Fernando Marías - El Niño de los coroneles

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El Niño de los coroneles: краткое содержание, описание и аннотация

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Premio Nadal 2001
El mal, la tortura, el endemoniado testamento de un hombre que parece mover los hilos de las vidas de los demás y la violencia que engendra la dictadura de los Coroneles en la isla caribeña de Leonito, son los ejes de la trama de esta novela que se plantea como una constante resolución de enigmas. A partir del encargo que recibe Luis Ferrer de entrevistar a un guerrillero indio se desarrolla una trama que transcurre en escenarios tan diversos como el París de la Resistencia, la Alemania nazi o la montaña Sagrada de los indios de Leonito… Dos hombres, dos destinos cruzados: el perverso Lars y el impostor ciudadano Laventier son los grandes protagonistas de una historia turbadora que consigue apretar las teclas exactas de la intriga. Será a través de Luis Ferrer que el lector conocerá a estos inolvidables personajes.

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Salió en busca de la mulata, pero Lili, como todos los presentes en la fiesta, continuaba ante la pantalla de vídeo, que a juzgar por el entusiasmo del presentador a través de la megafonía parecía al fin capaz de conectar con la Montaña Profunda. El contraste entre el festejo y la soledad del cadáver de Bueyes, cuyas referencias a los sucesos de la Montaña cobraban ahora inesperada importancia, inspiró a Ferrer una súbita ocurrencia y también la necesaria osadía para acometerla; se coló tras la barra de Lili sin dejar de vigilar el mar de espaldas atentas a la pantalla. Abrió el cajón donde la mulata guardaba su polaroid, cogió la cámara, la llevó al lugar del crimen y fotografió el mensaje de Bueyes justo a tiempo: tras disparar la placa, la mancha de humedad pasó sobre las palabras escritas con sangre, que pronto desaparecerían para siempre, convertidas en diminutas piezas del rompecabezas de la pared descascarillada.Con la imagen a salvo en su bolsillo, devolvió la cámara a su lugar, regresó al lugar que le correspondía frente a la barra y apuró de un trago la copa que su mano encontró en primer lugar: sólo al depositarla de nuevo sobre la barra, ya vacía, comprendió que se trataba del whisky de Bueyes. No concedió importancia al macabro detalle. Inspiró un par de veces y, más sereno, buscó con la mirada al director del hotel, que atendía, como el resto del público, a la pantalla.

Ferrer se adentró en el jardín para informarle de su descubrimiento. En ese instante se apagaron las luces del jardín y la imagen del consejero delegado Arias provocó un espontáneo aplauso entre los presentes. Ferrer miró hacia la pantalla.

Arias era un triunfador de rasgos impecables y anodinos cuyo traje a medida desentonaba con la sensación de paupérrima improvisación que transmitía la luz de un único foco manual dirigido sobre su rostro, que a pesar de todo lucía recién peinado e inmaculadamente afeitado.

– Soy Carlos Arias, consejero delegado de La Leyenda de la Montaña -dijo con un extraño temor en la voz que intrigó a Ferrer y le obligó a detenerse y prestar atención.

– Y bien que se hizo esperar -apostilló el presentador, provocando una generalizada sonrisa cómplice.

Arias no fue partícipe de ella.

– Estoy aquí como invitado de los indios leonitenses, legítimos propietarios de la Montaña Profunda que nosotros hemos atacado y saqueado, y a la cual pretendemos masacrar salvajemente -dijo sin poder evitar que algún tartamudeo evidenciase su desasosiego; convocado por sus palabras, el silencio planeó sobre el jardín con solidez casi física-. Ellos han interceptado el coche en el que yo viajaba para pedirme que envíe este mensaje de paz y justicia. Quieren que les haga saber que también obra en su poder, por completo operativa, toda la dinamita y explosivos robados a la compañía a lo largo de estos meses.

– ¡Y hablan de paz y justicia! -se indignó una voz entre el público.

– Pero -prosiguió Arias como si hubiera escuchado al espontáneo y quisiera apaciguarlo- dado que no desean la guerra, van a mostrar por última vez su afán de buena voluntad. Ahora voy a leerles un comunicado de Leónidas.

Arias tomó una hoja de papel que alguien le pasó desde detrás de la cámara y leyó:

– «Los capataces de la compañía constructora saben bien que disponemos de explosivo suficiente para hacer mucho daño. Y lo vamos a hacer a menos que cesen los ataques contra nosotros. Mucho daño. Y ahora, si quieren volver a ver vivo a Arias -al leer su propio nombre, un gallo grotesco que no despertó sonrisa alguna entre los presentes surgió de la garganta de Arias- deben entregarme a un hombre. Un hombre que no debe temer nada de mí. Mañana por la mañana quiero a mi lado al periodista español Luis Ferrer. Debe tomar el tren de suministros que sale de Leonito esta noche y aguardar a que yo le recoja en un punto del camino que naturalmente no voy a desvelar».

Ferrer, en el centro de la masa de espectadores, sintió cómo todas las miradas se clavaban en él. Un rubor casi colegial le asaltó, y agradeció que Arias continuase leyendo y acaparara de nuevo la atención:

– «Ferrer es un periodista de reconocida seriedad, y esta vez queremos contar lo que aquí está ocurriendo a alguien que nos escuche de verdad. Y una última cosa: no duden de nuestra capacidad de acción, se lo advierto. Sigue operativa al cien por cien, como a todos los asistentes a esa fiesta les resultará evidente a las doce en punto de la noche».

La conexión terminó de golpe. Todos los presentes se miraron con impaciente expectación, y más de uno consultó maquinalmente el reloj: quedaban cinco minutos escasos para las doce; el instinto profesional de los cámaras se revolvió en la búsqueda infructuosa de algún objetivo concreto que fotografiar; sobre el escenario, el presentador soltó una absurda risita nerviosa y sintió que era su deber decir algo.

– Bien, sugiero que mantengamos la calma.

– ¡Un cadáver! ¡Hay un cadáver! -oyó Ferrer gritar a su espalda-. ¡En los servicios! ¡Un hombre degollado! ¡Hay sangre por todas partes!

El director del hotel corrió hacia el lugar del que había provenido la alarma; los invitados le siguieron en masa y, tras consultarse unos a otros con la mirada, los músicos y camareros abandonaron también sus puestos para presenciar de cerca el morboso acontecimiento.

Ferrer se quedó solo en el jardín, fija todavía la mirada en la pantalla de vídeo ahora muerta. Se apoyó en el borde de una mesa cercana y cogió al azar una de las copas olvidadas sobre ella: el color de la cerveza mediada, tibia y sin espuma desde rato atrás, le recomendó devolver el vaso a su sitio. Despacio, como si no quisiera alterar con sus movimientos la desasosegante quietud de la fiesta abortada, metió la mano en el bolsillo y extrajo la polaroid: los colores y formas, fijos ya sobre el papel, reproducían el mensaje garabateado por Bueyes. Era ilegible a primera vista. Ferrer, consciente de que, absorbidos por la humedad los trazos de la pared del servicio, era el único depositario del macabro testamento, se sentó a la mesa, puso la fotografía frente a sí y bolígrafo en mano comenzó a descifrar letra por letra las dos líneas que componían el texto: eme, u, e, erre, te, separación, a y ele en la primera línea, y -más confusas y débiles a medida que la vida escapaba de las venas de Bueyes- erre, e, i griega, separación, de, e, separación, e, ese, pe, a y eñe. «Muerte al rey de Españ»

El mensaje, inacabado pero comprensible, le decepcionó por absurdo -¿qué animadversión, tan fuerte además como para dedicarle los últimos instantes de vida, podía alentar a Casildo Bueyes contra Juan Carlos de Borbón?-, pero un detalle enigmático llamó poderosamente su atención: abrían el texto, justo antes de la primera letra, tres tajantes signos de admiración que convertían una imprecación dubitativa e incluso estúpida -«Muerte al rey de Españ»- en la resuelta declaración de una adivinada enemistad eterna: «¡¡¡Muerte al rey de España!!!». ¿Por qué desperdiciar para trazarlos una décimas de segundo que podrían haber sido preciosas en la aportación de otros datos?

Entonces le sobresaltó la cómica explosión: un breve chisporroteo de traca infantil o festejo popular proveniente de la maqueta de La Leyenda de la Montaña le hizo volverse a tiempo de ver cómo una lengua de fuego, mínima pero zigzagueante y veloz, recorría silenciosamente la construcción en miniatura haciendo arder a su paso los hoteles de lujo, toboganes acuáticos y playas privadas a escala. Mientras se aproximaba a la maqueta en llamas, Ferrer pensó que se habría tratado de un atentado ridículo de no ser por la precisión y pericia que su ejecución implicaba: Leónidas o sus hombres, tras entrar en la fiesta burlando toda vigilancia, habían dispuesto su ingenio incendiario para que, además de eficaz, resultase puntual: superpuestas, las agujas del reloj marcaban exactamente las doce de la noche. Efectivamente, podían hacer daño. Mucho daño.

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