– ¿Estás enfermo?
– Mi cuerpo se muere, sí… Por eso me despido. He pasado la noche despierto, ante mi ventana, mirando las estrellas como tantas veces… Pero ésta ha sido la última, lo sé.
– Por eso esperas la lluvia…
– ¡Claro! ¿Cómo no despedirme de ella? -Panizo, Ferrer se admiraba de ello, no estaba triste ni asustado. Incluso sonreía, incluso era feliz-. Te contaré un cuento, ya que has venido desde tan lejos. Mi último cuento. Al sol y a las estrellas les he dicho adiós con calma interior. Pero la proximidad de la lluvia me acelera elcorazón… -declaró levantando la vista hacia el cielo; Ferrer le imitó: suaves nubes grises venían sin prisa desde el norte-. Y es porque sé que con la lluvia me iré. Incluso te diré cuándo: justo después del primer golpe de agua, cuando suba desde el suelo el olor de la tierra mojada. Entonces moriré. Lo oleré profundamente, hasta adentro, y con ese olor me iré… La monjita se asusta cuando se lo digo. Y me regaña, dice que soy brujo. Pero tú me entiendes y sabes que no miento. También sabes que te estaba esperando.
Ferrer le miró. Panizo no mentía: le estaba esperando. Y acaso él lo había sospechado.
– Era mi hermano -Ferrer acarició la tumba de piedra, cambiando levemente el sentido de la conversación.
Panizo asintió.
– Os fuisteis en el año cincuenta y seis, lo he buscado en los archivos. Tu hermano primero. Tú luego, un día de lluvia. Leí en los periódicos que venías, un periodista español famoso que salió un día de mi orfanato. Me enorgullecí.
La explicación que daba racionalidad a la bienvenida tranquilizó y a la vez decepcionó a Ferrer: le gustaba el halo mágico que hasta ese momento había tenido el encuentro con el anciano.
– He querido ver su tumba, decirle adiós.
– Pensé siempre que había muerto de fiebres, en el cincuenta y ocho.
Panizo, al parecer, ignoraba la verdadera biografía del Niño. Ferrer lo prefirió: el anciano no merecía ver amargados sus últimos momentos con ese conocimiento.
– Pero también he venido a llevarme algo.-Lo sé.
– ¿Sí? Yo no lo sabía hasta hace cinco minutos. Hasta que leí esto -mostró a Panizo el manuscrito abierto.
– El caballero francés me lo dijo. Vino anteayer, acompañado de dos indios. Dijo que iba a buscarte a la Montaña Profunda.
– Me salvó… Y no sólo la vida.
– Y dijo que vendrías. Que aquí estaba tu destino.
– ¿También dijo qué me llevaría?
– También -dijo Panizo, y se volvió para llamar la atención de la monjita con un gesto. Ferrer vio cómo la religiosa se levantaba y venía hacia ellos: apresurada como antes pero sin cortar el aire con los puños. Sus manos se mantenían ahora ocupadas en sostener un bulto contra el pecho-. Parecía un hombre sabio.
– Lo era. Y bueno -se esforzó Ferrer por dar sentimiento a la palabra: su íntimo epitafio a Laventier. Su despedida.
La monjita llegó hasta ellos y extendió los brazos hacia Ferrer. La hija de María, la hija del Niño de los coroneles, dormía feliz. Era diminuta y morena, sin pelo, y Ferrer, al cogerla, puso extremo cuidado en no rozar la llaga de la espalda, que tal vez dolía aún. La monjita acarició la mejilla de la pequeña:
– ¡Ay, chiquilina! ¡Qué suerte! Vas a ir a vivir a Madrid, a España… -le cuchicheó sin otra intención que el jugueteo cariñoso, ajena a que la exteriorización de ese dato por su parte demostraba a Ferrer la veracidad de su intuición: Laventier había insistido tanto para que concluyera el manuscrito porque sabía que, tras leerlo, haría lo que estaba haciendo en ese instante.
– Imagino -dijo- que tendré que firmar algunos papeles…Panizo asintió.
– Burocracia para la adopción, lo mismo que firmaron tus padres cuando te llevaron. Lo haremos en la casa. Vamos.
– Me quedaré un momento más… -Ferrer señaló hacia la tumba. Panizo y la monjita comenzaron a caminar despacio hacia el edificio. Ferrer miró las palabras últimas de Victor Lars.
Ahora lucho contra
¿Contra qué?, se preguntó de nuevo. Decidió librarse del manuscrito y lo depositó sobre la tumba. Como si los elementos quisieran ayudarlo en su propósito, se dibujó en el horizonte el estremecimiento de un rayo lejano que anunció la descarga del cielo. Las gotas de lluvia, primero insignificantes y enseguida recias, arrastraron las letras, las palabras y las frases y humedecieron el papel hasta convertirlo en pasta, hasta desbaratarlo y deshacerlo, hasta volverlo nada… Las biografías de Jean Laventier y Victor Lars se unieron intangiblemente con la tierra, sin retorno. Desde el suelo subió, envolviendo a Ferrer y a la niña, el olor vivo de la humedad desatada. Ferrer se volvió hacia el edificio del orfanato y sonrió al comprobar que Panizo había acertado: a mitad de camino entre el cementerio y la casa, la monjita, arrodillada junto al cuerpo desplomado del anciano, hacía aspavientos de alarma ya inútiles y pedía auxilio con gritos que el ruido de la lluvia convertía en remotos ecos de algún inusual juego infantil.
¿Contra qué?
Ferrer lo ignoraba, pero no quería averiguarlo.Apretó a la niña contra él con cariño que sintió bendecido por sus amados padres muertos, por los espíritus de Bego y, sobre todo, de Pilar. El acto, por ser libre, le asustó. Tragó saliva, notaba las gotas de lluvia deslizarse por sus mejillas. A pesar del miedo, acercó la boca a la orejita infantil y susurró:
– No sé cómo te llamas. Eres mi hija.
***