Fernando Marías - El Niño de los coroneles

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Premio Nadal 2001
El mal, la tortura, el endemoniado testamento de un hombre que parece mover los hilos de las vidas de los demás y la violencia que engendra la dictadura de los Coroneles en la isla caribeña de Leonito, son los ejes de la trama de esta novela que se plantea como una constante resolución de enigmas. A partir del encargo que recibe Luis Ferrer de entrevistar a un guerrillero indio se desarrolla una trama que transcurre en escenarios tan diversos como el París de la Resistencia, la Alemania nazi o la montaña Sagrada de los indios de Leonito… Dos hombres, dos destinos cruzados: el perverso Lars y el impostor ciudadano Laventier son los grandes protagonistas de una historia turbadora que consigue apretar las teclas exactas de la intriga. Será a través de Luis Ferrer que el lector conocerá a estos inolvidables personajes.

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– El caso es que estoy escribiendo sobre un hombre que se hospedó aquí por entonces, y quería saber si usted lo recuerda.

– ¿El año cuarenta y siete? -enarcó Raúl las cejas para subrayar la insuficiencia del dato.

Ferrer abrió el libro de registro que le había prestado el director del hotel y fue deslizando el dedo índice por las casillas correspondientes a los meses: Lars, según sus propias palabras, debía de haberse hospedado poco después del primero de mayo. Y, en efecto, no tar-dó en hallarlo, con el apellido ingenuamente maquillado: un nombre anotado con mayúsculas, probablemente por el recepcionista de turno, y a su lado el trazo escueto y puntiagudo de una firma apresurada: Victor Lasa, 4 de mayo de 1947… El francés había aprovechado bien su tiempo: apenas setenta y dos horas después de haber disparado el flash fotográfico en la embajada ya podía permitirse la mejor habitación de la ciudad. Y sin duda se sentía a salvo: Lasa en sustitución de Lars era un disfraz poco sofisticado. Pero tal vez precisamente por eso resultaba más seguro que otros.

– Aquí está -dijo volviendo el libro hacia Raúl-. Ésta es su firma. Lasa. Victor Lasa. ¿Lo recuerda?

Una expresión de franca alegría animó a Raúl.

– ¡Cómo no! ¡El señor Lasa! El Mesié, le llamábamos entre los botones. Aunque hablaba muy bien nuestro idioma, tenía un notable acento francés. Y dejaba espléndidas propinas. Mesié Lasa, claro… -el mulato sonrió ensoñadoramente, como si asociase el nombre a hermosas épocas de su propio pasado; tan expresiva reacción de cordialidad desmanteló el meditado cuestionario que Ferrer había preparado.

– ¿Era… eh… un hombre rico? -improvisó al azar.

– Para mí, entonces, lo parecía. No tenía otra referencia que las propinas de los demás clientes, normalmente mucho más bajas. Y luego comprobé que además de parecerlo lo era.

– ¿Luego?

– A lo largo de los años.

– ¿Es que lo siguió tratando?

– Siempre que venía por aquí, ya como simple visitante. Alguna fiesta, alguna reunión de negocios… En el hotel, como cliente, estuvo… -consultó el libro de registro-. Sí, lo que pone aquí: hasta el final del cuarenta y siete. Y parte del cuarenta y ocho también.

– ¿Recuerda hasta cuándo? -Ferrer se recriminó no haber pedido el libro de registros del año siguiente: podría haber conocido la fecha exacta de cambio de residencia de Lars.

– Principios de verano, más o menos. Luego debió de instalarse en otro lugar, supongo que su propia casa. Pero cuando la ocasión lo requería nos honraba con su presencia. El señor Lasa era un hombre importante. Bueno, y sigue siéndolo.

– ¿Sigue siéndolo? ¿Sabe a qué se dedica?

– Negocios. Y durante muchos años, magníficas relaciones con el régimen de los coroneles… Supo aprovecharlas, supongo.

– ¿Conoce por casualidad su dirección?

– En eso siempre fue extremadamente discreto. Yo le he tratado y le trato sólo en el hotel.

Ferrer sintió un escalofrío.

– ¿Le trata? ¿Quiere decir que aún suele venir?

– Por supuesto; aunque cada vez menos, a causa de la edad. Pero lo normal, en un acontecimiento como el de hoy, sería que estuviera aquí. Le gustan mucho estas reuniones.

Ferrer lanzó una mirada inquieta hacia la entrada del jardín, por la que seguían accediendo los invitados a la fiesta. Raúl consultó expresivamente su reloj y Ferrer captó la indirecta.

– No se preocupe, no le entretengo más. Pero dígame, ¿cómo era el señor Lasa?

– ¿De aspecto físico, quiere decir? No muy alto, apuesto, de pelo blanco… de trato enormemente cordial. Seductor, diría yo. Y también le diré que era, si me permite una opinión puramente personal…

– Por favor…

– Un hombre bueno.

«Un hombre bueno»… Con esa expresión comenzaba Laventier su manuscrito… «¿Sabe usted por qué matan los hombres buenos, señor Ferrer?»

– ¿Bueno? ¿En qué sentido?

– En el único que tiene la palabra. Ayudaba a la gente. Le gustaba hacerlo. Y le sigue gustando. A mí, por ejemplo, me recomendó para un ascenso en al menos dos ocasiones. Al parecer, admiraba mi profesionalidad. Dos ocasiones que a mí me consten, me lo contó al jubilarse el que por entonces era director del hotel. Y le aseguro que lo hizo por pura generosidad. Igual que con todos los demás, hombres y mujeres de Leonito. Necesitaba personal para sus empresas y siempre prefería contratar a gente humilde. Ya le digo, un hombre bueno -concluyó Raúl-. Y ahora, si no desea nada más…

– Únicamente que, si recordase algo que me permitiera localizar al señor Lasa y hablar con él, me lo haga saber.

Raúl asintió con una levísima inclinación de cabeza y se alejó.

Ferrer, ya a solas, caminó hacia el bar de Lili: toda la actividad estaba concentrada en el jardín, y la tranquilidad de la desierta barra en penumbra era lo que necesitaba. Apoyó el libro de registros sobre el mostrador y pasó el dedo sobre la vieja rúbrica de tinta: más de cuatro décadas atrás, sobre ese punto exacto del papel, Victor Lars había garabateado la firma que él rozaba ahora. Le estremeció pensar que, aunque mínimo, se trataba de un contacto físico con él. Como el de estrecharle la mano. Como el de imaginarlo cerca, tal vez en el jardín o a punto de llegar a él… La proximidad de «un hombre bueno». Cerró el libro de registros y sacó del bolsillo el manuscrito de Laventier, preguntándose por qué el francés no respondía a su llamada.

El cadáver de mi pobre Florence fue arrojado a la humedad del pozo completamente desnuda, quemadas las yemas de los dedos y machacada la dentadura a martillazos para evitar posibles identificaciones, sin el menor miramiento, sin el menor atisbo de respeto: un despojo de carne del que convenía librarse, un zapato viejo que por el más monstruoso de los azares permaneció durante medio siglo a dos pasos de la persona que lo hubiera dado todo por rescatarlo, por darle un entierro digno, por ofrecerle la fidelidad inútil de mi dolor eterno… Mientras ella se pudría en su mazmorra de soledad yo bailaba nuestro vals abandonado a la melancolía… ¡Cuántas veces desde el fatal descubrimiento hube de entrever que su espíritu, sobreviviendo irracionalmente y durante décadas al cuerpo descompuesto, revivía por la cruel llamada de esa melodía maldita para, entre patéticos alaridos, suplicarme inútilmente que asomase la cabeza a la boca del pozo! La rabia por esa imagen, sin duda la más insoportable de las que he padecido, fue la que, sobresaltándome puntual apenas el agotamiento me concedía unos momentos de sueño, acabó por espolearme para vencer a la depresión inapetente e insomne que, tras la exhumación, alarmó a mis más cercanos colaboradores durante la larga semana que permanecí encerrado en mi despacho, ejerciendo a la vez de fiscal y defensor de mis sentimientos y mi razón; la rabia por esa imagen, finalmente, iluminó también en mi mente al juez que, a pesar de todo, renunció al afán de condena a muerte contra Lars con el que la pena y el odio me habían tentado y me tentaban: mi enemigo me provocaba para que partiese en su busca dejando que guiase mis actos el primer impulso vengativo. Pues bien, yo iría a por él; pero, lejos de dejarme arrastrar por esa reacción de ira primitiva que sin duda había sopesado él como sutil forma de victoria sobre mis principios, perseguiría tan sólo ponerlo ante un tribunal que juzgase sus crímenes conforme a derecho. Ése sería su peor castigo, su derrota incuestionable ante la justicia de la que siempre se había burlado. Alentado por tal perspectiva, un horizonte de redención para todas las calladas cobardías de mi vida, que ni siquiera la renuncia al Nobel había logrado aliviar, pareció dibujarse por fin, e incluso algún espasmo de mi lejanísimo juramento juvenil revivió por el renovado compromiso con mis principios. ¿Cómo podía sospechar entonces que acabaría por violarlos, arrastrado por un torbellino insólito y atroz, inimaginable entonces pero concretado hoy, mientras escribo, en el arma que aguarda en mi maletín el momento inminente de mirar a los ojos de Lars antes de darle obscenamente muerte? Cuando mi ingenua y civilizada decisión estuvo tomada pedí a Anne Vanel que acudiera a verme. Ella había afirmado saber dónde se encontraba Lars, y le supliqué que contraviniese su obligación de informar a las autoridades de los macabros hallazgos de Loissy hasta que estuviéramos en disposición de detenerlo. Para mi sorpresa, aceptó de buen grado, aunque no lo hizo por dejadez profesional o altruista solidaridad conmigo, con Florence, con el chileno Fiorino, con el misterioso Niño de los coroneles o con todas las otras víctimas que la continuación de la biografía de Lars parecía prometer… Vanel aceptó porque consideraba que la resolución del excepcional caso que tenía entre manos iba a disparar su prestigio y cotización. De hecho, el exhaustivo informe que traía consigo demostraba que había trabajado y estaba trabajando con entusiasmo. Decía así:

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