Fernando Marías - El Niño de los coroneles
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El mal, la tortura, el endemoniado testamento de un hombre que parece mover los hilos de las vidas de los demás y la violencia que engendra la dictadura de los Coroneles en la isla caribeña de Leonito, son los ejes de la trama de esta novela que se plantea como una constante resolución de enigmas. A partir del encargo que recibe Luis Ferrer de entrevistar a un guerrillero indio se desarrolla una trama que transcurre en escenarios tan diversos como el París de la Resistencia, la Alemania nazi o la montaña Sagrada de los indios de Leonito… Dos hombres, dos destinos cruzados: el perverso Lars y el impostor ciudadano Laventier son los grandes protagonistas de una historia turbadora que consigue apretar las teclas exactas de la intriga. Será a través de Luis Ferrer que el lector conocerá a estos inolvidables personajes.
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«JEAN LAVENTIER, EL MÉDICO DE LA RESISTENCIA». El sensacionalista titular de prensa fue al día siguiente el cebo que atrajo las miradas de los franceses hacia la historia impresa del doctor que, bajo la inocente fachada de su consulta psiquiátrica, suministraba medicinas y recetas a la Resistencia a través de su enfermera. Reproducida a cuatro columnas, mi imagen portando el cadáver de la mujer que ya nunca podría decir la verdad constituyó la guinda emotiva de una aventura épica que la opinión pública, ávida de héroes, de inmediato mitificó. La espiral se desató cuando la pequeña florista que había sido testigo de mi aventura junto al Sena reconoció mi fotografía. De aquel día yo sólo recordaba los disparos que me rozaron y el terror que me paralizó, pero la muchacha -y tras ella, los demás testigos en cascada, autoestimulados por el reconocimiento del rostro del «Médico de la Resistencia» en el periódico- tenía grabada a fuego la imagen de un hombre valiente -yo- aguantando gallardamente el acoso del soldado alemán para no denunciar a los patriotas que huían. No tardó en visitarme un representante del recién instaurado gobierno para reclamar mi colaboración. Por pudor, por moralidad y por respeto a la muerta me opuse, pero él esgrimió los conceptos de patriotismo, deber y disciplina para negarme tal derecho: a mi pesar, posé para imágenes propagandísticas, discurseé en escuelas y hospitales y visité a heridos y convalecientes de mil afrentas. Mi consulta, tal vez no haga falta decirlo, adquirió notoriedad, y en la antesala se apelotonaban periodistas y curiosos -también nuevos pacientes: la impostura comenzaba a regalarme prestigio profesional- junto a comerciantes con proposiciones publicitarias insólitas y muchachas deseosas de besar al hombre que había aliviado el dolor de su novio, herido en el frente de la clandestinidad. No podía negarme a escucharles o estrechar sus manos, pero cada noche, en la cama, la usurpación del destino de madame Fontaine me roía la conciencia como el crimen no confesado que de alguna forma era, y de nada servía que brindara asu memoria cada momento de gloria que vivía como falso héroe. Resignado a convivir con esa esquizofrenia, me aferré a la esperanza de que, al capitular Berlín, el regreso paulatino a la normalidad iría disolviendo en la memoria colectiva el recuerdo, para mí ignominioso, del legendario «Médico de la Resistencia», pero unos días antes del primer aniversario de la liberación de París fui requerido para abrazar ante las cámaras a otro miembro del ejército de las sombras al que, según me anunciaron, conocía bien. El nerviosismo que me solía invadir antes de estos actos -calificado invariablemente por la prensa de encomiable modestia-, se alertó ante la posibilidad de que, por alguna razón, el recién llegado estuviera en disposición de descubrir mi engaño: explicar a estas alturas la falsedad de mis heroicidades me habría abocado a un aspecto nuevo, y esta vez público, de la infamia. ¿Quién podía ocultarse bajo el nombre de guerra de Boisset, cuyo historial patriótico incluía atentados contra los nazis y peligrosas tareas de espionaje para los aliados, pero también cárcel, tortura y una pena de muerte finalmente frustrada gracias a la oportuna irrupción de los libertadores? La incógnita -más inquietante porque Boisset había expresado su deseo de darme un abrazo «después de tanto tiempo»- iba a desvelarse para colmo en público, frente a las cámaras de los periodistas y la mirada de los proceres de la nueva Francia. El miedo a perder la inmerecida fama -¡de nuevo, contradicciones de la mezquindad!- me atenazó durante la noche previa al evento, se intensificó por la mañana durante el recorrido, pleno de inexplicables augurios negros, del coche oficial que me trasladó hasta los Campos Elíseos y se volvió insoportable cuando, al subir a la tarima, alguien me llevó hasta Boisset. Durante unos segundos, estudié los ojos inquietantemente familiares que a su vez me estudiaban a mí, pero era difícil o imposible reconocer las facciones de tiempos mejores bajo los trazos que la tortura y el sufrimiento psíquico habían dibujado en el rostro de Boisset. Sonrió: una hendidura entre cicatrices que no logró afear la intensidad de la emocionada mirada que se revelaba amiga. Con lágrimas en los ojos, me abrazó; cautelosamente, le correspondí. Las cámaras captaron el momento, pero ambos flotábamos ajenos a ellas: Boisset apretado a mí y conmovido; yo, intentando saber dónde había visto esa cara. Un oficial tomó entonces la palabra para pedir a los presentes que le acompañáramos en un viaje al pasado… 1941, una noche cualquiera del París ocupado. Dos patriotas, uno de ellos herido, huyen por las calles de la ciudad del acoso del enemigo y encuentran cobijo en la casa de un médico francés comprometido con la lucha de la libertad que les acoge y cura al herido, que puede así reintegrarse a la lucha. Gracias a las palabras del oficial reconocí de repente a Boisset: era el acompañante del hombre al que madame Fontaine y yo atendimos la noche maldita de mi flaqueza, el hombre que permaneció todo el tiempo fuera de la habitación, vigilando la entrada, y que por tanto creía ciegamente lo que no había visto pero los hechos parecían evidenciar: que yo salvé a su amigo y le ofrecí el refugio de mi casa. Recorrió mi cuerpo un alivio instintivo -nadie iba a descubrirme- que, con igual celeridad, me reprochó la conciencia. Para apartar de mí la confrontación de sentimientos, abracé de nuevo a Boisset: ahora sí reconocí en él al joven angustiado y luchador. También él me abrazó, más fuerte. Ante nosotros, únicos supervivientes de aquella noche, el oficial declamó entonces una plegaria por los ausentes de toda la guerra, encarnados en la enfermera que calladamente, desde las mismas entrañas de la bestia, luchó y dio su vida por la libertad, y el patriota herido que, «a pesar de los cuidados de este hombre», dijo señalándome, «murió poco después en las trágicas circunstancias que todos conocemos y pertenecen ya a la historia más heroica de Francia. Pido un minuto de silencio por Héléne Fontaine: Y pido un minuto de silencio por Jean Moulin».
Me recorrió un estremecimiento helado. Las sílabas se repitieron en mi mente muy lentamente, como si no quisieran concluir la conformación del nombre al que tuve que acabar por enfrentarme: ¡Jean Moulin! El destino -o la maldición en cuya existencia creí en ese preciso instante-, no contento con regalarme la fama de otro, me condenaba además a la gloria igualmente inmerecida de haber «salvado» no a un patriota cualquiera, no a uno más, sino a Jean Moulin, el mártir, el máximo héroe de la Resistencia francesa, uno de los símbolos mundiales de la lucha guerrillera contra el fascismo. Comprendí con terror que mi vida pertenecía desde ese instante al hecho falso que el azar amañó aquella lejana noche de 1941. La impostura adquiría ahora su verdadera magnitud, su carácter irreversible, su macabro brillo final. ¿Parezco excesivo? ¿Tal vez debería haber elegido consolarme pensando que lo único cierto era que ayudé a Boisset y Moulin, y lo demás eran elucubraciones? Puede ser; o, más decididamente, sin duda sí. Pero en mí pesaba más la propia sinceridad íntima: era consciente -como lo sigo siendo- de que ayudé a Jean Moulin tan sólo porque la presencia de madame Fontaine me forzó a ello, como subrayaba el sueño recurrente que por aquellos días me acosó hasta convertirse en pesadilla: podía ver a Jean Laventier trabajando solo en su consulta aquella fatídica noche… La enfermera se ha ido ya y escucho ruidos cautelosos en la entrada. Con igual prudencia, me asomo a la ventana sin encender la luz y distingo dos figuras, una de ellas ensangrentada, sobre las que no queda duda: hombres de la resistencia, enemigos del amo que castiga con dolor… Me veo sudar frío, correr de nuevo el visillo, regresar al despacho esmerándome en no hacer chirriar el suelo, cerrar la puerta por dentro, sentarme a la mesa y aguardar en la oscuridad, siempre en silencio, siempre aterrado, a que la proximidad del nuevo día obligue a los dos hombres a buscar otro cobijo… Imponiéndose al silencio que cubría los Campos Elíseos, el sollozo apenas perceptible de Boisset por el amigo muerto, por todos los amigos muertos, era un dedo acuciante clavado sobre mí. Quise escapar, confesar la verdad, llorar al menos como el hombre a mi lado… Pero me limité a aguardar la conclusión del minuto de silencio, a corresponder a los abrazos que por doquier me dispensaron emocionados franceses anónimos y a dejar pasar el día temiendo la llegada de la noche, que inevitablemente me abocaría al enfrentamiento con la conciencia. Para acallarla, ensayé un juramento, el de rentabilizar los beneficios de mi supuesta hazaña en favor de las ideas por las que Fontaine y Moulin habían muerto, pero esa inconcreta estratagema no podía esconder el nítido camino único que mi conciencia señalaba: para recuperar la dignidad debía contar la verdad sobre «El Médico de la Resistencia» sin más tardanza, al día siguiente mejor que al otro. Pero la decisión que la noche y la soledad hacían obvia se desdibujaba por la mañana, disminuida su fuerza por el miedo concreto a pronunciar la primera palabra de la confesión, a sentir en la carne, el primero de los muchos desprecios a los que, esta vez sin retorno y hasta el día de mi muerte, me condenaría esa misma sed de héroes de la nueva Francia que tan vertiginosamente me había encumbrado. Resignado a la impostura, creí ver una salida airosa en el ejercicio de mi profesión, pero la carrera contra la gloria de los muertos estaba perdida de antemano. Como si fuera una de las ramas de la maldición, cada paso que humildemente intentaba el psiquiatra Jean Laventier recibía enseguida los apoyos que la entusiasmada patria prestaba al Médico de la Resistencia, y puedo asegurar que uno de los peores momentos de mi vida fue aquel en que acepté, de nuevo ante el amanecer de una Notre-Dame que la paz nos había devuelto a París y a mí, que mi vocación y mi verdadero talento -¿mi talento? ¿Lo podía demostrar? ¿Podía afirmar que lo poseía?- yacían abajo, muy hondo bajo tierra, sepultados por un destino falso al que no tenía el valor de renunciar y por el que, peor aún, estaba desistiendo de mis sueños, mis esperanzas y mi vida. ¿Dónde estaba aquel joven que, en ese mismo escenario, había jurado que haría algo realmente grande por el ser humano? Para no aceptar la desoladora derrota que esa pregunta sin respuesta entrañaba, me decidí a la aventura que llevaba tiempo maquinando, y esa misma mañana, apenas concluyó el rito fortalecedor de la salida del sol sobre la catedral, clausuré la consulta y me presenté ante la autoridad competente con un sencillo proyecto que deposité sobre la mesa. Renunciando a cualquier sueldo, generosidad que permitía mi situación económica personal, solicité las ayudas necesarias para inaugurar el centro Héléne Fontaine, que se especializaría en la atención psiquiátrica a víctimas de los horrores de la guerra: entre el cemento y el acero de la posguerra, una lanza en favor de la fragilidad de los sentimientos humanos. Los rigores financieros de la reconstrucción nacional, que no habrían costeado el proyecto de Jean Laventier, se doblegaron de inmediato ante la fama del Médico de la Resistencia y, cuando un año después abrimos el centro y atendí al primer paciente -una muchacha de mirada perdida obstinada en no hablar-, pude por fin descansar. El resto, público y notorio, coincide con mi biografía de compromiso con las causas humanitarias, compromiso que en señal de respeto a aquellos dos muertos lejanos decidí culminar con la renuncia al premio Nobel -es usted el primero en conocer la verdadera causa de esta renuncia- y con el crimen que, también en nombre de ellos, me dispongo a cometer.
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