– ¡Pero qué pedazo de cabrón! Dice que a las doce en punto y a las doce en punto… TLAC: degüella al periodista -voceó alguien enfurecido. Los invitados regresaban en grupitos cabizbajos o airados; entre los semblantes más circunspectos destacaban el del director del hotel y el de su acompañante: un militar, el primero que Ferrer veía desde su llegada a Leonito.
– Leónidas no ha matado al periodista -atajó Ferrer con firmeza. Las miradas de los recién llegados se clavaron gravemente sobre él, y decidió que era más prudente no emitir juicios de resolución que podía resultar sospechosa. Con un gesto señaló hacia la maqueta quemada-. Creo que el atentado al que se refería era ése.
El director del hotel se acercó a los restos humeantes de la maqueta y los observó con íntima desolación, como si fuera el responsable directo de las renegridas miniaturas.
– ¿Me permite un instante, señor? -se aproximó a Ferrer el militar. Era obvio que no surgía de la fiesta; vestía traje de campaña e iba desarmado, aunque incomprensiblemente lograba transmitir la sensación de que acababa de despojarse del revólver a fin de no alarmar a los civiles con los que tuviera que cruzarse; sus rasgos toscos, de cruces remotos entre indios y españoles, parecían tensos y recelosos, tal vez incluso mortificados por la obligación de tratar con alguien ajeno a la vida cuartelada-. Soy el capitán Rodrigo Huertas. A la vista de la petición de Leónidas, es mi obligación analizar con usted la situación y pedirle, en nombre del gobierno de Leonito…
– Que le acompañe a la Montaña Profunda -Ferrer terminó la frase con una sonrisa, divertido por el desconcierto que provocó en el militar su presta disposición colaboradora-. Le aseguro que estoy deseando hacerlo.
Proveniente del cielo, un ruido ensordecedor se concentró entonces sobre el jardín y levantó una inexplicable tormenta de viento que estremeció a los presentes, insufló movimiento a los manteles y copas de palmeras y arrastró por el aire sillas y vasos. El helicóptero aterrizó sin miramientos en el centro del jardín. El capitán Rodrigo Huertas invitó a Ferrer a acompañarle hasta el aparato; se abrió una portezuela por la que el militar se coló al interior. Ferrer, cohibido por la desmesura de la irrupción, no se decidía aún a seguirle cuando desde el asiento del piloto una mano masculina le tendió un casco, indicándole por gestos que se lo ajustara. Al hacerlo, el atronador rugido de los rotores se convirtió en un tolerable murmullo.
– Disculpa la precipitación -habló en su cabeza una voz que no le era desconocida: la había escuchado un rato antes, atrayendo a los invitados hacia la pista de baile a través de la megafonía del jardín con el mismo tono sereno y seductor con que ahora llegaba hasta él por los auriculares interiores del casco-, pero la situación no nos deja más opciones.
La mano que le había tendido el casco continuaba abierta ante él, flotando enigmática en la oscuridad del interior del helicóptero; la fantasmagórica visión disparó en Ferrer la alarma infinitesimal de una desconfianza instintiva, pero el piloto se inclinó entonces hacia él y la luz del jardín le otorgó los rasgos de un afable rostro de sonrisa y mirada francas enmarcadas también por un casco dotado de micrófono.
– Soy Roberto Soas -dijo la voz en la cabeza de Ferrer, que observó cómo las palabras coincidían con el movimiento de los labios del piloto: el micrófono le permitía hacerse oír con elegante seguridad, como si repartiese cartas en una selecta mesa de juego, incuestionablemente superior a la vibración infernal que sacudía el jardín entero-. Lamento conocerte de forma tan ruidosa.
Ferrer calculó que no habían transcurrido ni quince minutos desde que Leónidas exigió su presencia en la Montaña: la celeridad con que Soas había reaccionado era admirable, aunque los detalles de su vestuario -camisa de seda e impecable pantalón de pinzas, adecuados para una fiesta pero no para pilotar un helicóptero militar- sugerían que Soas se había desplazado a toda prisa, apenas escuchada la exigencia de Leónidas, hasta un aeródromo militar cercano.
Ferrer estrechó la mano en el aire, aceptando el impulso que le ofrecía para ayudarle a subir a bordo. Instalado en el asiento del copiloto, giró para observar la cabina -a su espalda, como para corroborar la primera impresión de Ferrer, el capitán Huertas enganchaba en ese instante la funda de una automática a su cinturón-y miró después a tierra: a unos pasos, alborotados el equilibrio y la corbata por el ventarrón artificial, el director del hotel daba instrucciones a sus empleados mientras el invitado de la voz airada explicaba los pormenores del atentado al círculo de invitados que se había formado a su alrededor: un mundo afable y fácil de dominar que Ferrer se disponía a cambiar por la Montaña Profunda de Leónidas… Por la Montaña Profunda de Victor Lars. Revisó el sucinto equipaje que la celeridad de la partida había dispuesto que llevase consigo: la cartera con sus fotografías, el manuscrito del francés y, en el bolsillo interior de la americana, la carta en la que confesaba a Marisol la verdadera causa de la muerte de su hija. Para su sorpresa, no le aterró ni afligió el estupor de admitir que ésas eran sus únicas posesiones sobre la tierra.
– ¿Listo para despegar? -le preguntó Soas; Ferrer se volvió hacia él y respondió afirmativamente con un decidido gesto de cabeza. Soas sonrió y golpeó con el dedo índice el micrófono del casco de Ferrer-. Habla por aquí. Los inventos están para utilizarlos.
Ferrer asintió y habló al micrófono levantando ingenuamente la voz, como si de todas formas tuviese que hacerse oír por encima de la hélice.
– ¡Listo para despegar! ¡Y encantado de hacerlo! -no mentía: el corazón le latía en el pecho con la fuerza de una promesa desconocida e inimaginada.
– Pues vamos allá… Espero que te guste volar en helicóptero -deseó Soas con la gran sonrisa de seducción que resumía y justificaba su calidad de incuestionado líder de La Leyenda de la Montaña-. Y espero que te guste desentrañar mentiras…
Despegó.
El vértigo de la succión hacia el cielo impidió a Ferrer responder a Soas.
EMBOSCADA EN EL DESFILADERO DEL CAFÉ
En la sanguinaria corte de opereta de los Larriguera me sentí como Robinson en la Isla sin Inteligencia.
Calcula mi panorama, Jeannot: con treinta y siete años a la espalda, no era viejo como el dictador cercano a los sesenta ni jovenzuelo como su desbocado vastago, que ni siquiera alcanzaba la mayoría oficial -no digamos ya la mental- de edad, y mientras debía mostrarme con El Viejo cauto, astuto y cabal para preservar el inconcreto nombramiento de «asesor» con el que había decidido distinguirme, en presencia de su heredero -apodado, para afilar la afrenta contra mi dignidad, Teté- no tenía otro remedio que avivar mi energética sonrisa y mi olvidada capacidad de hacer chistes para mantener vivo su favoritismo súbito hacia el nuevo «amigo francés» que tan imaginativo compañero de juergas resultó enseguida para él: «mon-a-mí», me llamaba subrayando a propósito la defectuosa pronunciación mientras apoyaba su mano en mi hombro, como si fuese yo un mono traído de las remotas junglas de Europa. Mi futuro se dibujaba similar al de otros patéticos adoradores de los Larriguera: condenado a la adulación eterna, adiposo antes o después por el envilecedor transcurso de la inactividad, estancado en una medianía económica calculada por mis amos para permitirme vivir entre lujos pero no independizarme o conspirar… No era mi terreno óptimo la gran hacienda bananera de fronteras internacionalmente aceptadas en la que, en chascarrillo de El Viejo que Teté había adoptado como divisa, «los machos deben llevar pistola y las mujeres… nada». ¿Acaso no merecía otro destino mejor quien había sabido atrapar en sus redes a Heydrich y a Himmler, me preguntaba mientras deambulaba irritado por las solitarias playas de la paradisíaca celda que me había tocado en desgracia? Tan infranqueables parecieron durante unos meses sus muros que llegué a maldecir no haber permitido que Larriguera jr. reventase la cara del terco embajador español… No imaginaba entonces, claro está, que mi suerte cambiaría de nuevo gracias a otra sesión fotográfica de muy distinta índole.
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