Siguiendo mis órdenes, los Pumas Negros no acuchillaron, no ametrallaron y no bombardearon; se limitaron a recorrer los barrios obreros secuestrando niños elegidos al azar y depositándolos en un pequeño campo de fútbol al aire libre que, a pesar de su carácter de recinto insólito para estos menesteres, elegí por su perfecta visibilidad desde todos los puntos de la ciudad. Acatando, como buen cristiano, las enseñanzas del Nuevo Testamento en general y del episodio de Herodes en particular, ordené que los diez primeros niños fueron ahorcados de la grada más alta. Los verdugos no les ataron las manos -lo que confirió al inútil combate contra la asfixia una conveniente espectacularidad-, pero sí cubrieron con capuchas sus rostros: de esta forma, los rasgos eran irreconocibles; o, dicho de otro modo, podían ser los de cualquiera de los secuestrados. El espectro de esta lotería macabra e inmisericorde -pues en ningún momento dejaron los Pumas Negros de alimentar, como un mecanismo indiferente, las sogas mecidas al viento- recorrió con inusitada rapidez las filas de los rebeldes. A mediodía, todos los civiles armados sabían que sus hijos podían hallarse en la escalinata del patíbulo; a primera hora de la tarde, una comisión negociadora enarboló desesperada bandera blanca y suplicó una audiencia que sólo concedí dos calculadas horas después para hacerles saber que los ahorcamientos finalizarían únicamente cuando la ciudad recuperase la calma y se hubiesen entregado setecientos ochenta hombres, diez por cada uno de los soldados caídos en las refriegas. Por la noche la ternura paternal se había impuesto sobre las inconcretas reivindicaciones socializantes, y con las primeras luces del alba los rehenes infantiles fueron canjeados por los setecientos ochenta hombres y mujeres que por no haber sido más prestos en la rendición llevaban sobre sus conciencias el peso de ciento setenta niños muertos, pues la efectividad de la victoria me había recomendado no relajar el ritmo de los ahorcamientos hasta que los represaliables exigidos, y ni uno menos, se encontrasen arrodillados sobre la grava del patio ante las bocas de las ametralladoras. Apenas veinticuatro horas después del suicidio del Viejo Larriguera, la paz se había restablecido, y el silencio que flotaba sobre la ciudad me saludaba -a título íntimo y personal pero, te lo aseguro, de sobra gratificante- como incontestable ganador de la partida. El flamante triunvirato en el poder me encomendó, a la vista de mi demostrada capacidad resolutiva, la reestructuración de la seguridad del Estado; insistiendo en mis sagradas demandas de anonimato, acepté el encargo: a partir de ese instante, nadie más iba a echarme de casa. Y como primera medida, me impuse el reto de una represalia que desalentase futuras tentaciones revolucionarias.
Setecientas ochenta almas, setecientos ochenta cuerpos con sus piernas y manos para aplastar y sus visceras para
Tres golpes suaves, casi tímidos, sonaron en la puerta del compartimiento.
– ¿Luis? Soy Roberto.
Ferrer cerró el manuscrito, lo depositó sobre la mesa y se levantó para abrir; a medio camino, una cautela repentina le hizo retroceder y ponerlo boca abajo para preservar el título y la portada de miradas indiscretas. Pareciéndole aún insuficiente, lo pensó mejor: vació la pequeña mochila con elementos de aseo que le había suministrado un soldado al subir al tren y, antes de abrir la puerta, ocultó en su interior el manuscrito.
Soas sonreía en el pasillo con una bandeja en las manos.
– He traído un poco de café. Hora de desayunar.
– ¿A las cuatro y pico de la madrugada?
– En el Caribe amanece sobre esta hora… ¿Ves?
Soas señaló hacia el exterior; Ferrer, siguiendo su indicación, miró a través de la ventanilla: al otro lado, la noche comenzaba a disolverse pausadamente.
– Espero que te guste solo, malo y aguado. Es lo que dan de sí la cafetera y mi habilidad.
Era una broma de puro protocolo; Soas ni siquiera sonrió al decirla y, apenas la hubo pronunciado, se sentó y adoptó un tono serio.
– Estaría bien que habláramos cinco minutos con calma, antes de tu cita con el Enemigo Público Número Uno.
– ¿Opinas eso de Leónidas?
– Es una forma de hablar. Yo, precisamente, soy uno de los que más lo han defendido. Entiéndeme, su causa y sus reivindicaciones, los derechos de los indios. No su lucha armada. No hay forma de que entiendan que les estamos ofreciendo una fortuna por largarse. Y un sitio de puta madre donde ellos quieran.
– ¿Eso es así de verdad o es propaganda?
– Te lo garantizo. Mira… Indios que vivan en la Montaña deben quedar, hablo desde que yo estoy al mando de esta empresa, desde principios del noventa, cuatrocientos, quinientos, mil como mucho. Un tercio de ellos, gente mayor. Y niños otros tantos. Por lo que yo sé, que, ojo, no lo he visto, sólo lo he oído, viven en algún poblado perdido de su famosa Montaña.
– Eso me interesa. Lo de que desaparecen.
– Leyendas. Como las que hablan de su fabuloso tesoro. ¿Las has oído?
– Todo el mundo las ha oído -dijo Ferrer mientras pensaba: «e incluso los coroneles se empeñaron en buscarlo. Y los indios les declararon la guerra por eso». Pero prefirió callárselo; los datos del manuscrito eran un comodín que prefería seguir manteniendo oculto-. ¿Qué hay de cierto en ellas? Porque se remontan a la época de los conquistadores.
– Mira, Luis, aquí el único tesoro que hay es esto -y volvió a señalar hacia el exterior: el tren atravesaba ahora una llanura de lejanos horizontes rojizos a causa del sol naciente-. Tierra, paz, clima… Yo lo llamo materia prima. Y no es propaganda. Cuando lleguemos a la Montaña y veas lo que vamos a hacer allí, me entenderás. La Leyenda de la Montaña va a ser uno de los complejos turísticos más lujosos del mundo. Pero -levantó, solemne, el dedo índice- está en nuestros estatutos respetar la Naturaleza. ¿Sabías que nuestras instalaciones van a funcionar con energía solar? Respetar la Naturaleza y el entorno humano. Pregunta en Leonito a quien quieras: todos están locos por que se inaugure, saben la cantidad de puestos de trabajo que va a generar. Este país es otro, Luis. Hay democracia. Y la democracia va a durar muchos años, en cuanto entran capitales sólidos en estos países se terminan los golpistas. Aquí vamos a montar una competencia directa para Costa Rica, ya lo verás. Todo, claro, si Leónidas se aviene a razones.
– ¿Qué alega para no querer irse?
– Eso. Que no quiere irse. Que él y sus indios están bien allí.
– Vamos a ver -Ferrer hizo una pausa para trazar un esquema mental-. Corrígeme si me equivoco… Por lo que yo sé, había una guerra de guerrillas. Hablo antes de la democracia.
– Justo, entre los coroneles y los indios. Pero se trataba, sobre todo, de una situación enquistada llena de rencor, demasiado rencor. Ten en cuenta que se hicieron muchas salvajadas por ambos bandos. Pero entonces Leónidas no era aún el jefe. Apareció hace relativamente poco, más o menos a la vez que triunfaba la revolución, puede que un poco después. Ahora bien, cuando los coroneles tuvieron que largarse y La Leyenda vio por fin la luz verde, el primer paso fue negociar con los indios. Los malos de la película ya no estaban. Llegaban nuevos tiempos para todos. Pero entonces apareció Leónidas, dispuesto a dar guerra, y nunca mejor dicho. Probablemente era un resentido con cualidades de líder. Habría perdido a los suyos y buscaba venganza, yo qué sé… Pero convenció a los indios para ponerse de su lado. Atentó contra las obras, contra los obreros… Y no te voy a ocultar que se montaron operativos para darle caza a vida o muerte. Ya con la democracia aquí. Pero no hubo forma. Has visto su último golpe, el secuestro del consejero Arias. Y la bombita en la fiesta para acojonar.
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