Fernando Marías - El Niño de los coroneles

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Premio Nadal 2001
El mal, la tortura, el endemoniado testamento de un hombre que parece mover los hilos de las vidas de los demás y la violencia que engendra la dictadura de los Coroneles en la isla caribeña de Leonito, son los ejes de la trama de esta novela que se plantea como una constante resolución de enigmas. A partir del encargo que recibe Luis Ferrer de entrevistar a un guerrillero indio se desarrolla una trama que transcurre en escenarios tan diversos como el París de la Resistencia, la Alemania nazi o la montaña Sagrada de los indios de Leonito… Dos hombres, dos destinos cruzados: el perverso Lars y el impostor ciudadano Laventier son los grandes protagonistas de una historia turbadora que consigue apretar las teclas exactas de la intriga. Será a través de Luis Ferrer que el lector conocerá a estos inolvidables personajes.

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Durante los días siguientes busqué, sin hallarla, cualquier referencia en la prensa a la captura o abatimiento de dos miembros de la Resistencia junto al Sena y, por supuesto, no mencioné a madame Fontaine el incidente. Nuestra vida cotidiana continuaba; utilizo el plural porque sería necio negar que a estas alturas, cumplidos casi cuatro años de ocupación, parecíamos un matrimonio mal avenido al que las circunstancias obligasen a continuar unido: ella necesitaba el sueldo y yo sus servicios, pues mis pacientes, una vez aclimatados a los nuevos amos de la ciudad, habían ido recuperando paulatinamente el ritmo de sus visitas. Aunque es obvio que no se lo pregunté, supuse que madame Fontaine continuaba trabajando para la Resistencia, lo que le daba sobre mí una posición de dominio que aprovechaba llevándose de la consulta, siempre con mi mudo consentimiento, pequeñas cantidades de medicinas o recetas que yo, porque pensaba que tal vez estaba así ganándome la redención, nunca me negaba a firmar a pesar de que cada rúbrica despertaba en mí el fantasma de la detención, la cárcel y la tortura. Sin embargo, recuperar el respeto de esa mujer era una fuerza que pesaba más en la balanza, de forma que puede justamente decirse que, durante aquellos años, la Resistencia sacó dosificado provecho al título de doctor en medicina que yo detentaba y madame Fontaine administraba.

Los meses pasaban en ese estancado entorno malsano. Casi nos habíamos resignado a él cuando de pronto, en la misma consulta, ante mis ojos, sufrió madame Fontaine un inesperado infarto. El funesto suceso me permitió, gracias a una fulminante actuación, salvar la vida de la enfermera y situarla así en una posición deudora que suavizó parcialmente mis remordimientos. Durante el mes que permaneció convaleciente en mi casa, término éste en el que insistí argumentando que sola no podía valerse, llegaron esperanzadoras noticias que ayudaron notablemente a la recuperación de la paciente: los norteamericanos habían desembarcado con éxito en Normandía y, según los más optimistas, entre los que se encontraba madame Fontaine, el fin del yugo nazi se aproximaba, y la liberación de París era cuestión de días. Exactamente, los ochenta que mediarían hasta el 25 de agosto de aquel año 1944.

Ningún análisis posterior sobre ambiguas intenciones del mando aliado, ninguna hipótesis sobre rencillas y desacuerdos entre los libertadores podrá nunca ensombrecer la memoria de aquel momento para quienes lo vivimos. Habíamos permanecido en la oscuridad y veíamos de nuevo el sol. París volvía a ser París y era de nuevo nuestro: cuando huyeron los últimos alemanes, la incontenible euforia que se adueñó de la ciudad empujó a todos sus habitantes a ocupar las calles el día del desfile del ejército de liberación. Yo llevaba años ansiando ese momento, pero a la vez lo esperaba con secreto miedo: ¿y si madame Fontaine, resultando ser uno de esos mezquinos espíritus revanchistas que ya habían alentado innobles apaleamientos y rapados de pelo por la ciudad, hacía pública mi actuación en la ya lejana noche del resistente herido? La inquietud que me atenazaba se concentró físicamente cuando la enfermera entró en la consulta aquel radiante día de la parada militar. Nos miramos en silencio, un instante de tensión sólo comparable a aquel otro en que ella y yo supimos que Jean Laventier era un cobarde. Pero madame Fontaine, con generosidad sincera que no he podido olvidar, se limitó a tenderme la mano para invitarme a disfrutar con ella de la fiesta de las calles. Aún no sé si me emocionó más la repentina liberación de mis temores o la grandeza de aquella mujer sencilla, inculta y valiente a la que interesaba la libertad y no los infames ajustes de cuentas. Aceptar su mano fue un honor que me llenó de renovado respeto al ser humano. En las calles reconocimos nuestra propia excitación en todos los rostros, en todas las lágrimas de felicidad, en todos los abrazos. Aparentemente, nada podía enturbiar el día. Sinembargo, desembocábamos entre la locura de la gente en los Campos Elíseos, vibrantes por el rugido de los carros de combate, cuando madame Fontaine me apretó la mano con una descarga de inesperada fuerza seca. Al volverme, comprendí en el acto la causa de la presión desmesurada que tensaba su pequeño cuerpo. Esta vez fueron inútiles mis intentos: el nuevo infarto la fulminó sin misericordia en medio de la fiesta con la que llevaba cuatro años soñando. Allí, entre la gente alborozada y el temblor provocado por los tanques, fui testigo de cómo el corazón de madame Fontaine, que había vencido al horror, era incapaz de resistir su finalización. Murió sin decir una palabra, sin emitir un suspiro que yo, arrodillado junto a ella, pudiese interpretar como gesto que viniese a explicitar el perdón sugerido minutos antes en la consulta. Me incorporé con ella en brazos, amagando en medio de la asfixiante euforia generalizada unos dubitativos pasos sin dirección concreta, hasta que la presencia de la muerta dejó de pasar desapercibida y, como el cuchillo al rojo en la manteca, nos fue abriendo paso entre las caras progresivamente graves y enmudecidas. Alguien, de pronto, reconoció el cadáver de madame Fontaine y lo gritó: ¡la muerta era la enfermera que llevaba años entregada a la liberación! Fue la chispa que empujó a la marea humana a rodearnos con un fervor que pareció obstinado en aplastarme. Sentí que me ahogaba, los fogonazos de una cámara me cegaron y confundieron, y acabé por perder el conocimiento. Cuando desperté, me encontraba acostado sobre el mostrador de un bar próximo; en una mesa yacía el cadáver de madame Fontaine; parecíamos pasajeros de un vuelo siniestrado al que sólo yo había sobrevivido. El propietario del local no pudo ocultar su alegría al susurrarme, como si fuera un secreto del que sólo él y yo pudiéramos sentirnos orgullosos, que el mismísimo Chaban Delmas -entre otros muchos luchadores de la libertad: la noticia de la muerte de la anónima heroína había corrido como reguero de pólvora- había desatendido durante unos minutos los actos de celebración de la victoria para rendir respeto al cadáver de la enfermera. Al parecer, el prestigio de madame Fontaine entre sus correligionarios era más grande de lo que yo había sospechado. Aún confuso, estreché manos y acepté abrazos -los primeros de mi nueva existencia, que tanto llegaría a odiar- sin comprender las efusiones que todos me brindaban: al fin y al cabo, me había limitado a fracasar en el intento de reanimar el corazón de la heroína, como repetí una y otra vez a los periodistas que ese día insistieron en hablar conmigo hasta el agotamiento. Cuando les pedí que se fueran, uno de ellos puso sobre la mesa una última cuestión: ¿era cierto que yo firmaba las recetas que, según rumor de algunos camaradas de la muerta, suministraba ésta a la Resistencia? Dichoso por el hecho de que la pregunta que mil veces había temido oír de labios de un torturador nazi proviniera de un reportero francés, no pude imaginar las consecuencias que tendría aquel simple «Sí, era yo quien las firmaba».

La noche de aquel interminable día no logré espantar al insomnio. La consulta, donde me empeñé en esperar el amanecer dedicando mis pensamientos a madame Fontaine, estaba extrañamente vacía sin su presencia, pero a la vez parecía ocupada por ese espíritu que el destino había enviado a mi vida tan sólo para hacerme saber que yo era un cobarde, para enfrentarme a la desoladora evidencia de que mi ideario personal, tan férreo de apariencias, se desbarataba ante la menor mirada agresiva. De no haber muerto, madame Fontaine habría seguido trabajando conmigo; antes o después, el paso del tiempo hubiera disuelto el recuerdo de mi comportamiento durante la ocupación y, con él, cualquier posible reproche cuyo rigor, además, sería discutible: yo no había colaborado con los fascistas; me había limitado a no luchar contra ellos. Jean Laventier habría pasado a ser uno más de los cientos de miles de hombres y mujeres cuya dignidad, digámoslo así, no salió por completo airosa de la prueba de la guerra. Pero la muerte de la enfermera me tenía asignado otro papel.

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