Pero sea cual sea su decisión, es preciso que reflexione sobre un punto que he dejado para el final por su importancia, en mi opinión, capital.
Como acabo de decir, VL «baja la guardia y nos da -o se le escapa- un concepto clave», el del faro. Pero ¿se le escapa realmente? Me veo en la obligación de anotar la posibilidad de que no sea así. La opción uno -la lógica, la aparente- sería por tanto:
DI.- A VL, espontáneamente deprimido, se le escapa el dato del faro gracias al cual le descubrimos sin que lo sospeche. Correcto; pero sería ingenuo no proponer:
D2.- VL, fingiendo estar espontáneamente deprimido, nos hace creer que cae en ese error. De esta manera, mientras lo imaginamos desprevenido, él sabría que le acechamos. Esta opción, que reconozco retorcida, me ha sido sugerida por el innecesario derroche detallista («… un faro cuyo haz, con los colores de la bandera nacional por quién sabe qué delirio de supuesta actividad lúdico-turística…») con que VL, tan directo en sus descripciones, tan escueto y escurridizo siempre, nos regala de forma aparentemente distraída.
Esa profusión tan oportuna, sumada a mi intuición profesional, es la que me obliga a formular la cuestión con la que concluyo este informe:
¿Sabe VL que estamos sobre su pista?
Más aún:
¿Ha sido él quien ha propiciado su localización?
Y, de ser así:
¿Nos está esperando?
– ¡Ah, los libros! Todas las preguntas tienen veraz respuesta en los libros…
La voz masculina, impostada y solemne, sobresaltó a Ferrer; cerró instintivamente el manuscrito y se giró en guardia: un anciano de mirada beoda le obsequiaba con una sonrisa torcida de dientes amarillentos que resultaba siniestra a pesar de sus intenciones amables o tal vez a causa de ellas. -…a menos que quien escribiera esos libros desease engañara la posteridad… ¿Le gusta la cita? Es de Balzac -el anciano depositó sobre la barra la copa que sostenía en la mano derecha y extendió ésta hacia Ferrer-. Permita que me presente, señor Ferrer. Mi nombre es Casildo Bueyes.
Ferrer no pestañeó ante el nombre. Se limitó a estrechar la mano extendida procurando mostrarse áspero y cortante para no propiciar la verborrea del borracho: el apretón de Bueyes fue inesperadamente fibroso y cordial para alguien cuya lengua resbalaba al vocalizar. Ferrer miró a los ojos del anciano: brillaron con fuerza sincera por un instante, como si sólo fueran capaces de sobreponerse al aturdimiento etílico una vez y quisieran que fuera ahora, cuando apretaba la mano de su interlocutor. Ferrer, a pesar de la prevención, quiso recompensar el esfuerzo con una amabilidad:
– Encantado. ¿Nos conocemos?
– Lo dudo, aunque yo… decían que era el mejor periodista de Leonito. En otra época… -explicó con voz cavernosa-. Ahora prefieren decir otras cosas…
Apuró la bebida con ansiedad que a Ferrer le pareció teñida de melodramatismo con un punto masoquista; esa teatralidad, pausada a causa de la inseguridad etílica, le confería un halo patético y a la vez irreal, como si fuera un personaje milagrosamente trasplantado a la realidad desde una película de terror de los primeros tiempos del cine sonoro. De pronto, una alegre voz femenina increpó con afecto al viejo periodista.
– No me sea tostachón, don Bueyes. ¡Alto el ánimo! -Lili, llevando una bandeja con restos de bebidas, llegó hasta ellos. Tras depositarla sobre el mostrador apoyó la mano sobre el hombro de Bueyes en un mohín solidario que frivolizó con tono cantarín-. ¿Quién le dice esas cosas malas? ¡Gente flemona y pinche! ¡Ni caso!
Bueyes alzó su vaso vacío.
– Sin rellenarme la copa, Lilita, esa amabilidad se queda en nada. Y sirve también a mi amigo español -dijo señalando a Ferrer.
– ¡Ah, don Bueyes! ¡Cuánto echará de menos mis copas cuando me case y me instale en el norte! ¡Ni un vaso de agua más voy a servir! Menos a mi novio, a ése le serviré lo que quiera y hasta lo que no quiera. Bueno, novio no, marido; ya para entonces marido… -Lili guiñó un ojo a Bueyes y se volvió hacia Ferrer-. ¿Y usted, don Ferrer? -preguntó pegándose a él y jugueteando con el cuello de su camisa como una muñequita melosa y deliberadamente estúpida; de pronto, le lanzó una mirada de inteligencia y señaló con un seco gesto de las cejas hacia Bueyes:
– Cuidado, el alcohol lo encabrita de pronto y ya no se le puede sujetar -advirtió en voz baja y precisa antes de pasar al otro lado de la barra.
– Lo de siempre para mí -pidió Bueyes a Lili; la petición, a pesar de su trivialidad, adquirió en los labios del periodista el mismo tono sórdido que empañaba toda su actitud-. Y para mi amigo, lo que él quiera.
– Pues… -Ferrer no quería beber con el viejo, pero intuía que si se negaba provocaría su insistencia-. Gin tonic, por favor.
– Bien, amigo Ferrer -dijo el periodista-. Me perdonará que le haya abordado así, pero luego, en la vorágine de la fiesta, iba a ser más difícil saludarle.
– Tranquilo -minimizó Ferrer con un gesto mientras calculaba la edad de Bueyes: ¿habría tratado a Lars en el cuarenta y siete? ¿Y después, en cualquier otro momentó de su vida? Decidió probar suerte-. De hecho, yo también deseaba conocerle. No sé si sabe que estoy aquí para escribir sobre Leónidas. Pero es que además… -tomó de la barra el libro de registros; Bueyes no le dejó concluir.
– ¡Justo de eso quería hablarle! -atajó; la referencia de Ferrer había devuelto a su mirada el puntual brillo de serenidad-. De Leónidas y de la Montaña Profunda.
Lili depositó las copas frente a ellos; Bueyes la tomó como si encerrara un presagio favorable y la izó en un desmañado brindis que Ferrer secundó con desgana, arrepentido de haber dado pie a la conversación del borracho.
– ¡Por la verdad! -clamó Bueyes.
Ferrer consintió con una sonrisa forzada.
– ¡Quietos! ¡Así, sin pestañear! -Lili, con la cámara polaroid en las manos, se agachaba en busca de un buen ángulo para inmortalizar el momento. Apenas la mulata disparó la cámara, Ferrer miró de nuevo a Bueyes.
– Pero antes de hablar de la Montaña, dígame… ¿Conoció o conoce, o ha oído hablar de un tal Lasa? Víctor Lasa.
– ¿Lasa?
– Francés de origen. Un hombre de negocios bastante afecto al régimen de los coroneles. Y, según tengo entendido, bien conocido aquí.
Lili disparó de nuevo el flash y, acto seguido, puso entre los dos hombres la primera fotografía que había generado la polaroid.
– Recuerdito, cortesía de la casa -anunció sonriente antes de regresar al trabajo.
– Lasa… -Bueyes seguía rebuscando en su memoria vacía.-En realidad se apellidaba Lars.
– Así, por el nombre… Tendría que consultar mis archivos.
– ¿Me hará ese favor? -preguntó Ferrer con gravedad.
– Claro… -aceptó Bueyes de buen grado, consciente de que disponía ahora de un inesperado comodín que le garantizaba la atención de Ferrer-. Mañana, cuando nos citemos, tendrá datos sobre… -Bueyes sacó su pluma del bolsillo de la camisa, tomó la polaroid de la forzada pose de brindis y se dispuso a escribir sobre su dorso-. ¿Cómo ha dicho que se llama?
– Victor Lasa. O Víctor Lars. Sé que llegó a Leonito en mil novecientos cuarenta y siete. En concreto, en el mes de mayo ya estaba aquí.
Bueyes raspó inútilmente el plumín contra el papel: el cargador de tinta estaba vacío. El periodista se quedó consternado, casi asustado, como si hubiera descubierto en el hecho nimio un augurio nefasto; durante unas inacabables décimas de segundo miró la pluma con tan terca fijación que a Ferrer le estremeció: no pudo evitar verse a sí mismo junto al cadáver de su hija, acobardado ante el folio en blanco en el que nunca llegó a escribir la confesión del crimen. El mismo pánico en estado puro que entonces se había adherido para siempre a él latía ahora en la mirada de Casildo Bueyes.
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