Teté, como primera muestra de agradecimiento, me designó apenas aterrizamos Consejero del Ministerio Leonitense de Seguridad, tal y como yo mismo le sugerí: la caprichosa elección con que fui distinguido no disgustó ni sorprendió a los tres lobos veteranos, acostumbrados desde siempre a ejercer la arbitrariedad, y aunque el propio nombramiento de mi amigo entrañaba más parafernalia simbólica -compartida además con los otros dos herederos del triunvirato-que poder ejecutivo real, me permitió acceder a algunas de las reuniones que hasta entonces se celebraban a puerta cerrada; ya no se me consideraba sólo «mon-a-mí»: si jugaba bien las nuevas cartas podía recuperar la dignidad que correspondía a mi talento.
Aunque los coroneles representaban el propotipo ideal del dictador americano malvado, zafio y codicioso, carecían de sentido de futuro y afán de superación. Sus necesidades vitales no eran complejas: sujetar a toda costa las riendas del poder -para lo que disponían de un elemental sistema represivo basado en la brutalidad-, expoliar desde esa situación de privilegio los recursos del país a fin de mantener sus arcas llenas -y literalmente: en dos ocasiones vi, perplejo, cómo se portaban hasta la sala de reuniones presidenciales cajones llenos de oro o papel moneda- y, gracias a esta seguridad financiera, dedicarse a «vivir la vida», como ellos mismos definían al trasiego de diversiones ramplonas y esencialmente sexuales que se repetían por palacetes, fincas y playas acotadas para el disfrute privado. Lo más sorprendente era que mis propuestas para modernizar la rentabilidad de sus inversiones -primer objetivo en el que puse mi empeño: era sencillamente ridículo que los millones de dólares robados al país estuviesen amontonados, muchas veces en toscos rollos de billetes, en cajas de seguridad de bancos extranjeros elegidos al azar y no probando suerte en otras formas de inversión más rentables- despertaban sus recelos: ¿qué era yo?, parecían preguntarse, ¿un ominoso hechicero que en vez de sapos despellejados y filtros humeantes utilizaba para sus embrujos tablas de cálculo y cotizaciones bursátiles? Tuve que realizar tres operaciones brillantes con mi propio dinero -en realidad, el de ellos: ¡era tan fácil engrosar delante de sus narices, y sin que lo percibiesen, el de por sí generoso sueldo con que me remuneraban!- hasta que comprendieron que se podía obtener beneficio comprando, en el momento preciso, seda en China o solares urbanos en San Francisco. Poco a poco fui ganando su confianza, y el día que, gracias a una única gestión particularmente afortunada, gané para ellos un millón de dólares decidieron nombrarme Ministro de Economía. Rechacé el cargo -la seguridad del anonimato era por aquellos años, y es aún hoy, la obsesión que me ha llevado a actuar siempre en la sombra- a cambio de lo que desde aquel día instauré como remuneración de mis servicios: paquetitos de acciones de esta empresa, paquetitos de acciones de aquélla… Empecé la década de los cincuenta siendo un hombre próspero que no dejaba de incrementar su fortuna, y calculaba feliz que en unos pocos años el tiempo habría borrado en Europa todo vestigio de mi recuerdo, de forma que, tranquilo en lo referente a mi seguridad, podría regresar a mi venerado París. Pero el destino -de nuevo él – tenía otros planes, y por eso puso en mi camino el intento de magnicidio del 7 de febrero de 1952.
Por supuesto, no era mi aún humilde persona el objetivo de tal plan criminal, pero sabido es que en el criterio de los terroristas no computa la misericordia hacia quienes componen los cortejos de sus víctimas. La bomba oculta, que pretendía acabar de un solo golpe con las dos patas del triunvirato presentes en la inauguración de una ostentosa escultura -tres jinetes, ¿hace falta decir quiénes?, cabalgando heroicos hacia nebulosas cotas de gloria sublime-, estalló con precisión profesional que, para fortuna mía, no pudo prever el asfixiante calor de la jornada: su apremio provocó el desmayo de una de las mujeres del séquito, y por esa causa los proceres -y quienes les acompañábamos- demoraron unos segundos cruciales su llegada al emplazamiento del artilugio, que al reventar descabezó únicamente a los tres jinetes de piedra. En el caos posterior nadie supo identificar a la mano que se ocultaba tras la agresión, y todos -yo, como responsable de Seguridad, el primero- mostramos nuestro asombro ante el primario mensaje que reivindicó el atentado en nombre de una comunidad de troglodíticos indiecitos enquistados en una guarida de ratas llamada la Montaña Profunda.
– Ferrer dio un respingo: en ninguna de las múltiples cabalas sobre la relación entre Víctor Lars y sus padres había imaginado al francés relacionado con la Montaña y sus implicaciones, es decir, los indios leonitenses y Leónidas.
Se puso en pie, meditando. El techo del compartimiento del tren militar era bajo, y se golpeó la cabeza contra él. Afuera, al otro lado de la ventanilla, la noche discurría silenciosa entre los desérticos parajes que conducían a la Montaña Profunda, y la velocidad impuesta por la máquina, aunque moderada, provocaba algún movimiento de aire fresco. Eran las tres de la madrugada: faltaban dos horas para el amanecer, y a partir de ahí Leónidas podía aparecer en cualquier momento. Ferrer no disponía de mucho tiempo para concluir la lectura, sin contar con que Roberto Soas pronto daría por concluida la reunión que celebraba en el compartimiento contiguo y vendría a interrumpirle.
– Paso a verte en cuanto acabe -le había dicho una hora antes, al descender del helicóptero que les trasladó desde la fiesta del hotel hasta el cuartel donde les aguardaba, listo para partir, el tren de avituallamiento en el que ahora se encontraban-. Tengo que aclarar un par de cosas con la gente de mi equipo, cosa de media horita.
Entonces Soas, fielmente escoltado en todo momento por el capitán Rodrigo Huertas, había dejado solo a Ferrer, que una vez habituado al traqueteo del tren logró concentrarse en la lectura del manuscrito. Lo tomó de nuevo, convencido de que era mejor utilizar el margen de tranquilidad nocturna en la lectura que en la elaboración de incomprobables teorías sobre la relación entre Lars y la Montaña.
Al parecer, los indios leonitenses habían vivido durante siglos en esa inhóspita esquina del país sin molestar a nadie, y siendo molestados sólo cuando, cíclicamente, rebullían determinadas leyendas sobre el supuesto tesoro oculto en el interior de la tal Montaña. Mi llegada a Leonito había coincidido con una de esas fiebres de codicia, aunque yo, enfrascado en mi propia prosperidad, no supe hasta el día del frustrado atentado que casi me cuesta la piel que León Segundo, el hijo del triunviro José León Canchancha, se había encaprichado desde meses atrás en la búsqueda de ese tesoro mítico, provocando una serie de tropelías ecológicas y humanas que esos salvajes habían decidido vengar con su atentado fallido. Ni ellos ni los coroneles llegaron a imaginar jamás lo feliz que me hizo aquella declaración de guerra. Gracias a ella pude pasar de nuevo a la acción.
Como primera medida, reuní a un grupo de jóvenes seleccionados entre las filas del ejército regular por su talento innato para la violencia. Animados por la impunidad que les otorgué, los Pumas Negros -así los bautizó la imaginación, al fin y al cabo adolescente, de Teté, que fue nombrado su jefe honorífico- asaltaron un poblacho indígena donde cabía pensar que los indios se abastecían, degollando a sus habitantes con injusta racionalidad: ni más ni menos muertos que treinta, diez por cada una de las esculturas ecuestres descabezadas en el atentado fallido; la escalada de violencia no se hizo esperar, y pocos días después tuvo lugar la llamada Emboscada del Desfiladero del Café, que gracias a la publicación en prensa de las declaraciones del único superviviente espeluznó a la opinión pública del país y decidió a los coroneles a darme carta blanca en la represión de los insurrectos. La Emboscada del Desfiladero del Café tuvo lugar el 16 de marzo de 1952.
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