Fernando Marías - El Niño de los coroneles

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El Niño de los coroneles: краткое содержание, описание и аннотация

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Premio Nadal 2001
El mal, la tortura, el endemoniado testamento de un hombre que parece mover los hilos de las vidas de los demás y la violencia que engendra la dictadura de los Coroneles en la isla caribeña de Leonito, son los ejes de la trama de esta novela que se plantea como una constante resolución de enigmas. A partir del encargo que recibe Luis Ferrer de entrevistar a un guerrillero indio se desarrolla una trama que transcurre en escenarios tan diversos como el París de la Resistencia, la Alemania nazi o la montaña Sagrada de los indios de Leonito… Dos hombres, dos destinos cruzados: el perverso Lars y el impostor ciudadano Laventier son los grandes protagonistas de una historia turbadora que consigue apretar las teclas exactas de la intriga. Será a través de Luis Ferrer que el lector conocerá a estos inolvidables personajes.

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Sin duda no has olvidado nuestras ya remotísimas visitas a los burdeles de París. Pocos, de entre nuestros amigos y conocidos, nos creían cuando afirmábamos que la prioridad de tales incursiones no era el sexo, sino, ¿te acuerdas?, continuar exprimiendo juntos la noche con el aliciente que a ésta le daba la disponibilidad de cuerpos femeninos hermosos y anónimos que a veces ni siquiera utilizábamos. El mismo espíritu, puedo afirmarlo, presidió la visita con Reinhard a la para mí hasta entonces desconocida Sombra Azul, exclusivo burdel que dirigía una dama parisina de mirada altiva y apretón de mano firme. «¿Un poco de música para amenizar nuestra charla?», no he olvidado que dijo Reinhard cuando, tras atravesar los pasillos y salones extrañamente solitarios del local, tomamos posesión del lujoso reservado hasta el que la dama nos había precedido. Asentí, y entonces entró la insólita orquesta: dos mujeres desnudas, rubia una y morena la otra, tan hermosas que su irrupción, más que excitarme, me embelesó; para evitar que mi anfitrión pensase que regalaba a un patán, ensayé una sonrisa de suficiencia y pregunté por los instrumentos. «Ellas son los instrumentos», sentenció Reinhard mientras hacía un gesto: de inmediato las putas, sumisas como ingenios mecánicos, iniciaron una coreografía lésbica plagada de sonidos sexuales a la que Reinhard, viniendo a recordar que la interpretación era únicamente música para amenizar nuestra charla, dio la espalda con indiferencia tras mostrarme el sencillo mecanismo que regía la dirección orquestal: chasqueó una vez los dedos y la partitura de gemidos se ralentizó automáticamente; los chasqueó dos veces, y arreció de inmediato hacia un crescendo que otro chasquido devolvió al volumen inicial de sugerente envoltorio sonoro para nuestra conversación. Ésta resultó particularmente instructiva: aunque para entonces yo ya imaginaba que la guerra sólo buscaba instaurar a un nivel sin precedentes una estructura de amos y esclavos garantizada por mercenarios uniformados, jamás me había enfrentado a sinceridad tan descarada como la de mi nuevo amigo. Reinhard concebía la guerra como una empresa -fue la primera vez que escuché un término mercantil aplicado a un proceso político, aunque no sería la última- cuyo motor de arranque había sido el acceso al poder, otorgado a través de las urnas por la manipulable imbecilidad nacionalista de una mayoría suficiente de alemanes, ignorantes del futuo de servidores más o menos bien remunerados que, según su nivel de utilidad, les aguardaba tras la victoria; sin embargo, las tenaces oposiciones que habían surgido y seguían surgiendo en Europa al paso del nazismo obstaculizaban el proyecto. Hombres como los que mientras nosotros hablábamos celebraban su grosera juerga en el Grand Hotel estaban preparados para terminar con los opositores encadenados a los potros de tortura, pero, fiándose en exceso de esa brutalidad, despreciaban temerariamente el valor humano, y no acababan de comprender que sin la erradicación definitiva de la última chispa de rebeldía la empresa nunca se asentaría por completo. Y ahí era donde podía entrar yo, concluyó Reinhard mientras chasqueaba los dedos, esta vez tres veces: las putas acometieron entonces una representación de climax erótico que fui invitado a observar en profundidad. Supe entonces por qué estábamos intimando allí y no en otro lugar: «Una de las dos mujeres es una conocida profesional de la prostitución -reveló mi nuevo amigo poniendo cuidado en ocultar cuál-. Si juega bien sus cartas puede enriquecerse, y lo sabe; la otra, sin embargo, se esfuerza por excitarte por otra razón. Te invito, o mejor, te reto a que averigües cuál. Dispones del resto de la noche». Me dejó entonces con las dos mujeres, y pude disfrutar de ellas: eran perfectas, sublimes; todos sus movimientos,incluso cada uno de sus suspiros, estaban encaminados a profundizar otro poco más en los matices de mi placer, y nada alteraba sus vehementes entregas de objetos sexuales resignados al carácter irreversible de su condición, pero tenían prohibido hablar de cualquier cosa que no estuviera en relación directa con mi satisfacción y, por mucho que escruté en detalle a cada una de ellas, me fue imposible entrever siquiera una aproximación de respuesta para la pregunta de Heydrich, que me desveló el misterio a la mañana siguiente: «La segunda mujer se esfuerza por excitarte porque mantenemos secuestrada a su hija, y la seguridad de la pequeña depende de que tu satisfacción sea la que esperas y no otra inferior», explicó mientras las dos putas, arrodilladas frente a mí a la espera de nuevos caprichos, exhibían en sus rostros una obscenidad irreprochable que impedía averiguar quién era la profesional y quién la angustiada madre; lo absoluto de esa sumisión me excitó con morbo que iba más allá de lo puramente sexual: era el punto más álgido que la posesión de un ser humano podía alcanzar. Reinhard, divertido por mi entusiasta reacción, me dio a las dos putas como regalo de bienvenida a su nuevo equipo y anunció que iba a dar órdenes a su ayudante para que me proveyera de fondos y salvoconductos y pusiera bajo mi mando una pequeña dotación de la Gestapo. ¿Psiquiatría aplicada alas técnicas represivas? Ahora iba a tener oportunidad de demostrarlo… Ignoro si fui capaz de disimular la brutal descarga de adrenalina que la perspectiva del éxito me inyectó. Si manejaba con inteligencia esa oportunidad de oro, podía alcanzar objetivos ni siquiera entrevistos entonces. Por supuesto, no sabía entonces que Reinhard Heydrich financiaba por toda Europa proyectos como el mío, atractivos a pesar de su abstracción, indefinición o incluso inconsistencia esencial, y lo hacía sin esperar de ellos resultados brillantes o siquiera útiles para sus objetivos, sólo porque le divertía contar a su alrededor con una dispersa cohorte de cachorros brillantes dedicados a inventar juegos para él. Sin duda, debí parecerle candidato idóneo para esa exclusiva selección. Me advirtió que deseaba resultados en un tiempo razonable que ciframos en tres meses y se despidió, dejándome a solas con el regalo: la primera orden que como su nuevo propietario di a las putas fue prohibirles que me permitieran entrever el menor vestigio de su verdadera identidad. Ese desconocimiento me fascinaba, y disparó salvajemente mi deseo por ellas durante los largos meses que las disfruté en la Sombra Azul. No creas, Jeannot, que me he demorado en matizar algunos detalles en apariencia superfluos de esta escena por una tardía vocación de pornógrafo: lo que ocurrió aquella noche es crucial para el asunto que ahora nos interesa, pues no es gratuito afirmar que aquellas dos mujeres fueron la madre del Niño de los coroneles. Más exactamente, su primera madre: no sería justo olvidar a las que vendrían después.

Decidido a no renunciar a mi suerte pesase a quien pesase, fui a despedirme de Laffont. Me felicitó con frialdad, pero a los pocos días ardieron misteriosamente los dos amplios pisos del centro de París que mi ya ex jefe me había entregado como recompensa por los primeros trabajos a sus órdenes: ahora, no cabía duda, tenía como enemigo a uno de los hombres más peligrosos de la ciudad, y el mensaje del fuego, que tal vez había sido sólo el aperitivo de represalias más contundentes, me decidió a trasladarme a algún lugar discreto alejado del centro de la ciudad. En concreto, pensé en el hogar de ciertos antiguos socios de los que aún no te había hablado: mis queridos amigos, los alegres archivizcondesitos de Chándelis, inmejorables y legítimos representantes de esa ralea aristocrática que lo ha heredado todo sin merecer nada. Por mi casual amistad con ellos, y gracias a sus relaciones y su dinero, había logrado poner en pie tres años antes un negocio inmobiliario de brillo tentador que yo propuse y los archivizcondesitos avalaron; y gracias de nuevo a ellos -a su cobardía y mezquindad esta vez-, fui la cabeza de turco que pagó los delitos de estafa derivados finalmente de aquel asunto. Eran culpables, pues, de esa estancia en la cárcel que tú ya conoces, y si la deuda no estaba aún saldada era sólo porque no había encontrado una forma de revancha adecuada a su pretendida alcurnia.

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