Fernando Marías - El Niño de los coroneles

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El Niño de los coroneles: краткое содержание, описание и аннотация

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Premio Nadal 2001
El mal, la tortura, el endemoniado testamento de un hombre que parece mover los hilos de las vidas de los demás y la violencia que engendra la dictadura de los Coroneles en la isla caribeña de Leonito, son los ejes de la trama de esta novela que se plantea como una constante resolución de enigmas. A partir del encargo que recibe Luis Ferrer de entrevistar a un guerrillero indio se desarrolla una trama que transcurre en escenarios tan diversos como el París de la Resistencia, la Alemania nazi o la montaña Sagrada de los indios de Leonito… Dos hombres, dos destinos cruzados: el perverso Lars y el impostor ciudadano Laventier son los grandes protagonistas de una historia turbadora que consigue apretar las teclas exactas de la intriga. Será a través de Luis Ferrer que el lector conocerá a estos inolvidables personajes.

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El estado de buena esperanza marcó el principio de la batalla más cruel e inmisericorde: decidido a todo, endurecí las sesiones de tortura de madre e hijo, y las filmaba ahora con recreación en los detalles. El Niño, enmascarado con caretas de personajes de los dibujos animados, era una visión espeluznante que volvió medio loco a Leónidas: de nuevo gracias a su supuesto amigo Bueyes, en el que paradójicamente buscaba consuelo, llegó a mis oídos que, además de mis vídeos de tortura, el desgraciado indio se agenció películas de esos personajes animados, y al parecer las miraba fuera de sí, hallando en los simpáticos cortometrajes quién sabe qué variantes de la locura, favorecedoras en cualquier caso de mis planes. Sabiendo acorralada su lucidez, decidí apretarle las tuercas enriqueciendo el envío de vídeos, de periodicidad ya semanal, con fragmentos de su querida esposa, que cada lunes, a las nueve en punto de la mañana, recibía la visita de un cirujano que le arrancaba una tira de piel antes de entregarla a los desmanes del ansioso Niño. Dichas tiras, apoyadas en una base de terciopelo y convenientemente enmarcadas como si fueran valiosas obras de arte, eran remitidas al indio numeradas y tituladas para su mejor catalogación, y las acompañaba siempre un mensaje recordatorio de que él, y sólo él, era culpable de la maldición que iba despellejando viva a su esposa… «Primera tira, diez centímetros de la espalda, arrancada en la primera semana de embarazo»; «octava tira, ocho centímetros por tres de muslo interior izquierdo, octava semana de embarazo»; «duodécima semana…».

La semana número treinta y dos, la prisionera dio a luz, lo que no impidió, sino que endureció el correspondiente despellejamiento de la llaga humana cuyas heridas, sin embargo, cuidábamos meticulosamente en previsión de posibles necesidades futuras. Además, anuncié a Leónidas que al siguiente lunes, y desprovista ya de piel la madre, empezaríamos con el bebé, una preciosa niña ante la que el degradado Niño, su verdadero padre, no mostró ternura ni interés alguno. Sin embargo, Leónidas -que conoció a su supuesta hija por televisión, merced a una detallada cinta del nacimiento que le hice llegar- vio derrumbarse todas sus resistencias cuando tuvo en las manos el primer trocito de piel de la niñita, entresacado de la mitad de la espalda. Y claudicó.

Sin imaginar -pues su sagacidad estaba demolida- que ello podía implicar el fin de su pueblo, aceptó celebrar una gran conferencia de paz, a la que estaban invitados todos sus indios. Previamente, la víspera del evento, le devolví a su mujer. Pero no a su hija, de cuya llorona presencia me libré endosándosela -¿qué lugar mejor, qué manera más estética de cerrar este ínfimo círculo de la Historia?- al orfanato del que casi cuatro décadas atrás saqué a su padre: ¿cómo podría Leónidas, caso de intentar cualquier ataque suicida para recuperar a su hija, sospechar que ésta se hallaba oculta en el lugar más seguro, la bondad de Panizo?

El Paraíso en la Tierra, bullendo de actividad como en los mejores tiempos, parecía el Infierno en temporada alta: seiscientos seleccionados Pumas Negros aguardaban allí el momento de atacar a los andrajosos de Leónidas, que por la presión de ver sufrir a su esposa, unida a las mentiras que mis ejecutivos le habían hecho tragar -¡creyó que el rey de España iba a venir a fumar con él la pipa de la paz!- por mediación de Bueyes, aceptó salir de su inexpugnable agujero para parlamentar. Así pues, estaban listas las confiadas víctimas y sus capaces verdugos y, con la colaboración de un reducido comando de experimentados pilotos de helicóptero españoles, la matanza sólo podía resolverse adecuadamente a mi favor. Y sin embargo, falló. La causa no deja de ser paradójica…

Desde mi despacho supervisaba cada uno de los detalles de la gran celada, y sentado a su mesa me sorprendió la terrible noticia. Al anochecer de la víspera del día señalado, un incendio fortuito se había originado en algún lugar del Paraíso en la Tierra, comunicándose hasta el arsenal y provocando el cataclismo: la mitad larga de los Pumas, además de una parte sustancial de las armas y municiones almacenadas, perecieron en la deflagración. ¿Sabotaje, azar? No me detuve a meditarlo. Era el tiempo dedecisiones valientes y las tomé. Ordené a pesar de todo el ataque, pero el brutal diezmo de mis pistoleros inclinó la balanza ¡otra vez! a favor del maldito Leónidas que -aunque dejando el campo de batalla sembrado con los cadáveres de casi todo «su pueblos-pudo escapar de la emboscada con un puñado de fieles. El ciclópeo ataque de ira que sufrí no me impidió buscar culpables al desastre de la víspera. Y los encontré; o lo encontré, pues se trataba de uno solo. ¿Cómo podría haberlo imaginado? ¡Mi creación máxima, mi Niño, había sido el ejecutor de mi fin! Víctima de un ataque sin precedentes en su historial, se había rebelado contra sus guardianes, asesinándolos. ¿Por qué? Me aseguró un superviviente que el Niño, fuera de sí, buscaba entre las instalaciones del Paraíso en la Tierra el paradero de María, de cuyo cuerpo desnudo se había enviciado como un tierno enamorado. Enloquecido por la ausencia de la que durante un año había sido su compañera -involuntaria y aterrorizada, pero compañera al fin para la ruda percepción de su corazón condenado a la soledad-, su amor bestial -¿pues cómo, si no amor, debemos definirlo?- le instó a buscar y reclamar a su hembra, y quiso el Azar que en la vorágine de destrucción que inició provocase el fuego que acabó por prender en la santabárbara. Lo busqué -supongo que para matarlo, aunque extrañamente no albergaba odio ni rabia contra él- pero, ciego según algunos testigos a causa del sol que llevaba treinta y cinco años sin ver, el Niño se perdió al amanecer tras haber sembrado el caos. No importa, lo dejaré ir… Las contrariedades provocadas por el desastre son graves, pero no fatales. Motivado por un cierto cansancio, he puesto en manos de mis ayudantes jóvenes los siguientes pasos del proyecto, cuya resolución final -hoy, en este momento, lo estoy percibiendo por primera vez- tal vez no veré. Ahora lucho contra

El manuscrito acababa ahí, tan bruscamente como le había advertido Laventier. Le fascinó pensar que esa era la última palabra que Victor Lars había escrito antes del derrame cerebral que lo transportó al paraíso donde no existía la conciencia.

contra

¿Contra qué?, se preguntaba Ferrer cuando le sorprendió una voz a su espalda.

– Dicen que me buscas.

Se puso en pie. Habría reconocido a Panizo aunque hubiesen pasado mil años, y sólo habían transcurrido treinta y cinco. Su cuerpo había envejecido, pero seguía sosteniéndolo una inamovible resolución de bondad en la mirada. En todo ese tiempo, Ferrer había imaginado infinitas fórmulas para el instante del reencuentro con el hombre que lo había criado. Ahora buscó desesperadamente cualquiera de ellas, pero no lo consiguió. Tampoco fue necesario.

– Dicen que me buscas.

Ayer por la mañana salió un día soleado -se le adelantó el anciano; hablaba con serenidad, con liviana grandeza: Ferrer comprendió que sabía, al menos en un sentido general, intuitivo, por qué se hallaba él allí, ante aquella tumba concreta-. Hice que me subieran al Monte Bajo, yo solo ya no puedo. ¿Lo recuerdas?

– El Monte Bajo… -¿Cuántos años hacía que Ferrer no escuchaba esas palabras? ¿Cuánto que no las pronunciaba?-. Nos gustaba subir porque era tu lugar favorito para contar cuentos. Allí contabas los mejores.

Los dos hombres sonrieron por el reconocimiento mutuo que implicaban sus palabras. Ferrer sentía una paz inexplicable. Panizo sonreía.

– En el Monte Bajo me despedí del sol. Estuve desde el amanecer hasta el ocaso. La pobre hermana -señaló hacia atrás; a veinte metros, sentada en un banco de piedra de la entrada, aguardaba la monjita que había abierto el portalón a Ferrer- tuvo que acabar harta. Pero es importante despedirse del sol. Morir sin hacerlo es una falta de educación. ¿Qué habría sido mi vida sin el sol? ¿O la tuya, la de cualquiera?

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