no nos quedaba más remedio que escucharlo como música de fondo, vendía bien su producto, un día perfecto y tranquilo, nadie en lontananza, salvo los chamarileros que hacían guardia en sus tenderetes para que no se les distrajera la mercancía nadie alrededor, no se trabajaba ni en la peña, ni un movimiento de carruaje o persona, pitillo y poco más era el tiempo de la plática, se respiraba la tranquilidad de un día de fiesta y eso fue, después, lo que chocó a los testigos, no se veía a nadie y nadie los vio llegar.

– Aparecieron de repente, como por arte de magia.

Ocurrió en la consagración, todos los fieles de rodillas, la cabeza gacha, los más jóvenes por resabio del ejército con la rodilla derecha levantada, don Recesvinto alzó el cáliz y pronunció las palabras rituales:

– Sangre de Cristo…

Sonó un tiro y otro y otro y otro. Tan seguidos que no se pudieron contar, no más de seis pues el primero de los hombres que avanzaba por el pasillo esgrimía un revólver humeante con tambor de seis cartuchos y los tres embozados que le seguían lo que empuñaban eran escopetas de caza, una con los cañones recortados. Don Recesvinto se desplomó sobre el ara del altar y de allí al suelo a cámara lenta, los orificios eran negros, redondos, destacaban tétricos en la seda verde, la única mancha roja procedía del vino tinto del cáliz que se derramaba sobre su pecho, la sangre correría por debajo de la pesada casulla, un grito histérico de mujer, más gritos, llantos, todo muy rápido hasta que el hombre del revólver, los otros tres guardándole las espaldas, desde el altar, reclamó silencio.

– ¡Silencio!

– Le han muerto…

– ¡Silencio! No quiero oír ni una voz, aquí no ha pasado nada que no tuviera que pasar.

Se pudo oír el sorberse los mocos de un monaguillo y el susurro de alguien, el primero que lo reconoció.

– Es el Charlot.

– ¡Silencio he dicho!

A partir de ahí ni el volar de una mosca ni el tembleque de los pulsos propios. En efecto, era Genadio Castiñeira y rápidamente se asociaron las ideas, Evaristo, Varis el de la fonda no, el sacristán de Dragonte, había sido de su cuadrilla y el Charlot acababa de cumplir su promesa, la de responder diente por diente a cualquier delación, la venganza se había cumplido, pero una vez identificados persona y causa un terror más denso se apoderó de los feligreses, la ceremonia no había hecho más que empezar. A los otros tres no los reconoció nadie, llevaban la boina calada y la bufanda alta, hasta los ojos, un tapujo que sólo se explicaba por el miedo o la esperanza, Genadio iba a rostro descubierto porque ya sabía cómo iba a acabar y lo había asumido, no tenía miedo y tampoco ninguna esperanza de evitar el fin previsto.

– Quien a hierro mata, a hierro muere. Veamos.

Sacó un papel del bolsillo de la zamarra y lo desdobló con cuidado, demorándose en la operación. Carraspeó antes de leerlo.

– A cada cerdo le llega su san Martín, pero los ciudadanos honestos nada tienen que temer.

Posteriormente se adivinó, no fue difícil, que el tremendo papel era una copia de la declaración jurada que el juzgado de León pidió al párroco del pueblo, firmada por él y por cuatro cabezas de familia de la localidad adictas al régimen, un informe sobre la conducta política de Evaristo, acusado de espionaje y alta traición.

– Que vengan aquí y con los brazos bien altos. Rubino García Castro, hijo de Juan y Emérita, casado, agricultor, natural y vecino de Dragonte. José Olmos Navarro, hijo de José y Genara, casado, agricultor, natural de Chozas de la Sierra, vecino de Dragonte. Argimiro Fuentes Cañameira, hijo de Macario y Micaela, casado, agricultor, natural y vecino de Dragonte, y Longinos Fernández Couto, hijo de Dimas e Isidra, casado, empleado, natural y vecino de Dragonte.

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