Fernando Marías - El Niño de los coroneles

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El Niño de los coroneles: краткое содержание, описание и аннотация

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Premio Nadal 2001
El mal, la tortura, el endemoniado testamento de un hombre que parece mover los hilos de las vidas de los demás y la violencia que engendra la dictadura de los Coroneles en la isla caribeña de Leonito, son los ejes de la trama de esta novela que se plantea como una constante resolución de enigmas. A partir del encargo que recibe Luis Ferrer de entrevistar a un guerrillero indio se desarrolla una trama que transcurre en escenarios tan diversos como el París de la Resistencia, la Alemania nazi o la montaña Sagrada de los indios de Leonito… Dos hombres, dos destinos cruzados: el perverso Lars y el impostor ciudadano Laventier son los grandes protagonistas de una historia turbadora que consigue apretar las teclas exactas de la intriga. Será a través de Luis Ferrer que el lector conocerá a estos inolvidables personajes.

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Palabras de Heydrich que me parecieron ciertamente inteligentes cuando las leí en una nota interna de la Gestapo que llegó a mis manos junto a la noticia de la inminente visita a París del jefe nazi, interesado, entre otras actividades, en conocer a los principales colaboracionistas de la ciudad. De nuestro grupo, sólo Laffont y su lugarteniente Crandell habían sido invitados a esa reunión, y yo maldecía al ver pasar ante mí, sin poder rozarla siquiera, la posibilidad de acercarme a Heydrich, con el que, estaba seguro, lograría sintonizar. Sin embargo Crandell, apenas se embriagara y abriese la boca, se pondría en evidencia ante el culto Heydrich, que desecharía la idea de encomendar al grupo de Laffont otra tarea que la de apalear compatriotas a cambio de quedarnos con sus neveras: yo seguiría siendo carroña despreciada igualmente por vencedores y vencidos. Y ese rol, al poco más de un año de haber abandonado la cárcel, ya me repugnaba. Quería comenzar 1942 con otras perspectivas, y Crandell era el único obstáculo: sabía, por la simpatía que Laffont me había demostrado en múltiples ocasiones, que de no mediar mi grosero ex compañero de celda sería yo quien lo acompañase a la cena ofrecida por Heydrich. Fríamente, resolví eliminar el problema. Pero era un asunto delicado: Crandell tenía en la banda partidarios que no tolerarían un ataque a cara descubierta. La solución, sin embargo, la sirvió en bandeja mi propio adversario.

En los últimos tiempos, cuando tomaba unas copas de más -circunstancia que se repetía con frecuencia creciente-, Crandell había adquirido la costumbre de hacer chanzas entre los compinches de nuestro grupo a propósito de las relaciones sexuales que, empujado él por el rigor del encierro y yo por la imperiosidad de su protección, habíamos ambos mantenido; paradójicamente, no tenía la jactancia otro objetivo que el de la broma viril entre camaradas, y de hecho era habitual que recurriese a ella antes de las juergas que organizábamos con regularidad en los burdeles de la ciudad, a las que yo había dejado de sumarme precisamente por los humillantes sambenitos que su zafia verborrea amenazaba con acarrearme. Unos días antes de la llegada de Heydrich, todos los miembros de la banda decidimos juntarnos alrededor de una mesa para estudiar nuestros intereses y estrategias de cara a la esperada reunión. Fijada la cita a las nueve, hice creer a Crandell que deseaba confiarle algo importante e íntimo,y aceptó verse conmigo antes de esa hora. Como había calculado, la primera copa a la que insistí en invitarle se convirtió en una segunda y ésta en una tercera. Cuando le rellenaron el vaso por cuarta vez, adopté un tono compungido para suplicarle que no airease en público las felaciones que había aceptado practicarle en el pasado. Su reacción fue también la prevista: rió escandalosamente, con alborozo ya alcoholizado, y comenzó, en ese mismo instante, a hacer chistes al respecto. Mis protestas y súplicas, mi fingido embarazo, sólo sirvieron para desbocar aún más su grosería. Crandell llegó a la cena más borracho de lo habitual; a Laffont le disgustó, y tuvo que mantener fría la cabeza para no censurar a su lugarteniente el desinterés que demostraba por nuestro objetivo: Crandell, sin saberlo, estaba ayudando a mi plan. Una de las veces que el malestar de Laffont se hizo particularmente notorio a todos los presentes, me decidí. Adoptando un tono agresivo, recriminé al borracho su actitud. Crandell no reaccionó entonces, pero sí lo hizo cuando pidió más vino al camarero y se lo volví a censurar. Torciendo la boca en gesto obsceno, afeminando repugnantemente su vozarrón y maneras, comenzó a desvelar todo aquello que yo, con doble intención, le había suplicado que callase. Eché leña al fuego aparentando vergüenza y nervios a punto de desatarse. Envalentonado por el efecto de su ataque,Crandell persistió en él. Laffont, puse buen cuidado en cerciorarme, endureció con disgusto la mandíbula y se decidió a poner orden. Mi humillación pública duró unos pocos minutos, pero a ninguno de los presentes le gustó. Terminada la velada, me ofrecí a acompañar al borracho a casa. Todos pensaron que quería recriminarle en privado su actitud. Salimos en medio de un grave silencio roto sólo por las afeminadas chanzas etílicas de Crandell: junto a la puerta, manoseó mi sexo entre risotadas supuestamente campechanas que nadie le secundó: fue el último favor que me hizo. Ya en la calle, lo maté con el revólver que él mismo me había regalado: un disparo en la boca, mientras se tragaba de rodillas el cañón del arma entre sollozos y súplicas repentinamente serenas, y los otros cinco en el sexo que en el pasado me había obligado a chupar todas esas veces de las que no debería haber alardeado. Que no te sobrecojan la resolución y el valor físicos implícitos en esta confesión: mi supervivencia exigía el esfuerzo, y el endurecimiento verificado en la cárcel me dio fuerzas para llevarlo a cabo. El corpachón de Crandell flotando en el Sena fue mi pasaporte al respeto definitivo del grupo: ninguno de mis colegas volvió a referirse al asunto, y todos vieron en el ensañamiento entre las piernas la evidencia de que lo había matado yo. También Laffont. El día que me invitó a comer a solas hizo alguna referencia cómplice, me atrevería a decir que incluso humorística, a la primitiva personalidad de Crandell, cuya brutalidad a la hora de trabajar, aunque eficaz, no cumplía los requisitos de sutileza e inteligencia que en aquellos momentos precisaba mi anfitrión para impresionar a Heydrich, con el que íbamos a reunimos al día siguiente él y yo; suspiré de alivio: el primer peldaño estaba superado.

Retozón como cualquier otro mamífero, el ser humano tiende a conformarse con los objetivos alcanzados si éstos son suficientemente gratificantes: la reunión en los salones del Grand Hotel entre Heydrich y los fascistas franceses fue una prueba viviente de ello. Muchos de los notorios colaboracionistas allí presentes -que de no ser por determinados matices patibularios podrían haber pasado por honrados comerciantes de ultramarinos festejando las provechosas ventas del año- escucharon las palabras de Heydrich con atención protocolaria, sin captar la invitación a mejorar nuestra prosperidad que subyacía en las palabras del brillante orador al que aplaudieron intercambiando gestos de aprobación. Si enseguida me resultó evidente que aquella caterva de patanes estaba sobradamente saciada con los despojos que arrancaban a latigazos a sus víctimas, ¿cómo no iba a resultárselo al inventor de la represión inteligente? En estas circunstancias, era lógico el gesto de desagrado que Heydrich mantuvo tras su alocución, como también lo fue que, cuando logré sortear el círculo de los que le adulaban y me presenté osadamente como psiquiatra especializado en técnicas represivas, insistiera para que permaneciese a su lado. Influyeron, debo también decirlo, mi dominio del alemán, que me permitía comunicarme matizadamente con él, y, por supuesto, nuestras afinidades estéticas. Si en alguno de los libros de tu biblioteca se reproduce una fotografía de Reinhard Heydrich, abandona por un momento la lectura y búscala. ¿Ves sus manos? Blancas, esbeltas, de elegantísimos dedos sensuales… nítidas, concluiría yo. Manos de violinista -Reinhard lo era, y dicen que muy bueno-que por fuerza debían sentirse asqueadas ante la proximidad de las zarpas peludas y torpes, proclives a la palmada ruidosa y el apretón sudoroso, que pululaban aquella noche a su alrededor. Tras la cena de protocolo llegó el momento de dar paso al agasajo putañero que mi jefe y sus colegas habían organizado para la delegación nazi. Apenas había la orquesta concluido la segunda pieza, Heydrich, enigmático de repente, me apartó del ruidoso trajín de acarameladas mujerzuelas y se ofreció a mostrarme algo que sin duda despertaría mi interés. Picado por la curiosidad, lo seguí tras poner buen cuidado en pedir al suspicaz Laffont autorización para ello, e instantes después recorría, lleno de orgullo, la calurosa noche parisina de agosto de 1941 a bordo del Mercedes descapotable oficial de Reinhard Heydrich, que me hacía cómplice de sus ironías sobre los inconvenientes de las reuniones concurridas como la que habíamos abandonado. El aire que me azotaba el rostro llenaba mis pulmones de hermosas perspectivas de éxito a corto plazo.

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