Fernando Marías - El Niño de los coroneles

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Premio Nadal 2001
El mal, la tortura, el endemoniado testamento de un hombre que parece mover los hilos de las vidas de los demás y la violencia que engendra la dictadura de los Coroneles en la isla caribeña de Leonito, son los ejes de la trama de esta novela que se plantea como una constante resolución de enigmas. A partir del encargo que recibe Luis Ferrer de entrevistar a un guerrillero indio se desarrolla una trama que transcurre en escenarios tan diversos como el París de la Resistencia, la Alemania nazi o la montaña Sagrada de los indios de Leonito… Dos hombres, dos destinos cruzados: el perverso Lars y el impostor ciudadano Laventier son los grandes protagonistas de una historia turbadora que consigue apretar las teclas exactas de la intriga. Será a través de Luis Ferrer que el lector conocerá a estos inolvidables personajes.

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Capítulo Cuatro

…Y OTRO CABALLERO FRANCÉS

«Química inmersa en el azar: así nacemos y eso somos. Por esa causa morimos.» ¿Recuerdas, Jeannot? Era uno de nuestros lemas, uno de aquellos criterios de observación, según nosotros revolucionarios, que íbamos a aportar a la mojigata ciencia de nuestro tiempo. Supongo que, como en los demás «Teoremas Lars & Laventier», también en este caso ensayaríamos un enunciado. ¿Cuál podría haber sido? ¿Algo así como «Reacciones provocadas en el interior de un ser vivo por sucesos que, como consecuencia a su vez de otros sucesos, tienen lugar alrededor o dentro de ese ser»? No me hagas mucho caso, seguro que nuestra definición poseía más solvencia. Aunque la esencia de ese concepto no deja de ser cierta: química inmersa en el azar -sumida, diríamos aquí mejor- éramos tú y yo, acusando cada unosus propias reacciones a los hechos que nos abrumaban, la última vez que nos vimos. Aún recuerdo tu estampa al otro lado de la reja -sería más preciso decir del lado bueno de la reja-, aquel día de 1938: angustiado por mí, solidario pero defraudado a la vez por la inesperada conducta criminal que confesé sin ambigüedades, entristecido por mi futuro pero -y tal vez soy injusto al pensar así- en parte satisfecho, una vez en la calle, de perder de vista al amigo que había coqueteado tan peligrosamente con el mundo del hampa. Seguro que tú también me recuerdas en aquel trance… ¿Permites que dibuje tu última percepción de mí? Probemos: ¿me viste fanfarrón, cínico a pesar de la condena de quince años, aparentemente dueño de la situación bajo el uniforme de recluso? ¡Ah, Jeannot, qué ajeno eres en tal caso al esfuerzo infinito que supuso para mí no suplicar cualquier esfuerzo por tu parte para liberarme! Deduje que, distanciados desde tiempo atrás como estábamos, esa patética actuación, asustándote, sólo hubiera acelerado tu despedida, y por eso preferí encerrarme en el silencio arrogante. Fuese como fuese, allí me quedé: la química de Victor Lars inmersa en el azar, de ramificaciones sólo pavorosas, de la química de la cárcel. Siempre, durante estos algo más de cincuenta años que han transcurrido desde entonces, me he preguntado qué habrías hecho si, prescindiendo de pudores absurdos, te hubiera pedido que me ayudases en nombre de nuestra vieja amistad. Pero no, no te asustes. No me he puesto en contacto contigo para que respondas a esa espinosa pregunta, sino a otra. Ésta:

¿Alguna vez, a lo largo de tu vida, te han detectado una enfermedad grave? De haber sido así, no será necesario que te pida el esfuerzo de recordar: tendrás bien presentes las reacciones de terror y vacío que provoca ese primer contacto con la proximidad de la muerte, y podrás comprender mi torvo estado actual de ánimo. Pero dado que tampoco quiero cansarte con el catálogo de mis síntomas de angustia, paso a exponerte la causa por la que te he escrito tantos años después. En realidad, se trata de una simple cuestión de negocios. Peculiares, ciertamente, pero negocios al fin. Y la culpa, dicho sea con cariño, la tiene tu frenética actitud profesional y humanitaria de todas estas décadas, ésa por la que has llegado al «alto honor de rechazar el premio Nobel».

Lo peor de mi situación -permíteme este pequeño prólogo ambiental- es saber que la muerte se acerca minuto a minuto, que tus días tienen un límite prefijado e ineludible que para colmo desconoces con exactitud. Los últimos meses de reflexión me han permitido concluir que, por lo demás, morir no es malo. Incluso, si ocurre de repente, puede ser bueno: ojalá, cuando llegue tu turno, no tengas tiempo de darte cuenta, puedo asegurarte que soy sincero al desearte esa paz que a mí me ha sido negada. Pero las cosas son como son, y aquí estoy: química a punto de pudrirse por la azarosa enfermedad que pretende frustrar la terminación de mi trabajo… que acabaría por frustrarla de no ser por ti. Porque ocurre que vas a vencer a la muerte en mi lugar. Gracias a tu colaboración, mi obra, que hasta la actual situación dramática he ocultado con celo obsesivo -es lógico: me iba la vida en ello-, obtendrá por fin el reconocimiento que merece. No se trata de un frivolo cambio de criterio: el anuncio del fin ha despertado en mí un inaudito afán de pervivencia, y hacer público mi pasado es la única forma de permanecer, aunque sea como el peor de los hombres, en la memoria colectiva. Tú me darás a conocer y, a cambio, culminarás tu propia carrera de salvador de la humanidad. De alguna manera, lo que soñamos tantas veces en nuestra juventud: los dos cruzando juntos el umbral de la gloria.

Por supuesto, sería más cómodo contártelo todo en persona, pero debo ser cauteloso: quiero la fama, no pasar el resto de mis días en prisión. Por eso debo insistir en llevar la iniciativa de nuestra insólita conversación. Y hablando de eso, basta de charla: ambos sabemos que, efectivamente, una imagen vale más que mil palabras, y ha llegado el momento de darte la primera.

En nuestro querido París, en el 85 de la calle Laigle, vive un exiliado chileno llamado Óscar Fiorino. Tiene cuarenta y cinco años aunque aparenta más, como se puede apreciar en la fotografía que te adjunto, tomada el verano pasado. Por la vida que lleva, podría pensarse que ha superado los traumas de su detención y tortura en Chile entre 1973 y 1976. En la actualidad, colabora ocasionalmente en la prensa francesa y escribe piezas teatrales militantes, de las que, al estar de moda en Europa el tema de los exiliados sudamericanos, ha logrado estrenar dos. Como se imagina a salvo, todas las mañanas -él no sospecha que yo lo sé-escribe o lee en el café situado frente a su portal. Te pido que vayas a ese café llevando contigo un teléfono móvil, que identifiques por la fotografía a Fiorino y que, a prudente distancia y sin perderle de vista, llames al número del café, preguntes por él y, cuando se ponga al auricular, le digas «helado de menta y canela». Sólo eso, «helado de menta y canela». El resto lo verás con tus propios ojos.

El desafío tenía toda la apariencia de los irritantes juegos juveniles de Lars, pero la enfermedad mortal de mi antiguo amigo me obligaba de algún modo al respeto. Además, y como siempre, había sabido apretar las teclas exactas de la intriga: ¿qué, tan aparentemente importante, iban a ver mis ojos tras pronunciar las absurdas palabras?Al llegar al café, marqué el número de teléfono apenas ubiqué a Fiorino, un hombre pequeño y rechoncho de barba canosa, más avejentado que en la fotografía incluida por Lars en su carta, que parecía reposadamente concentrado en sus papeles, dispuestos sobre una mesa cercana al ventanal. Cuando el camarero se acercó a él para comunicarle que le llamaban, tragué saliva: mi actuación tenía algo de mezquina e intolerable, y estuve a punto de colgar y marcharme. Pero era tarde: Fiorino desapareció tras la columna que llevaba a la cabina telefónica y, unos segundos después, escuché por el auricular el leve acento sudamericano de su voz aflautada. Tras una pausa dubitativa, me decidí a pronunciar las palabras mágicas: «helado de menta y canela». De inmediato me sentí ridículo; Lars, creí comprender, aparecería en ese instante carcajeándose de mi ingenuidad, intacta cincuenta años después, y nos abrazaríamos antes de dar paso a la narración mutua de nuestras vidas. Estaba reprochándome la facilidad con que había caído en la trampa cuando Fiorino, sin haber respondido una palabra, salió de la cabina. De inmediato supe que ocurría algo de extrema gravedad: demudado, el chileno miró a un lado y a otro y abandonó el café con precipitación tal que apenas me dio tiempo a seguirle tras recoger las carpetas y papeles que abandonó sobre la mesa. En la calle, lo vi caminar con la prisa decidida de quien conoce con precisión su itinerario; en dos o tres ocasiones tropezó con los transeúntes, y gracias a esos involuntarios retrasos pude seguirlo hasta la boca de metro de Porte des lilas, por la que desapareció a toda prisa. Fui tras él y, con los pulmones al límite, llegué a tiempo de localizarlo en el andén: presa de creciente inquietud, receloso de la cercanía de cualquier viajero, caminaba sin parar, diez pasos en una dirección y otros tantos en la contraria, y miraba cada poco hacia la oscuridad del túnel por donde debía aparecer el tren. ¿A quién esperaba? La angustia de su expresión me decidió a dirigirme a él, y la devolución de sus carpetas era la excusa perfecta para abordarle. Me concentraba en la búsqueda de las palabras que debía utilizar para no despertar su recelo cuando el tren entró por fin en el andén. La gente se aproximó instintivamente hacia los vagones. Fue sin duda ese bullicio humano el que me impidió ver el momento en que Fiorino se arrojó a la vía: sólo escuché el frenazo, un siniestro golpe seco y los gritos aterrados de los testigos. Entonces, como una revelación, comprendí que Fiorino había seguido un plan exacto, previsto -y acaso ensayado durante años- para escapar, con la ayuda de la propia muerte, del espeluznante horror que entrañaban para él las palabras «helado de menta y canela». Huí de la estación como si fuera un asesino -¿Y no lo era? ¿Qué nombre se asigna a los que, aunque sea ignorándolo, dan el paso último para que culmine con éxito un asesinato escrupulosamente estudiado? ¿Y qué, sino eso, era lo que, con mi involuntaria colaboración, había cometido Lars con el chileno?-. A pesar de los muchos atenuantes con que la razón trataba de aliviarme, notaba la conciencia como un dolor físico en el pecho: había empujado a un hombre hacia la muerte. Lo había matado. Pero ¿había sido yo? Es decir, ¿era plenamente responsable de su muerte? Durante los días siguientes, que consumí aterrorizado y hundido, a solas con las reseñas periodísticas del suicidio de Fiorino, leí, en busca de alguna luz, los papeles que éste había abandonado al salir del café: contenían una obra teatral en proceso de escritura; era mediocre y simplista, puede que ridicula en algunos pasajes, pero eso no cambiaba mi implicación en la muerte de su autor. La presencia física de aquellos papeles me desasosegaba: arrojarlos a la chimenea era destruir pruebas -¿pruebas de qué?-, pero guardarlos se parecía demasiado a ocultarlas.

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