Fernando Marías - El Niño de los coroneles

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El Niño de los coroneles: краткое содержание, описание и аннотация

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Premio Nadal 2001
El mal, la tortura, el endemoniado testamento de un hombre que parece mover los hilos de las vidas de los demás y la violencia que engendra la dictadura de los Coroneles en la isla caribeña de Leonito, son los ejes de la trama de esta novela que se plantea como una constante resolución de enigmas. A partir del encargo que recibe Luis Ferrer de entrevistar a un guerrillero indio se desarrolla una trama que transcurre en escenarios tan diversos como el París de la Resistencia, la Alemania nazi o la montaña Sagrada de los indios de Leonito… Dos hombres, dos destinos cruzados: el perverso Lars y el impostor ciudadano Laventier son los grandes protagonistas de una historia turbadora que consigue apretar las teclas exactas de la intriga. Será a través de Luis Ferrer que el lector conocerá a estos inolvidables personajes.

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Mi amistad con los Larriguera pronto se ramificó hacia las otras dos familias en el poder, las de José León Canchancha y Walter Menéndez. Los tres coroneles eran honorables caballeros que no daban su palabra a la ligera: habían jurado repartirse a partes iguales Leonito y lo cumplían a rajatabla; también en lo referido a sus vastagos, futuros titulares del triunvirato hereditario, fueron particularmente celosos: decidieron que sus hijos se llevarían mejor si tenían la misma edad, y para hacer realidad tal cuestión de estado se encerraron con sus respectivas consortes en maratonianas sesiones de procreación que, a fuerza de insistencia, acabaron por alumbrar la identidad de edad casi exacta de los cachorros. El día que Teté cumplió dieciocho años -tres semanas después que el primero de sus predestinados socios y cuatro antes que el segundo- su padre le hizo dos regalos: un tercio de la titularidad del Ministerio Leonitense de Seguridad Interna -los otros dos, ¿es necesario subrayarlo?, estaban ya reservados- y un billete para New York en compañía de su cosmopolita «mon-a-mí», que dirigiría la iniciática inmersión en la oferta de la Gran Manzana.

Al principio de nuestra estancia me resultó particularmente humillante supervisar el vestuario y modales del bárbaro en restaurantes y burdeles de lujo, y ni siquiera me divertía el estupor que evidenciaba ante la paleta de pescado, cuya utilidad no sospechaba, o su zozobra por el hecho, para él insólito, de que las selectísimas prostitutas le ofreciesen a besar, antes que otra cosa, una mano encopetada. Fue en una de esas veladas exquisitas cuando, embrutecido por la bebida de calidad a la que no estaba acostumbrado, cometió el error de insultarme en público. No mitigó mi rabia que únicamente cuatro putas anónimas e irrelevantes fueran testigos de la humillación: mi orgullo decidió matar a Teté aunque eso supusiera renunciar a las ventajas del exilio caribeño, y si no lo hice apenas nos quedamos solos fue porque su estado etílico hubiera anestesiado los matices con que deseaba enriquecer su tránsito. Aquella noche, pues, durmió como un bebé, ajeno por completo al hecho de que su ángel de la guarda, fija la vista en el techo y renovada la irritación por cada uno de sus ronquidos beodos, maquinaba para él rigurosos destinos.

Por la mañana, Teté había olvidado su lamentable comportamiento de la víspera, lo que vino a constituir un valioso aliado del plan que comenzó a materializarse al atardecer de aquel mismo día, durante una visita supuestamente lúdica a los bajos fondos de New York. Como había esperado, mi protegido se sintió a sus anchas entre las mujerzuelas vocingleras y los contertulios macerados en ginebra, y no dudó en entregarse a un jolgorio ramplón que duró setenta y dos horas ininterrumpidas. La noche que lo iba a matar, la tercera, dejé que se rindiera a la saturación alcohólica sobre el camastro de la apartada pensión del Bronx que con tanto esmero había seleccionado para él, y envié inmediato aviso a los desocupados portuarios que había contratado como ejecutores de mi venganza. Mientras llegaban, alimenté mi odio observando a Teté: grosero y desnudo, dormía con la entreabierta boca babeante y el miembro viril tan relajadamente inflamado por la satisfacción reciente o el barrunto de previsibles agasajos matinales que me pregunté si el sopor etílico no supondría un serio obstáculo para la percepción eficaz del dolor que le aguardaba; a caballo de esa duda tomé su mano, la elevé en el aire y la dejé caer: no reaccionó; pellizqué con fuerza su muslo, también sin resultado. Contrariado, masajeé su pene en busca de alguna respuesta y, esta vez sí, obtuve un ronroneo goloso; fue esa burla implícita hacia mis planes de revancha y hacia mí mismo la que me detuvo a meditar un cambio de rumbo: hacer una travesura satisface, pero hacerla con inteligencia excita. Obtuve una cámara fotográfica del servicial conserje nocturno y, como cabía esperar, no me costó predisponer a los tres mercenarios hacia el nuevo plan. Cumplido éste, ya de día, abandoné la pensión, deposité los negativos en el laboratorio y regresé a nuestro lujoso hotel de la Quinta Avenida.

No fue hasta bien entrada la tarde cuando, machacado por los rescoldos de la monumental borrachera, Teté reapareció y aceptó mi solícita sugerencia de someterse a una cura tibia de agua caliente, aspirinas y masajistas: no recordaba detalle alguno de la víspera, y le había sorprendido, al despertarse, no encontrarme en los alrededores. Entre guiños de viril camaradería, le recordé que había desaparecido en compañía de dos hermosas señoritas, y la mentira le complació: sentía su cuerpo satisfactoriamente maltrecho de placer, dijo sin sospechar que su frase favorecía de forma inesperada mis propósitos.

La carta, a su nombre, llegó dos días después; cuando el botones se la llevó hasta la cama aguardé, aparentemente absorto en la lectura del diario, el estallido de cólera, pero Teté, en vez de saltar entre imprecaciones revanchistas, se acercó arrastrando los pies con pasitos desolados, noqueado por el impacto que le había provocado la fotografía que llevaba en la mano. Cuando me la mostró, fingí asombro -y un punto de íntima decepción de amigo: estos detalles humanistas son los que dan verosimilitud a las mentiras de rango- ante la imagen que lo mostraba desnudo sobre la colcha de la cama de la pensión, ofreciendo su grupa al miembro erecto de un velludo rufián cuyo rostro escamoteaba con toda intención el encuadre; a un lado, los penes tiesos de otros dos fornicadores anónimos aguardaban impacientes su turno de penetrar al futuro presidente de Leonito, cuyo desvanecimiento etílico real adquiría en la imagen la apariencia de un éxtasis erótico incontestable. Aparentemente solidario con su angustia, levanté la vista hacia Teté: la ira y la incredulidad parecían a punto de implosionar en el rostro de mi enmudecido pupilo; y también el miedo: ¿cómo reaccionaría el hosco Viejo ante la prueba de la depravación de su cachorro? ¿Qué sería del prestigio del futuro amo de la Finca Nacional si llegaba a circular entre sus compinches de uniforme -y también entre los esclavizados ciudadanos de a pie- la explícita imagen, que para colmo, y según anunciaba una socarrona carta adjunta, era sólo la primera y menos jugosa de la serie? Teté se dejó caer en la silla más próxima y me aseguró entre sollozos que no recordaba nada de la horrenda escena; juré que le creía -y era cierto: entre foto y foto, entre coreografía obscena y coreografía obscena, había verificado personalmente que continuase inconsciente- y, cual inquebrantable hermano entristecido por su dolor, fingí crecerme ante la adversidad para ponerme al frente de la negociación con los inexistentes chantajistas. A los ojos de Teté, el tira y afloja fue intenso y desabrido: cuando abonábamos una cantidad -¿hace falta decir que, al abandonar el hotel con el correspondiente maletín lleno de billetes, no me dirigía al lugar de la supuesta cita con los criminales, sino al banco cercano donde el director, ablandado ya por los sustanciosos ingresos anteriores, se apresuraba a recibirme entre reverencias?- y la pesadilla parecía concluida, una nueva imagen pornográfica venía a ajustar nuestros respectivos desasosiegos, el impostado mío y el verdadero de Teté, al que atormentaba más que ninguna otra cosa la posibilidad, sutilmente avivada una y otra vez por mí, de que su cuerpo hubiese disfrutado con la celebración homosexual: ¿qué otra explicación cabía para su bienestar, a estas alturas ya mil veces maldecido, de la mañana de autos? Yo bajaba la vista, agravaba la expresión y abría los brazos, impotente y compungido por la evidencia que lo estigmatizaba para siempre… Cuando la broma había costado a Teté los cien mil dólares que constituían sus ahorritos, engrosados en sus pinitos como saqueador juvenil de Leonito, decidí concluir la comedia con un toque de melodrama, y la mañana de nuestro regreso le entregué, solemne, los negativos que certificaban sus recias inclinaciones platónicas; emocionados, ambos juramos -Teté con la mano izquierda sobre el corazón y la derecha ceremoniosamente elevada; yo soplando en su dirección un matasuegras invisible- guardar el terrible secreto, y la mismísima Estatua de la Libertad fue testigo del pacto eterno que me unía para siempre con el bobo apócrifamente sodomizado que pronto heredaría un país.

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