Fernando Marías - El Niño de los coroneles

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Premio Nadal 2001
El mal, la tortura, el endemoniado testamento de un hombre que parece mover los hilos de las vidas de los demás y la violencia que engendra la dictadura de los Coroneles en la isla caribeña de Leonito, son los ejes de la trama de esta novela que se plantea como una constante resolución de enigmas. A partir del encargo que recibe Luis Ferrer de entrevistar a un guerrillero indio se desarrolla una trama que transcurre en escenarios tan diversos como el París de la Resistencia, la Alemania nazi o la montaña Sagrada de los indios de Leonito… Dos hombres, dos destinos cruzados: el perverso Lars y el impostor ciudadano Laventier son los grandes protagonistas de una historia turbadora que consigue apretar las teclas exactas de la intriga. Será a través de Luis Ferrer que el lector conocerá a estos inolvidables personajes.

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Iba a ser un día caluroso, pero aún no había amanecido cuando

Lars se lanzaba a narrar en detalle el suceso. Ferrer, contrariado, consultó de nuevo su reloj: no podía detenerse en narraciones precisas como la anunciada del Desfiladero del Café y saltó las páginas hasta que el francés retomó el relato de su ascendente carrera en Leonito.

Como todas las guerras, y más si son civiles, ésta se emponzoñó pronto con la comisión de actos de barbarie que encontraban inmediata represalia amplificada en el campo contrario. En este tira y afloja, en el que, también como siempre, el odio progresivamente irreversible era el único vencedor, mis coroneles y yo teníamos las de ganar, dueños como éramos de la fuerza, pero ese matiz no me impidió percibir que el pueblo de Leonito simpatizaba íntimamente con los indios que habían osado enfrentarse a los expoliadores de uniforme. Sin duda contribuía a esta apreciación un hecho que no tardó en hacerse legendario: la llamada Montaña Profunda, amigo mío, parecía no existir a pesar de su monumentalidad visible desde tierra, mar y aire, pues sólo no existiendo podía darse explicación al hecho de que tras cada batida, tras cada emboscada, tras cada frustrante -por escasa en resultados- confrontación armada se desvaneciesen los indios en el aire. La causa de su sorprendente invisibilidad, claro está, sólo podía hallarse bajo tierra, en cuevas subterráneas de entrada secreta que tarde o temprano descubriríamos, pero eso no resolvía el enigma de su avituallamiento: el tupido bosque que rodeaba la Montaña no era propicio para la siembra, y el cerco militar que estrechamos alrededor de cada acceso garantizaba que no llegase a los sitiados una sola taza de arroz; sin embargo, su resistencia no se debilitaba. Antes al contrario, parecía crecer y vigorizarse, y pronto se concretó en golpes más eficaces.

Algo más de un año después del primer atentado, los indios consiguieron su objetivo: una bomba explotó en el interior del mismísimo palacio, enterrando bajo toneladas de cascotes a los presentes en el consejo de ministros rutinario; las primeras noticias hablaron de que los tres coroneles y sus hijos se hallaban entre las víctimas. Yo, que providencialmente me encontraba en el aeropuerto, camino del cercano Haití para resolver, a petición de mis jefes, cierto embrollo económico del dictador Paul Magloire, valoré de inmediato las consecuencias de la deflagración -quedaba abierto un insondable vacío de poder-, y fue la ansiedad por conocer la nueva disposición del tablero la que me afanó en asumir el mando de las brigadas de rescate, a las que pronto se sumó el joven Menéndez, ausente de la reunión fatídica a causa de un lance amoroso. El primero de los cadáveres en salir a la luz fue el del coronel José León Canchancha, el dictador menos dotado neuronalmente del trío: un orangután que, acaso consciente de sus limitaciones e inseguridades, se refugiaba en una pétrea máscara de crueldad entrenada para no sonreír jamás, objetivo que en la presente circunstancia lograba sin esfuerzo. Canchancha y yo siempre nos habíamos mirado con distante respeto, y no lamenté sumuerte; sin embargo, sí me alegró ver asomar, en trozos mínimos pero identificables, a Walter Menéndez, cuya apariencia de bobalicona bondad me había desconcertado desde el principio: mejor verlo muerto que seguir tratando de imaginar merced a qué conocimiento sobre terribles secretos de sus socios seguía tan sólidamente aferrado al poder. En cambio, suspiré de alivio al ver aparecer, escupiendo polvo y sangre y por tanto vivo, a mi querido Teté: hubiera sido incómodo no contar con él en los planes de futuro que allí mismo, entre expresiones falsas de abatimiento y rabia ante la carnicería, me di a elaborar sin dilación. Los zapadores también lograron extraer con vida al vastago de Canchancha y a Larriguera El Viejo: habían sobrevivido los tres cachorros -con uno de los cuales me unía un eterno pacto de amistad- y el anciano que más me apreciaba. Obviamente, el reparto de cartas de la Muerte me había favorecido.

Como yo, Jeannot, has sido testigo de la Historia desde distintos puntos de vista: fuimos niños felizmente indiferentes al transcurso de la Primera Guerra Mundial y hombres jóvenes arrastrados por el torrente de la Segunda, y hemos visto, desde entonces hasta nuestra lúcida vejez, operar muchos cambios en los gobiernos del mundo. Todos, los dos lo sabemos bien, con un denominador común: su condena de antemano a la caducidad, al fracaso, a la desaparición final inimaginable durante los momentos iniciales de multitudinarias euforias públicas y victoriosas banderas al viento. Yo lo sabía cuando me sumé, al día siguiente de la tragedia, a la reunión apresuradamente improvisada en el Palacio de la Presidencia de Leonito; lo sabía y, sin embargo, redacté un ardiente discurso trufado con citas de la Biblia, Pío XII y Goebbels -en este último caso, claro está, sin nombrar al autor- que el superviviente Viejo Larriguera leyó por radio con el objeto de tranquilizar al país y también de tranquilizarse a sí mismo: el magnicidio había desatado una situación que ni siquiera yo sospechaba. Fueron miles los leonitenses que, espoleados por el golpe de los indios, se lanzaron a la calle para exigir la expulsión definitiva de los coroneles. La policía se empleó a fondo para reprimir a los manifestantes, pero su violencia sólo consiguió echar más combustible a la hoguera de la rabia popular. En el palacio, el Viejo gritaba órdenes furibundas aferrado a un vaso de whisky permanentemente lleno, mientras Teté y los otros dos huérfanos, incapacitados para tomar decisiones eficaces, se multiplicaban con objeto de hacer frente a las decenas de líneas de fuego abiertas por sorpresa en los lugares más inesperados de la capital. La situación amenazaba con desbordarse… Al anochecer del cuarto día de disturbios, la imagen de un grupo de soldados cargando de dólares el avión presidencial rae trajo desasosegantes recuerdos del desastre parisino del Reich, y un mazazo depresivo me agolpó la sangre en los talones… La noche, Jeannot: de nuevo larga, triste y solitaria, de nuevo mensajera del final… Podía verme a mí mismo: casi diez años más viejo pero condenado otra vez a un incierto comienzo, a una vida en sombras, a la indignidad de una huida temerosa de volver la vista atrás… Al ritmo de tiroteos remotos, descontroladas columnas de humo se elevaban desde distintos puntos de la ciudad hacia el rojizo cielo del nuevo día. Tal vez me decidió ese color del aire, tal vez fue la esencia mágica y vertiginosa de las luces del amanecer… El hecho es que mi química se sulfuró de pronto: yo era superior a la ira, al afán de libertad y a la inteligencia de los civiles armados que avanzaban en revanchista desorden hacia el palacio. Sí, las llamas de la ciudad podían consumirlo todo, pero no a mí. Noté cómo la determinación crecía en mi interior, observé los dos objetos sobre la mesa que a lo largo de la noche habían configurado mi sesudo dilema -el maletín con la documentación de acceso a las cuentas repartidas por los bancos más discretos del mundo y el revólver cargado: empezar de nuevo o acabar de una vez-, y la idea del suicidio fue una revelación irresistible y lúcida como ninguna otra de mi vida. Amartillé el arma, abandoné el despacho, entré en la habitación donde el Viejo dormitaba a solas su borrachera, apoyé el revólver contra su sien, lo disparé, lo puse en la mano derecha del cadáver, dediqué una última mirada de control a la verosimilitud del escenario, regresé a mi asiento frente al amplio ventanal y me dispuse a esperar, impávido como el jugador que ha apostado su alma al diablo y sabe que su mirada no debe mostrar debilidad ante el envite de los rivales. Una hora después entró en mi busca Teté, pálido y excedido por la recién descubierta autoinmolación de su papá. Tal y como me había dedicado a ensayar en esos sesenta minutos eternos de meditación, puse la mano sobre su hombro, le hablé de la responsabilidad política e histórica que le correspondía aceptar, del poder que era ahora de él y de sus dos socios, y le sugerí que me diese carta blanca para resolver la crisis. Me consta que nuestra aventura neoyorquina pesaba en él cuando, bajando la vista, asintió.

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