Fernando Marías - El Niño de los coroneles

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Premio Nadal 2001
El mal, la tortura, el endemoniado testamento de un hombre que parece mover los hilos de las vidas de los demás y la violencia que engendra la dictadura de los Coroneles en la isla caribeña de Leonito, son los ejes de la trama de esta novela que se plantea como una constante resolución de enigmas. A partir del encargo que recibe Luis Ferrer de entrevistar a un guerrillero indio se desarrolla una trama que transcurre en escenarios tan diversos como el París de la Resistencia, la Alemania nazi o la montaña Sagrada de los indios de Leonito… Dos hombres, dos destinos cruzados: el perverso Lars y el impostor ciudadano Laventier son los grandes protagonistas de una historia turbadora que consigue apretar las teclas exactas de la intriga. Será a través de Luis Ferrer que el lector conocerá a estos inolvidables personajes.

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Curiosamente, ninguna orden de Berlín había venido a despojarme, tras la muerte de Reinhard, de las prebendas oficiales: mis subalternos seguían cuadrándose cuando aparecía ante ellos y las dos putas seguían siendo de mi propiedad. Con rabiosa decepción, estaba a punto de aceptar que mi insignificancia en el escalafón de la Gestapo era tal que ni siquiera justificaba el despido, cuando el piloto de un vuelo especial se presentó ante mí con la orden de trasladarme a Berlín: Heinrich Himmler quería verme. Él en persona.

Seis horas después, el todopoderoso nazi me invitaba a sentarme frente a él en un amplio sofá que no había elegido únicamente por su comodidad: sobre una mesita, muy cerca de nosotros, se encontraba la máscara mortuoria de Reinhard Heydrich. Supe después que Himmler, del que se decía que podía haber instigado el atentado contra su ambicioso subordinado, conservó ambiguamente esta reliquia durante meses: ¿tributo al camarada muerto o trofeo de caza recordatorio del poder absoluto de su poseedor? Sin mediar pausas que permitiesen elucubrar una respuesta a la cuestión, Himmler puso sobre la mesa la agenda que había sido de Reinhard y la abrió por la página en la que mi difunto protector, durante nuestra primera entrevista en la Sombra Azul, había anotado mis datos sin otra intención que la de entregárselos a su ayudante. Para un paranoico de la fiscalización como Himmler, los círculos de tinta que rodeaban las palabras «Víctor Lars» -había querido el azar que Reinhard los trazase mientras me enunciaba las ventajas de pertenecer a su equipo-, más el hecho de que en los ficheros sobre colaboradores de las SS había una carpeta con mi nombre que nada contenía en su interior -lógico, pero nadie más que yo y el muerto podíamos saberlo-, sólo podía significar que el aprecio de Reinhard hacia mi trabajo y mi persona eran acordes al tan celoso secretismo que Himmler quiso imaginar y agigantó. ¿Quién era ese Victor Lars que tan clandestinamente colaboraba con el fallecido?, me interrogó con amabilidad. ¿Cuál era mi trabajo? Heydrich había fallecido antes de que pudiese entregarle una sola línea de mis, por otra parte, inexistentes conclusiones, y no podía desaprovechar ese factor… Me atreví a mirar a Himmler a los ojos, adopté un tono grave y, poniendo por testigo a la máscara mortuoria que ninguna de mis mentiras podía enmendar, presenté el balbuciente experimento Tuccio -del que, a mi conveniencia, sólo revelé difusas líneas maestras- como un proyecto asentado que entusiasmaba a Heydrich y del que no había constancia escrita a causa precisamente de su envergadura, de la importancia que él le había concedido. Enardecido por mi propio discurso, al que daban alas el interés de mi oyente y su mirada ocasionalmente aprobatoria, logré transmitirle mi entusiasmo, y esa misma tarde regresaba a París con un encargo personal de Himmler, que tal vez vio en la absorción de mi talento una victoria póstuma sobre su ambicioso ayudante fallecido. Fuese como fuese,debía presentar lo antes posible un informe amplio sobre mis avances en el campo de «la aplicación del dolor mental como alternativa al dolor físico». No tenía tiempo que perder: había vendido algo que no existía y tenía que inventarlo a toda prisa. Pero no fue difícil. Tú recuerdas mi convincente oratoria, y entenderás por tanto que, con el adecuado apoyo de fotografías y películas filmadas en mi laboratorio de torturas, el primer informe que envié, «La tortura como arma de futuro», resultase convincente: me fueron concedidos más fondos, el grado de capitán de las SS -como tal vez ignoras, Himmler era muy proclive a premiar con graduaciones militares a los civiles cuyo trabajo e iniciativa le resultaban satisfactorios-, y recibí la invitación personal de mi nuevo jefe para acompañarle en algunas de sus visitas a los campos de concentración. Tal y como haces ahora en tus cotizadas conferencias, arengaba yo en esos casos a los oficiales que los dirigían o iban a dirigirlos; por supuesto, tus charlas eran distintas de las mías en lo superficial -tú, por ejemplo, te explayabas y te sigues explayando sobre la importancia que adquiere la educación infantil en la erradicación del racismo, y yo hablaba de lo conveniente que resultaba, como primer trauma de choque, obligar a las más recatadas de entre las prisioneras recién llegadas a exhibirse desnudas, una por una, ante los oficiales del campo-, pero idénticas en lo esencial: los dos dábamos a nuestros oyentes lo que querían oír; los dos sacábamos halagos, aplausos y beneficio económico de ello; los dos éramos lo mismo: charlatanes de maneras elegantes. Y tú, reconócelo conmigo, mucho más que yo, que al fin y al cabo trabajaba forzosamente apartado de la vida pública. ¡Qué bien rentabilizaste tu apoyo a la Resistencia! Y qué bien, no tengo más remedio que admitirlo, supiste ocultarlo durante los años de la ocupación. Aunque también fue cuestión de suerte: coincidió que nunca hiciste nada sospechoso -y por tanto nada sospechoso pude yo ver- durante las semanas que te seguí. Porque has de saber que, después de aquel casual encuentro junto al Sena, y una vez estuvo mi prosperidad asegurada por Himmler, me empeñé en saber más de ti. Imagino que buscaba materializar el reencuentro de nuestra amistad, y por eso, durante aproximadamente tres meses, eligiendo días o noches al azar, me apostaba frente a tu consulta y espiaba tu actividad. Eras, como yo, un hombre solo; puede que eso te salvara: distraído por esa solidaridad, no fui meticuloso en la observación de otros detalles que hubieran podido llevarme a conocer tu actividad clandestina. Pero eras tan rutinario y mediocre… Pronto deduje que la mujeruca no era tu esposa, sino tu empleada, y que no tenías hijos, ni amigos relevantes, ni siquiera conocidos con los que compartir una conversación estimulante. Sólo destacaban tus ocasionales visitas, siempre en fin de semana, al viejo caserón familiar: el vals, tu baile con el fantasma… rigurosamente solo en el centro de la oscuridad, Jeannot… ¿Practicabas alguna forma de brujería o te aguardaba tras el baile una niñita atada a la cama?, me preguntaba yo, apoyado en el árbol del jardín que había convertido en punto de observación. ¿Rezabas o estabas simplemente chiflado? La curiosidad me llevó una mañana a inspeccionar el caserón, tras comprobar que estabas ocupado en la consulta y no podrías por tanto interrumpirme: no hallé nada, excepto mis propios recuerdos de aquella noche que pasamos tú y yo en compañía de cierta dama de la que ambos estábamos enamorados, y fue ese momento el que marcó mi progresivo desinterés hacia ti: tal vez porque te dibujabas como un hombre prematuramente envejecido y aburrido, abandoné la idea de propiciar un encuentro contigo y fui abandonando tu estéril vigilancia. Además, a finales de aquel año 1942, comenzaron a reclamarme otros asuntos.

Siempre me he preguntado si fui yo el primero en entrever el desastre. Supongo que no, pero puedo asegurarte que sí fui uno de los más diligentes en planear mi salvación personal, azuzado por la disposición sobre el tablero que adquirían las fichas de la partida bélica. En octubre y noviembre,las catastróficas derrotas de El Alamein y Stalingrado habían venido a sumarse a la de principios del verano, cuando el intruso americano había machacado en Midway a nuestro socio japonés. Mis aspiraciones de lograr un puesto de privilegio en el nuevo orden que surgiría tras la guerra pasaban por la victoria. Pero ¿y si perdíamos? Aunque seguía trabajando con normalidad -de hecho, diseñé métodos que fueron aplicados con éxito en los campos de concentración, lo que aumentó la estima que Himmler me tenía-, comencé a librar, sobre ese supuesto adverso, mi propia guerra. Una derrota del Reich, razoné, convertiría Europa en un campo de tiro contra los nazis y sus simpatizantes. No habría ningún sitio seguro en el territorio europeo ni en el del enemigo americano, y las posibilidades quedaban reducidas a Asia, África y América del Sur, lugares en los que las sospechas que un ciudadano francés pudiese despertar serían acalladas, mejor que de cualquier otra manera, con dinero: en concreto, y para no ser erróneamente optimistas, oro, joyas o dólares. No podía contar con los inmuebles a mi nombre, que me serían arrebatados tras la eventual derrota, ni con la saneada cuenta bancaria en una moneda, la legal, que perdería en tal supuesto todo su valor. No, necesitaba recaudar fondos en cualquiera de esas tres monedas universales, y la astucia recomendaba hacerlo con cautela y sin compartir con nadie mis inquietudes: yo mismo había apoyado con entusiasmo -y ejercido en dos ocasiones- la invitación de Himmler a denunciar a todo aquel cuya voluntad de victoria flaquease. Por todas estas perspectivas brindé el primer día de 1943; por todas ellas puse en marcha mi plan de salvación, en el que, ya te lo adelanto, tu involuntaria colaboración sería crucial.

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