Fernando Marías - El Niño de los coroneles

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Premio Nadal 2001
El mal, la tortura, el endemoniado testamento de un hombre que parece mover los hilos de las vidas de los demás y la violencia que engendra la dictadura de los Coroneles en la isla caribeña de Leonito, son los ejes de la trama de esta novela que se plantea como una constante resolución de enigmas. A partir del encargo que recibe Luis Ferrer de entrevistar a un guerrillero indio se desarrolla una trama que transcurre en escenarios tan diversos como el París de la Resistencia, la Alemania nazi o la montaña Sagrada de los indios de Leonito… Dos hombres, dos destinos cruzados: el perverso Lars y el impostor ciudadano Laventier son los grandes protagonistas de una historia turbadora que consigue apretar las teclas exactas de la intriga. Será a través de Luis Ferrer que el lector conocerá a estos inolvidables personajes.

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Estaría cercano el final de 1941. Me encontraba en el despacho, aprovechando la tranquilidad nocturna para revisar unas notas, cuando un ruido procedente de la consulta despertó mi atención. Extrañado más que temeroso -los nazis no necesitaban recurrir a la discreción para sus irrupciones-, salí a investigar, y descubrí en la oscuridad de la consulta a madame Fontaine: aunque inhabitualmente nerviosa, sonreía con un orgullo cuyo origen no identifiqué a primera vista; junto a ella se hallaban dos hombres de paisano tensos y ansiosos, acaso hostiles. Uno de ellos trataba de ocultar bajo la chaqueta la sangre que manchaba su camisa; el otro empuñaba un revólver. La enfermera, entre atropellos verbales, comenzó a explicar lo innecesario: era obvio que la Resistencia se encontraba en mi casa. Los latidos del corazón se aceleraron bajo mi pecho. Desde la calle, la ráfaga de un motor pasando veloz rompió el silencio tenso de nuestras miradas cruzadas. Miré por la ventana: un furgón alemán desaparecía en ese instante por la esquina y, antes de salir apresuradamente tras él, algunos soldados a pie, linterna en mano, buscaron durante unos segundos el rastro de la presa perdida que, por mediación de madame Fontaine, se encontraba en mi casa. Examiné al hombre herido percibiendo cómo la excitación pugnaba por contagiarse a mi pulso: la herida, un rasguño de bala, no era grave, y en las horas que restaban a la noche había tiem po suficiente para practicar la cura. Me sentía asustado pero pletórico. Salvar a aquel hombre iba a ser algo más que mi contundente respuesta moral al agravio del soldado alemán: representaba también mi enfrentamiento al fascismo, mi alineación con sus enemigos, mi pasaporte definitivo como ser humano digno de tal nombre. Previendo que la luz de la consulta pudiera despertar sospechas, subimos a mi casa por la escalera interior. Mientras el hombre del revólver se apostaba frente al acceso de la escalera, madame Fontaine y yo instalamos sobre la cama al herido, que, relajado al sentirse en manos amigas, se había desvanecido. La cura fue limpia y ejemplar porque la impulsaba algo más que la simple pericia técnica. Supongo que a causa de la confianza que le produjo mi decidida actuación, la enfermera, plena también de orgullo, me confesó que había traído a la consulta a los dos hombres porque colaboraba con la Resistencia a raíz del incidente con el soldado alemán. La indignación por el atropello a la ciencia y la dignidad humana que yo representaba le había resuelto a ofrecer sus servicios a unos vecinos cuya militancia había sospechado desde el principio de la ocupación; ahora, amparada en su inofensivo aspecto, hacía pequeños recados para el ejército de las sombras. Lo relató con encendidas palabras antifascistas torpemente calcadas de las mías; habría movido a risa de no ser por el peligro real que, en parte por respeto a mí, corría la leal enfermera. La miré atónito, emocionado por su valor. Animada por la admirada expresión que no pude disimular, selanzó a planificar los pasos a seguir: habíamos curado al herido; ahora, lo acomodaríamos en la habitación de invitados hasta que se recuperase por completo; después… Sus palabras me hicieron regresar a la realidad. Interrumpí su euforia: me veo aún agarrándola por los brazos, pidiéndole en voz baja que se tranquilizara y me escuchase: el amanecer se aproximaba y el herido debía marcharse, su presencia podía ponernos en peligro, una cosa había sido salvarlo y otra arriesgarnos así… ¡No he olvidado, a pesar de las décadas transcurridas, cómo la decepción transformó el rostro de madame Fontaine! Ante la contundente elocuencia de su silencio, los razonamientos sobre nuestra seguridad y la cautela que ésta exigía fueron perdiendo fuerza en mis labios y acabaron por sonar a excusas reiteradas, inconsistentes, cobardes, inadmisiblemente contradictorias con mis hermosos discursos sobre la libertad. La mirada del rostro decepcionado fue transformándose en acusación concreta: todas mis arengas eran pura palabrería; mi mente, que comprendía, razonaba y exigía la necesidad de luchar junto a la Resistencia, se retiraba acobardada ante el terror físico que provocaban en mi cuerpo el sufrimiento y la muerte que la lucha podía conllevar. Fue un instante terrible: mis balbuceos se habían agotado y madame Fontaine continuaba obstinada en su silencio entristecido por la evidencia. Entonces despertó el herido; aprovechando la casual tregua, acudí junto a la cama. El hombre se encontraba bien y podía andar, y quería irse cuanto antes: su presencia era requerida en otro lugar, y él mismo dijo -para mi alivio frente a la enfermera – que su presencia podía comprometernos. Cuando antes del amanecer los dos hombres se fueron por fin, respiré aliviado; sin embargo, sentí durante el resto del día el mudo reproche de madame Fontaine. Al igual que tras el incidente con el soldado alemán, no hizo comentario alguno sobre mi comportamiento, pero su mutismo triste, roto apenas para dar los buenos días y las buenas noches o atender escuetamente a las cuestiones profesionales, fue una acusación que comenzó a obsesionarme; para otros tal vez habría sido fácil minimizar u olvidar la expresión pintada aquella noche en el rostro de la enfermera, algunos incluso habrían sabido neutralizar cualquier amago de remordimiento amparándose en el hecho irrefutable de que mi actuación, a la postre, había salvado al herido. Pero yo no podía engañarme: sabía -porque lo había demostrado ante la enfermera y ante mí mismo- que, en la guerra que nos había tocado vivir, me encontraba entre los cobardes que callan y dejan hacer al más fuerte.

Pasó el tiempo, un año y luego otro, sin que remitiera la opresión del remordimiento por mi actitud. La presencia de madame Fontaine era el fiscal, y afuera, en el París sojuzgado, el dominio nazi, que parecía efectivamente destinado a durar un milenio a pesar de los confusos rumores sobre victorias aliadas, se constituía en el juez que ratificaba mi condena de arrastrar a perpetuidad la cobardía que envilecía mi vida.

Un día en que todos esos sentimientos se revolvían de forma particularmente desasosegante, acudí en busca de alivio a mi capilla privada de Notre-Dame. Pero la catedral, lejos de socorrerme, se volvió un espejo desde el cual la imagen de mi propio pasado feliz me recriminó, con fuerza incontestable, la renuncia a los lejanos sueños juveniles; avergonzado por ser quien era y por no haber logrado ser quien había soñado ser, traté de restar importancia a mis frustradas aspiraciones catalogándolas de ensoñaciones adolescentes o propuestas irresponsables cabalmente rechazadas por la madurez, pero la abyecta argucia, al no lograr vencer a quién sabe qué último poso de íntima sinceridad, ensombreció aún más el reproche de Notre-Dame. A los treinta y dos años, me iba volviendo viejo y pequeño, melancólico e infeliz. Ni siquiera tenía a quién contarle mis tristezas ni, tal y como iban encaminadas las cosas, lo tendría nunca. ¿Merecía la pena adentrarse en un futuro que se presagiaba así de terminal?, parecían preguntarme las aguas revueltas del río… Entonces escuché el disparo. Instintivamente, me aferré a la barandilla del puente y busqué con la mirada: en París, por aquellos tiempos, cuando sonaba un disparo rastreabas el origen del tiroteo para alejarte en dirección contraria. Yo, al menos, así lo hacía. Pero aquel día no vi nada, lo que aumentó mi inquietud y me forzó a aguzar el oído mientras enfilé con cautelosa premura la orilla del Sena en dirección a Notre-Dame. ¡Qué grandeza de espíritu: un segundo antes coqueteaba con la idea del suicidio y ahora apretaba el paso hacia la protectora multitud anónima que caminaba frente a lacatedral! Entonces dispararon de nuevo: esta vez, detrás de mí. Aunque no osé volverme, los sonidos a mi espalda dibujaron la escena: pasos apresurados aproximándose sobre el asfalto y angustiadas palabras en francés, al menos dos hombres; más allá, gritos en alemán y un motor cada vez más cercano. Y nuevos disparos: dos de pistola tan próximos que parecieron explosiones en mis oídos, y una ráfaga de ametralladora más lejana que parecía no cesar. El terror me paralizó al comprender: cuando unos segundos después pasasen a mi altura, los fugitivos contra los que disparaban los alemanes me convertirían en blanco involuntario de los disparos. Cerré los ojos: Notre-Dame fue lo último que vi, y me hizo pensar en mi madre; también, inesperadamente, distinguí el rostro dulce de Florence, su primer despertar en Loissy. Recuerdo que me sorprendió la irrupción de esa imagen ante el trance de la muerte. La ametralladora continuó disparando, el motor del coche rugió, prácticamente encima de mí. Luego el silencio y, enseguida, alguien abofeteándome: ¿el alemán de la consulta me recibía así en la eternidad del infierno? Abrí los ojos: un soldado me apremiaba para que le indicase el camino que habían emprendido entre callejuelas los fugitivos; con los ojos cerrados no había podido verlo y, entre sus gritos y golpes, traté, sin conseguirlo, de explicarle que nada podía contarle. Supongo que me habrían detenido de no ser porque el oficial ordenó al soldado que se sumara a la persecución de los patriotas, cuya pista, al parecer, habían recuperado. Me quedé solo, quieto y confuso, excitado por el terror pero también por la felicidad de seguir vivo. Unos pocos parisinos, entre ellos una niña de no más de doce años de pelo rizado que portaba un cesto con unas pocas frutas y flores, me observaban en silencio. Apremiado por sus miradas, que interpreté despectivas hacia mi actitud colaboracionista, y también por la posibilidad de que los alemanes regresasen a por mí, me alejé lo más rápidamente que pude, improvisando de camino una despedida visual de Notre-Dame, a cuyas proximidades no era prudente que me acercase en un tiempo que se adivinaba largo. ¡Hasta el santuario de mis sueños me arrebataba la vida!

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