POR LOS PUEBLOS SERRANOS
COLECCIÓN
RELATO LICENCIADO VIDRIERA
COORDINACIÓN DE DIFUSIÓN CULTURAL
Dirección General de Publicaciones y Fomento Editorial
Table of Contents
INTRODUCCIÓN
POR LOS PUEBLOS SERRANOS
I. San Luis
[II.] Alrededor de San Luis
III. San Francisco del Monte
IV. San Francisco del Monte
V. Los Corrales. Luján. Quines. Candelaria
VI. Candelaria. Villa Dolores
VII. Villa Dolores. San Pedro
VIII. Concarán. Mina “Los Cóndores”
IX. Santa Rosa. Al pie de la sierra Comechingones
X. De Villa Dolores a Cruz del Eje
XI. Mina Clavero. Conclusión
Aviso legal
Maestra normalista, reportera y escritora, Ada María Elflein (Buenos Aires 1880-1919) fue la primera mujer en Argentina en conseguir un puesto fijo en la redacción de un periódico. Gracias a que tuvo acceso a ese espacio, no sólo figurado sino también físico —por ser la única mujer en la redacción de La prensa, contaba con un cuarto exclusivo para ella—, pudo escribir regularmente, viajar y animar a otras mujeres a salir del acotado marco de sus hogares al que las relegaba la sociedad de su época. Elflein las incitaba a conocer su país, a recorrer por sí mismas —es decir, sin sus maridos— las montañas, lagos y otros páramos más allá de los caminos adoquinados, de las rutas trazadas por el tren y abiertas al turismo. Su pasión por la historia y la patria argentina se proyecta en los paisajes que recorre, mismos que, en su escritura, se conjugan con la viveza del habla local, de los cambios de vegetación, del clima. Así armoniza, a través de sus relatos de viajes, cierta impronta feminista con un exaltado patriotismo, lo cual sólo puede comprenderse si se tienen presentes ciertas ideas y normas que primaban en aquellos tiempos.
En la Argentina de fines del siglo xix y principios del xx se trazaron las pautas que determinarían, en gran medida, el futuro de la nación. En el afán por formar parte de la carrera hacia la modernización, el país había adoptado fervientemente el discurso racista de la civilización y la barbarie desarrollado por Domingo Faustino Sarmiento en su Facundo, de tal modo que Buenos Aires y otras zonas urbanas eran consideradas como focos de civilización, mientras que el campo y, sobre todo, la región pampeana eran vistos como la barbarie que frenaba el avance hacia el progreso. Para salir de semejante dicotomía, se optó por imponer la dominación de la racionalidad burguesa expresada en el concepto de civilización, lo cual dio lugar a una cruenta persecución, por parte del ejército argentino, de los distintos pueblos originarios que ocupaban los territorios patagónicos, episodio que la historia oficial ha dado en llamar la Conquista del Desierto. Con la apropiación de dichas tierras, se hizo posible extender el plan de desarrollo industrial y económico por todo el territorio nacional. Se abren así las puertas a la inmigración europea, que no se hace esperar y que, para 1914, consigue superar en número a la población argentina en Buenos Aires.1
De manera paralela a la conquista de los territorios del sur y la invitación a pobladores europeos, las élites intelectuales vinculadas al poder diseñaron y pusieron en marcha un vigoroso proyecto educativo eurocéntrico que vio sus principales hitos en la promulgación, en 1884, de una ley que declaraba la escuela primaria como laica, gratuita y obligatoria.2 Por esta vía —que también implicó mucha deserción, la expulsión de los más pobres, de los de lengua materna distinta al español, de los de ritmos de aprendizaje más lento, etcétera— se redujo considerablemente el analfabetismo y se transmitió la cultura moderna a grandes mayorías, constituyendo este plan educativo uno de los más sólidos pilares de la nación.3
En una configuración de nación como la recién planteada, el papel de la mujer “civilizada” estaba también preestablecido por una serie de discursos hegemónicos que determinaban la vida cotidiana. Así, por ejemplo, el Código Civil que rigió entre 1871 y 19264 declaraba a las mujeres casadas incapaces de ciertos actos o del modo de ejercerlos; su marido era su representante. Era él quien debía administrar los bienes y quien podía disponer de ellos. Ella no podía celebrar ni desistir de contratos ni aceptar herencias. El domicilio era fijado por el marido y ella debía seguirlo. Además, la patria potestad debía ejercerla, por defecto, el padre y sólo en caso de que éste muriera, pasaba a ser responsabilidad de la madre.5 En esa supuesta incapacidad se sustentaba la consideración de las mujeres como inferiores a los hombres y la necesidad de fundar un orden al interior de los hogares, estableciendo así lo doméstico como el entorno de las mujeres. El espacio público, en oposición, quedaba más allá de los márgenes de su agencia, siendo únicas excepciones los trabajos considerados “maternales” o “femeninos”; es decir, la beneficencia, la enseñanza —para 1910, la escuela normal instituida por Sarmiento había logrado que más de la mitad del profesorado estuviera constituido por mujeres—6 y la literatura, siempre y cuando se abordaran los denominados “géneros menores” o “escrituras de la intimidad”: autobiografías, diarios, poesía sentimental, cuentos infantiles, leyendas y relatos de viajes. Estas vías de comunicación con el mundo más allá de sus hogares, si bien restringidas, fueron esenciales para las mujeres, pues a partir de ellas fueron ampliando su acceso a los entornos laborales y adquiriendo una voz pública.
Es en esa sociedad y en ese contexto de amplias restricciones para las mujeres que Ada María Elflein las llama a salir de sus casas, a apropiarse con los sentidos de un territorio que no era menos de ellas que de los varones, a conocer la historia y la actualidad de su país. Fue a partir de 1913 que Elflein comenzó a viajar por Argentina como reportera de La prensa, registrando su recorrido en las páginas del periódico. Viajaba siempre junto a Mary Kenny, con quien vivió tras la muerte de sus padres, y, en ocasiones, con otro grupo de mujeres. Para entonces, a la búsqueda identitaria de la nacionalidad que su condición como hija de inmigrantes le imponía se sumaba una necesidad crítica de cuestionar el lugar de las mujeres en la sociedad. Así, en las palabras preliminares de su primera recopilación de relatos de viajes por las regiones andinas del sur, en 1917, señala:
Y, éramos tres mujeres, indefensas según el decir de las gentes; pero defendidas por la cultura argentina que en los más remotos rincones de nuestro territorio muéstrase ante propios y extraños. Las autoridades nos rodearon de consideraciones y respetos, y nos guiaron por medio de hombres experimentados y seguros; los pobladores nos acogieron y escoltaron con cariño; mas nada vimos nosotras, en la larga extensión recorrida, tanto en el territorio argentino cuanto en el chileno, que nos hiciera sospechar un peligro.Creemos, y ésta es una impresión íntima, que a haber sido experimentadas como lo eran nuestros guías, habríamos podido recorrer las tres, sin tropiezos, bosques, lagos y montañas, tal es la tranquilidad que se siente en aquel ambiente, donde alguna vez el alma argentina ha de retemplarse con visiones de belleza.7
Para Elflein, la dicotomía entre la urbe y el campo no siempre es la misma que la establecida entre civilización y barbarie, al menos no en cuanto al peligro que la última supone. Si bien señala la falta de desarrollo económico y apunta en numerosas ocasiones hacia el beneficio que obtendrían los poblados que visita si la industria y los transportes llegaran hasta allá, no por ello presenta la falta de tales recursos como un peligro. A tal punto contradice aquella suposición, que hace explícitas las condiciones de tranquilidad y amabilidad que primaron durante su viaje, y aprovecha para incluir también el otro asunto que la atraviesa: el del lugar de las mujeres —no sin disfrazar de irrelevante, en tanto íntima, su sugerencia.
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