Fernando Marías - El Niño de los coroneles

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El Niño de los coroneles: краткое содержание, описание и аннотация

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Premio Nadal 2001
El mal, la tortura, el endemoniado testamento de un hombre que parece mover los hilos de las vidas de los demás y la violencia que engendra la dictadura de los Coroneles en la isla caribeña de Leonito, son los ejes de la trama de esta novela que se plantea como una constante resolución de enigmas. A partir del encargo que recibe Luis Ferrer de entrevistar a un guerrillero indio se desarrolla una trama que transcurre en escenarios tan diversos como el París de la Resistencia, la Alemania nazi o la montaña Sagrada de los indios de Leonito… Dos hombres, dos destinos cruzados: el perverso Lars y el impostor ciudadano Laventier son los grandes protagonistas de una historia turbadora que consigue apretar las teclas exactas de la intriga. Será a través de Luis Ferrer que el lector conocerá a estos inolvidables personajes.

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La ley de la oferta y la demanda es clara e infalible como pocas: tanto da que la apliques a la adquisición de obras de arte o de abono natural, a la trata de blancas o la compraventa de títulos nobiliarios. Durante los tiempos que siguieron al desastre del Tercer Reich, fue también inflexible con los huidos: la cotización de los oficiales nazis, y particularmente la de los entusiastas y brillantes como yo, había bajado en picado, y para ninguno de nosotros fue sencillo encontrar un lugar donde ubicarse con garantías de seguridad y satisfacción. En mi caso, me encontré además con un obstáculo inesperado: apenas desembarqué, fui atracado y apaleado por un grupo de maleantes, probablemente compinchados con algún miembro de la organización que me llevó a América. Me arrebataron el oro, abandonándome medio muerto en las cercanías del poblacho perdido donde, teóricamente, debía aguardarme el coche que me trasladaría al siguiente punto de destino. Durante días convalecí en un hospital público, y cuando recibí el alta pude sobrevivir gracias a la reserva de dólares que había ocultado en el interior de mi corbata. Por supuesto, en todo ese tiempo no dejé de buscar remedio a mi situación, que resultaba más irritante porque en Francia seguía, intacta en su escondite, la jugosa parte de mi fortuna que no había podido llevar conmigo. Llevaba semanas de malvivir en un charco inmundo, un ruinoso país americano de saldo cuyo nombre no te desvelo, tratando de introducirme en el exclusivo círculo de los militares dueños del poder mientras esperaba el momento de largarme a cualquier otro lugar, cuando la suerte me regaló una de sus conjunciones más inhabituales: ya sabes, lugar oportuno y momento oportuno. Fue durante una fiesta nocturna en la embajada española a la que había conseguido ser invitado. Al parecer, una subversiva se había introducido en el edificio y el embajador español negaba el permiso de registro. El oficial que estaba al frente del contingente militar, ante la oposición del diplomático, desenfundó su arma y le amenazó allí mismo, en el centro del jardín, delante de todos; le puso la pistola junto a la cara y, por cómo le ardían de furia los ojos, sé que estaba dispuesto a apretar el gatillo. Calculando que la muerte del embajador español sería un engorroso asunto para este país de opereta, me dejé llevar por la intuición y actué deprisa. Arrebaté la cámara a un indeciso fotógrafo que miraba la escena con la boca abierta y pulsé el disparador: la luz del flash lo iluminó todo y, como el chasquido de los dedos de un hipnotizador, devolvió al energúmeno la cordura. El soldadito guardó el arma y se fue con sus hombres. Al día siguiente, suponiendo que mi oportuna actuación me abriría las puertas del palacio de gobernación, solicité audiencia al presidente. Cuál no sería mi sorpresa al averiguar que el oficial de la pistola, el energúmeno, era nada menos que su hijo. El presidente se mostró muy agradecido por mi ayuda, en verdad deseoso de recompensarme. Le hice saber que me encontraba eventualmente sin trabajo. Hablamos… y aquí me quedé. Aquí me quedé y aquí sigo, Jeannot, aguardando insomne el momento fatídico, asomado a la misma atalaya desde la que durante tanto tiempo he visto la vida a mis pies, sometido a la rigurosa crueldad de un reloj peculiar aunque, como todos los relojes, indiferente al tiempo que segundo a segundo me va robando: existe frente a la entrada de la bahía próxima a mi propiedad un faro cuyo haz, con los colores de la bandera nacional por quién sabe qué delirio de supuesta actividad lúdico-turística, completa su giro, día y noche, exactamente cada sesenta segundos, como calculé y comprobé a,lo largo de los años mientras, aquí mismo acodado, reflexionaba sobre los próximos pasos de mi carrera americana o celebraba los éxitos de ésta; ahora, cada vez que los rayos de luz recorren la barandilla de mi terraza con su inagotable precisión, sólo sirven para recordarme que me queda un minuto menos… Acaba de hacerlo en este instante: luz azul mientras escribía los puntos suspensivos, rojo ahora, mientras acabo esta frase: otro giro y otro minuto menos, decididamente no tengo tiempo que perder. No tenemos, amigo mío, tiempo que perder. La renuncia al premio Nobel, golpe publicitario genial ante el que me descubro, te ha puesto en la primera plana de periódicos y programas de televisión: ese revitalizado prestigio es el vehículo idóneo para que, a través de ti, se hagan públicas mis actividades de las cinco últimas décadas. Tal vez te estés preguntando si no debo fidelidad a algún equipo, empresa u organización. La respuesta es afirmativa y negativa a la vez: reconozco que respetar hasta el último momento la fidelidad pactada sería, además de sancionable por la otra parte, lo éticamente justo; pero no me permitiría cumplir el deseo de verme reconocido. La traición no me preocupa: ¿qué harán mis jefes -en realidad no son exactamente jefes. ¿Socios? Tampoco; tampoco exactamente- cuando lo cuente todo antes de morir? ¿Matarme? Mi trabajo -que, te lo aseguro, nunca ha consistido en aplicar corrientes eléctricas a un cuerpo inmovilizado- te intrigará e interesará sobremanera. En realidad, ya lo ha hecho: ¿o has podido quitarte de la cabeza la muerte del chilenito Fiorino? Seguro que no. Espero tu respuesta y ansio el momento de que nos reunamos de nuevo. Inmerso en mi narración me olvidaba de subrayar que será un enorme, enorme placer, volver a ver a una de las pocas personas interesantes que he conocido.

Un abrazo.

Ésta es la carta que Lars -explicando luego el tortuoso sistema que debía utilizar para comunicarme con él- me escribió. Tal vez usted, al leerla influenciado por el hecho de hallarse en la misma habitación que ocupó él hace años, sostiene en estos momentos mi escrito como en su momento sostuve yo el suyo: lleno de perplejidad e indignación.

Había terminado de leer con las primeras luces del alba, y tal vez eso afiló mi energía. Los recortes sobre la muerte de Fiorino y la obra de teatro que el desdichado ya nunca terminaría me recordaron el deber que inicialmente me había impuesto: poner a Lars ante la justicia. Para ello era imprescindible seguirle el juego, pero su intolerable arrogancia me llevó a actuar por instinto antes que con frialdad y análisis y, casi a renglón seguido, redacté y envié al desconocido número de fax que Lars me facilitaba una respuesta iracunda y contundente en la que exponía -con nobleza absurda que no debí cometer- mi intención de denunciarle y perseguirle con todos los medios legales a mi alcance, y le escupía además todos y cada uno de los puntos de mi cólera y desprecio. Tal vez esto último, el desprecio explicitado a un canallesco psicópata, fue lo que lo provocó todo. Según mi abogado, al que puse al corriente de la situación, la carta de Lars no era prueba de indicio claro de delito, pues podía también tratarse de la broma bien armada de alguien retorcido en cuya localización, dificultosa y puede que imposible, no cabía esperar que se implicasen los sobresaturados y pragmáticos servicios policiales. Siguiendo su consejo, solicité opinión a un profesional de la investigación; para alguien que, como yo, jamás se había planteado contratar a un detective y por tanto sólo tenía de esta figura las tópicas referencias cinematográficas, fue una sorpresa comprobar que, según las solventes fuentes que consulté, era una mujer la mejor detective de París. De cincuenta y tantos años, corpulenta y pequeña, con el brillo de la auténtica inteligencia en la mirada, Anne Vanel dirigía con voz suave y maneras educadas a un nutrido equipo de profesionales jóvenes, hombres y mujeres, que parecían reverenciarla: Vanel coincidió con mi abogado en que la policía no dedicaría un minuto al peculiar asunto y se comprometió a elaborar un primer informe del mismo en el plazo de dos semanas. La espera se me antojó interminable y, como si en esa indagación pudiese hallar pistas que aportar a la efectividad de la detective, dediqué el tiempo a rememorar mi ya lejanísima amistad con Lars. La evocación fue imponiéndose imperceptiblemente,casi diría que a traición, sobre el enfado y el afán de justicia, y desembocó en una depresiva añoranza del propio pasado que acabó por enfrentarme, a pesar de mi estado de salud razonablemente bueno, a la idea de mi propia muerte, que por simple ley natural no podía acechar demasiado lejos. Contra esos lóbregos pensamientos me esforzaba por rebelarme cuando llegó una nueva carta de Lars. Era seca y no menos iracunda que la mía. Pero no era eso lo peor.

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