Fernando Marías - El Niño de los coroneles

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Premio Nadal 2001
El mal, la tortura, el endemoniado testamento de un hombre que parece mover los hilos de las vidas de los demás y la violencia que engendra la dictadura de los Coroneles en la isla caribeña de Leonito, son los ejes de la trama de esta novela que se plantea como una constante resolución de enigmas. A partir del encargo que recibe Luis Ferrer de entrevistar a un guerrillero indio se desarrolla una trama que transcurre en escenarios tan diversos como el París de la Resistencia, la Alemania nazi o la montaña Sagrada de los indios de Leonito… Dos hombres, dos destinos cruzados: el perverso Lars y el impostor ciudadano Laventier son los grandes protagonistas de una historia turbadora que consigue apretar las teclas exactas de la intriga. Será a través de Luis Ferrer que el lector conocerá a estos inolvidables personajes.

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¡Qué hermoso es tener amigos comunes, Jeannot! Hoy, mientras paseaba por los alrededores de mi finca, recogiendo setitas y grosellas que primorosamente atesoraba en un delicado cestito de mimbre, me he topado con una encantadora pareja de recién casados que, asómbrate, han resultado ser conocidos tuyos. Por supuesto, los he invitado a tomar el té y, mientras el mayordomo disponía el servicio y seleccionaba la cocinera las mejores pastas y agasajos, hemos hablado del faro que ilumina mi propiedad. Me halaga y sorprende, Jeannot, que unas volátiles palabras mías, inocentemente redactadas en un momento de especial sensibilidad, hayan despertado en tus amigos y en ti tanto interés; por contra, debo también expresarte mi decepción: ¿por qué no te has dignado a venir en persona? ¿Los achaques te recomendaron eludir la duración de un vuelo transatlántico? ¿O me tenías -y me tienes- miedo? ¿A mí, a tu viejo amigo, al anciano que sólo espera de ti la benevolencia de una mínima atención? ¿No comprendes que, con tu actitud, me obligas a tirar del sedal? Tus amiguitos se resistían al principio a conversar sobre el tema, pero cuando he insistido para que tomaran un segundo té, éste sí realmente helado, han aceptado hablarme de tus planes. Según me explican, sí tienes previsto viajar hasta Leonito (ya que lo has descubierto, puedo mencionar el nombre del país que me acogió) para visitarme, pero siempre después de que ellos -para eso han venido- hubieran compilado un dossier que incluyera, además de todos los datos posibles sobre mi actual filiación, pruebas sobre mis actividades del pasado que permitieran solicitar una extradición… ¡Ah, Jeannot! ¡Abre bien los oídos y escucha la magnánima prueba de mi amistad! Tan ansioso estoy de verte que, a fin de que decidas cuanto antes reunirte conmigo, voy a abreviar tal gestión dándote todas esas pruebas que necesitas. Para empezar, voy a entregarte un dato del que carecías: mi mansión se halla situada frente al tercero de los faros que tan amplio revuelo han armado en tu pacífica existencia. No es necesario, pues, que envíes a nadie más para precisarlo.

Ferrer localizó y señaló el tercer faro en la detallada reproducción topográfica de los detectives franceses: estaba a menos de treinta kilómetros de la Montaña Profunda. Y a trece del primer faro y seis del segundo, que habían albergado el centro de represión de infausta memoria y también la aparición -¿de repente, tal vez no tan improbable?- de los Hombres Perro.

A fin de ahorrarte trabajos y sinsabores, te voy a regalar un crimen nuevo, exclusivo para ti, que me dispongo a cometer ahora y que grabaré en un vídeo que te entregaré cuando nos reunamos. Con él en las manos, no tendrás que esforzarte en localizar pruebas: te aseguro que cualquier juez del mundo lo aceptará como tal, y sólo será ya cuestión de venir a recogerme como fruta madura. Mientras, y a modo de aperitivo, te incluyo en la sombrerera un adelanto de lo que en el vídeo se recoge. Guárdalo con cariño, ha sido creado para ti por un reputado artesano; confío en que constituirá, a la vez, un hermoso recuerdo de tus amigos, que tan amena velada me han deparado. Por cierto, que sepas que han cometido el pecadillo de insistir en una inofensiva mentira, la de que son marido y mujer; mi intuición no les ha creído, pero, generoso como siempre, he decidido otorgarles la oportunidad de evidenciar que era yo el equivocado, y nada me ha parecido más lógico que pedirles, dado que ambos son jóvenes y sanos y viven además los primeros e irrepetibles momentos de la pasión erótica, que demuestren la veracidad de su intimidad realizando el acto sexual ante mí y los amigos que, a medida que departíamos al calor de las deliciosas pastas caseras, se han ido sumando a la reunión. Tal vez la propia curiosidad suscitada ha sido la culpable del bloqueo sexual de mi joven invitado y por eso, al sentirme en parte culpable, decidí ayudarle irrigando un poco de sangre a las venas de su miembro viril.

Abrí la sombrerera: en su interior, un pene humano disecado en erección penetraba en una vagina quirúrgicamente diseccionada y manipulada también por un taxidermista. Un engarce mecánico permitía dotar de movimiento a la repulsiva parodia de cópula. A un lado, cortadas con pericia y entrelazadas en cruel caricatura de gesto amoroso, reposaban las sendas manos derechas gracias a las cuales pudimos verificar la identidad dactilar de los protagonistas de la macabra unión sexual.

Fue la única vez que vi a Vanel asustada e indecisa: quería claudicar, y tuve que hacerle ver que ahora, por fin, disponíamos de un doble asesinato sobre el que apoyar una acusación formal contra Lars. Como él mismo sugería, sólo se trataba de recogerlo como fruta madura. Pero esta vez iría yo. Sabiendo que el ojo invisible de Lars me vigilaba, renuncié voluntariamente a toda cautela y rechacé los diversos planes que Vanel me propuso para llegar a mi destino sin ser visto: el día 11 de enero de 1992 -el diario que a estas alturas ya llevaba me permite ser preciso con las fechas de mi empresa- embarqué en el aeropuerto de Orly con destino Leonito. Como si Lars hubiera podido leer en mi mente, tres días antes de la partida llegó una nueva carta cuyo contenido reproduzco ahora. Creo poder afirmar que le empujará a ayudarme en mi empeño vengador.

En la sanguinaria corte de opereta de los Larriguera me sentí como Robinson en la Isla sin Inteligencia.

Calcula mi panorama, Jeannot: con treinta y siete años a la espalda, no era viejo como el dictador cercano a los sesenta ni jovenzuelo como su desbocado vastago, que ni siquiera alcanzaba la mayoría oficial -no digamos ya la mental- de edad, y mientras debía mostrarme con El Viejo cauto, astuto y cabal para preservar el inconcreto nombramiento de «asesor» con el que había decidido distinguirme, en presencia de su heredero -apodado, para afilar la afrenta a mi dignidad, Teté- no tenía otro remedio que despabilar mi energía, mi sonrisa y mi olvidada capacidad de hacer chistes para

– ¡Restablecieron la comunicación con la Montaña! -gritó Lili a su lado, sobresaltándole-. ¡Ya van a hablar desde allá! Tenga sus fichas, yo voy a escuchar.

Depositó sobre la barra unas fichas de plástico y corrió hacia el jardín. Ferrer se encaminó hacia los lavabos y localizó el teléfono junto a la puerta del servicio de caballeros. Lo descolgó e introdujo la ficha, marcó y esperó: el recepcionista del hotel Atlántico le informó de que Laventier no había regresado aún. Colgó, irritado, y se dispuso a regresar al jardín. Entonces reparó en la sangre.

Se deslizaba con suavidad por debajo de la puerta del servicio. Ferrer se acercó con cautela y golpeó la puerta con los nudillos, sintiéndose remotamente ridículo. Dudó y abrió por fin la puerta; confiaba en que alguna razón inocua lo explicase todo, pero supo por la injustificada resistencia con que topó su empuje que había un cuerpo al otro lado. Paralela a la conciencia repentina del miedo le asaltó una inesperada determinación: empujó hasta que la puerta cedió y entró.

El cuerpo de Casildo Bueyes, que se hallaba sentado en el suelo con el hombro izquierdo recostado contra la puerta, se inclinó por el impulso hacia el otro lado y quedó en quebrado reposo, apoyado el cuello sobre el borde de la taza del primer inodoro, con la cara colgando hacia su interior. La herida que seccionaba el cuello había dejado de sangrar minutos atrás, y parecía ahora una fea boca sorprendida a mitad de una obscena imprecación muda: todo era silencio -a excepción de un goteo regular que resonaba en alguna parte-, y sin embargo flotaba inexplicablemente en el aire el eco de la lucha que Bueyes había mantenido con su asesino o asesinos; prueba física de ella era la tubería de la cisterna, desencajada de su hueco en la pared, desde donde crecía en dirección al suelo una inexorable mancha oscura de humedad. Ferrer buscó en los ojos abiertos del periodista alguna clase de angustia metafísica, pero sólo halló la evidencia de un dolor carnal infinito por el pavoroso trance hacia la nada que le había tocado en suerte. En los últimos instantes, sin embargo, una obcecación que a Ferrer le emocionó por heroica se había sobrepuesto al dolor: la mano derecha de Bueyes aún agarraba con desesperación la pluma seca y sin tinta que apenas un rato antes, en el bar, se había quedado mirando extrañamente conmovido; ahora caían desde el plumín, a intervalos de uno o quizá dos segundos, gruesos goterones de sangre cuya colisión contra el charco del suelo provocaba el metódico ritmo que rompía el silencio. Ferrer no pudo evitar pensar en el whisky a medias, último de su vida, que Bueyes había dejado sobre la barra y, a modo de homenaje al muerto probablemente ingenuo y sin duda inútil, tomó la pluma de la mano helada del muerto, recuperó el capuchón del suelo y lo colocó sobre el plumín. Sin saber por qué, al cabo de unos instantes de vacilación acabó por guardarse la pluma en el bolsillo derecho de la camisa, sobre el pecho, y luego buscó con la mirada el mensaje que Bueyes había escrito con su propia sangre. Lo encontró en la pared, junto a la taza del inodoro, un poco por encima de ella, en medio de una maraña de convencionales grafismos escatológicos: torpes trazos rojos hacia los que se aproximaba amenazadoramente la mancha de humedad de la pared eran la patética memoria única del paso de Casildo Bueyes por la tierra. Más que el afán de interpretarlos, a Ferrer le asaltó la urgencia de dar al cadáver la dignidad de ser extendido sobre una camilla, y tras limpiarse toscamente la sangre de los zapatos abandonó a toda prisa los servicios para comunicar a Lili el macabro hallazgo y traspasarle así la iniciativa de informar al director del hotel, que a su vez se responsabilizaría de recibir a la policía.

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