Fernando Marías - El Niño de los coroneles

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El Niño de los coroneles: краткое содержание, описание и аннотация

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Premio Nadal 2001
El mal, la tortura, el endemoniado testamento de un hombre que parece mover los hilos de las vidas de los demás y la violencia que engendra la dictadura de los Coroneles en la isla caribeña de Leonito, son los ejes de la trama de esta novela que se plantea como una constante resolución de enigmas. A partir del encargo que recibe Luis Ferrer de entrevistar a un guerrillero indio se desarrolla una trama que transcurre en escenarios tan diversos como el París de la Resistencia, la Alemania nazi o la montaña Sagrada de los indios de Leonito… Dos hombres, dos destinos cruzados: el perverso Lars y el impostor ciudadano Laventier son los grandes protagonistas de una historia turbadora que consigue apretar las teclas exactas de la intriga. Será a través de Luis Ferrer que el lector conocerá a estos inolvidables personajes.

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– Precisamente porque te imaginaba perdido -continuaba Soas- me he permitido invitarte a la fiesta de esta noche. Presentamos la maqueta de nuestro complejo turístico en tu hotel, el Madre Patria, y creo que te puede gustar. Además, en el asunto que te ha traído, el de los indios, soy el máximo experto. El que se chupa todos los dolores de cabeza que provocan.

– Sí, estaría bien que me contases -dijo Ferrer sin demasiada convicción; distraídamente, mientras sostenía el auricular entre el hombro y la mejilla, comenzó a ojear el manuscrito. El texto de Laventier se alternaba con las cartas escritas, a mano y también en francés,por Víctor Lars. Mientras hablaba, leyó al azar algunas líneas de éstas.

– Mira -seguía la voz de Soas-, la fiesta es a las diez. Bájate un poco antes y mi secretaria te buscará por el bar. Se llama Marta.

– Vale -admitió Ferrer-, y así hablamos tranquilam…

Se interrumpió de golpe, con la mirada clavada en una frase de Lars. Atónito, leyó un poco más. La voz de Soas era un murmullo que no escuchaba. De pronto, Ferrer sudó frío. Luego sintió, inconfundible en el estómago, la garra de la inquietud y del miedo.

– ¿Luis? ¿Sigues ahí?

– Sí, sí… Roberto, disculpa. Luego hablamos. Hasta ahora.

Colgó. Fue entonces consciente del repentino silencio, que estúpidamente se empecinó en escuchar para retrasar el enfrentamiento con lo que acababa de descubrir y tenía terror de verificar. En un infructuoso intento de dominar la situación, se dijo que lo que había visto era imposible. Pero al analizarlo con objetividad descubrió que las fechas coincidían. Buscó el principio del párrafo y, tras otra pausa cobarde, se atrevió a leer de nuevo las palabras de Victor Lars. Esta vez muy despacio, como si tras cada letra se ocultase un secreto crucial del que pudiera depender su vida.

Llevaba semanas de malvivir en un charco inmundo, un ruinoso país americano de saldo cuyo nombre no te desvelo, tratando de introducirme en el exclusivo círculo de los militares dueños del poder mientras esperaba el momento de largarme a cualquier otro lugar, cuando la suerte me regaló unade sus conjunciones más inhabituales: ya sabes, lugar oportuno y momento oportuno. Fue durante una fiesta nocturna en la embajada española a la que había conseguido ser invitado. Al parecer, una subversiva se había introducido en el edificio y el embajador español negaba el permiso de registro. El oficial que estaba al frente del contingente militar, ante la oposición del diplomático, desenfundó su arma y le amenazó allí mismo, en el centro del jardín, delante de todos; le puso la pistola junto a la cara, y por cómo le ardían de furia los ojos sé que estaba dispuesto a apretar el gatillo. Calculando que la muerte del embajador español sería un engorroso asunto para este país de opereta, me dejé llevar por la intuición y actué deprisa. Arrebaté la cámara a un indeciso fotógrafo que miraba la escena con la boca abierta y pulsé el disparador: la luz del flash lo iluminó todo y, como el chasquido de los dedos de un hipnotizador, devolvió al energúmeno la cordura. El soldadito guardó el arma y se fue con sus hombres. Al día siguiente, suponiendo que mi oportuna actuación me abriría las puertas del palacio de gobernación, solicité audiencia al presidente. Cuál no sería mi sorpresa al averiguar que el oficial de la pistola, el energúmeno, era nada menos que su hijo. El presidente se mostró muy agradecido por mi ayuda, en verdad deseoso de recompensarme. Le hice saber que me encontraba eventualmente sin trabajo. Hablamos… y aquí me quedé. Aquí me quedé y aquí sigo, Jeannot, aguardando

Ferrer leyó el párrafo otra vez y luego otras dos veces más. Buscaba algo que contradijese la casualidad prodigiosa que se materializaba ante sus ojos, pero no lo encontró. Sin apartar la vista del papel, buscó en la cartera la fotografía. Casi con miedo, apoyó sobre la carta de Lars El Enigma del Calcetín Morado y mantuvo la imagen así durante unos segundos durante los que por primera vez en su vida experimentó que su mente, repentinamente vacía, era incapaz de hilvanar pensamientos. Víctor Lars, que acababa de irrumpir en su vida a través de los folios escritos con intenciones todavía oscuras por el ilustre Laventier, era el hombre que con su actuación había impedido, sin saberlo ni buscarlo, que Larriguera matase a su padre la noche del primero de mayo de 1947… Durante toda la lectura, Ferrer se había mantenido en guardia ante la posibilidad de que Laventier pretendiese engañarle de alguna manera, manipularle para lograr de él ese «especialísimo favor que deseo pedirle». Por tanto, era previsible y legítima la utilización de guiños cómplices que atrajesen su atención y su simpatía. Sin embargo, era rigurosamente imposible que nadie, aparte de él mismo y de sus fallecidos padres Aurelio y Cristina, conociese la verdadera historia de la fotografía del primero de mayo, su crucial importancia para la familia Ferrer. Además, parecía evidente que el párrafo de Lars que tanto le había afectado estaba en el manuscrito sólo para dar continuidad al relato global más amplio del que formaba parte. No, si las palabras de los dos ancianos franceses eran ciertas -y, sin conocer a Lars, el prestigio de Laventier y sus descarnadas confesiones le concedían sobradamente el beneficio de esa credibilidad-, ninguno de los dos podía prever -y por tanto, tampoco utilizar- la excitación que en él iba a provocar el conocimiento de lo que no era sino una casualidad asombrosa: Lars estuvo también en la embajada de España en Leonito aquel día de 1947. Y, gracias a los favores obtenidos por su actuación de aquella noche, se había instalado en el país.

Y bien, Ferrer. Antes de dejarle con Victor Lars y lo que de él nos interesa a usted y a mí, una última aclaración. Mi interés porque le alojaran en la habitación en la que ahora se encuentra no era gratuito; respondía a un afán de que, digámoslo así, estuviera usted ambientado mientras leía. Debe saber que, tras muchas pesquisas -pues Lars nunca me dijo desde dónde me escribía-, averigüé que, mientras buscaba un acomodo definitivo, mi amigo ocupó esta suite en la que se encuentra usted ahora. Durmió en su misma cama y contempló el mismo paisaje.

Tal vez su mente había concebido ya al monstruoso Niño de los coroneles.

El mismo paisaje… Ferrer marcó el número de recepción.

– Quería hablar con el director del hotel.

Le pasaron.

– ¿Algún problema, señor Ferrer? -preguntó la amable voz masculina.

– No, al contrario, todo bien. Verá… Tengo una curiosidad… Los libros de registro del hotel, ¿se conservan desde hace muchos años?-Están en la caja fuerte. Son como un diario del establecimiento.

– ¿Podría ver el del año cuarenta y siete?

– No veo por qué no… ¿Algo relacionado con un reportaje para su periódico?

– Sí -mintió Ferrer-. Si me lo bajase después, a la fiesta.

– Ah, ¿va a acudir? Magnífico. Y no se preocupe, yo se lo llevaré.

– Gracias.

– Estaba pensando… si va a sacarnos en el periódico tal vez le interese hablar con Raúl. Es el decano de nuestros camareros. Entró en el hotel de botones, cuando se inauguró en mil novecientos cuarenta y tres. Ahora lleva el restaurante.

– ¿Estará en la fiesta?

– Naturalmente.

– Pues sí, sí me gustaría hablar con él.

– Cuando usted diga.

– La fiesta empieza a las…

– A las diez.

– ¿Podrían avisarme a las nueve y media?

– Ahora daré la orden.

– Gracias. Hasta luego pues. Y dígales también que no me pasen más llamadas.

Ferrer colgó, tomó el manuscrito y se instaló en la mesa ante la ventana. El sol rojizo se retiraba hacia la línea del horizonte. Llegaba la noche… El mismo paisaje que contempló Victor Lars cuando «tal vez su mente había concebido ya al monstruoso Niño de los coroneles»… Ferrer se acomodó y buscó entre las páginas el momento en que comenzaba Lars la narración de su historia.

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