AFFAIRE LAVENTIER
París, 30 de septiembre de 1991
Estimado M. Laventier:
Paso a detallar los procesos de investigación que mi equipo ha desarrollado a partir de los escritos firmados por Víctor Lars (en adelante VL) que confió usted a nuestra agencia con fecha 28/8/91.
Los pasos previos de nuestra encuesta estuvieron encaminados a elucidar la veracidad de las cartas de VL: en alguna ocasión las bromas bien tramadas han supuesto para nuestra agencia y nuestros clientes enojosas pérdidas de tiempo, y dedicamos a detectarlas todo el rigor de los primeros esfuerzos (los macabros restos humanos de Loissy, hallados después de la elaboración de este informe, nos habrían ahorrado la sutil cautela). Debo decir que, de tratarse de una broma, habría sido sin duda la mejor urdida de todas las que desde esta casa hemos desenmascarado. Pero lamentablemente el manuscrito de VL no es ninguna broma, como a la postre han demostrado los hallazgos antedichos.
Una vez aclarado este punto, decidimos seguir dos líneas maestras de trabajo:
1.- VÍCTOR LARS EN PARÍS DURANTE LA OCUPACIÓN ALEMANA.
La investigación sobre Louis Crandell, sicario de «Laffont» al que VL confiesa haber asesinado para ocupar su puesto en la entrevista con Reinhard Heydrich que tuvo lugar, según el manuscrito, «en agosto de 1941», figura escuetamente reseñada en los archivos policiales que se conservan de la época. Es un primer punto a nuestro favor: llegado el caso de un juicio, la confesión escrita por VL de aquel remoto asesinato podría ayudar a decidir la balanza en su contra.
El rastreo de los otros «crímenes parisinos» de VL -descartando el de las dos prostitutas anónimas de La Sombra Azul: son «cadáveres inexistentes» y por tanto inservibles como base acusatoria-, acabó por llevamos hasta los denominados «archivizcondesitos de Chándelis». Como el propio VL dice, se trataba de un nombre inventado, pero la sordidez de la historia, sumada al hecho de que el propio VL, caprichosamente, los dejara vivir al término de la guerra, nos empecinó en la búsqueda. A pesar de que VL tuvo buen cuidado en no dejar fisuras en la narración de esos hechos, olvidó un cabo suelto que precisamente a causa de su simplicidad y transparencia tardamos semanas en descubrir, aunque nos llevó por último hasta los «archivizcondesitos» (por tratarse de conocidos miembros, ya fallecidos, de nuestra aristocracia no dejamos constancia escrita de sus nombres auténticos, que sólo le revelaremos en persona, al igual que haremos con esa pista -todavía hoy a disposición de cualquiera que se moleste en consultarla- que acabó por conducirnos hasta ellos).
La pista a la que alude Vanel no es otra que el sumario del juicio que condenó a Lars por fraude y estafa en 1938. Allí, lógicamente, figuraban los nombres de los desdichados aristócratas, que al haber estado implicados en el asunto declararon como testigos. Por respeto al criterio de Vanel tampoco yo dejo escrito sus nombres auténticos, y recurro, como ella, a llamarles Conde ** y Condesa **, y a denominar simplemente Palacio al lugar donde, durante muchos años después de la guerra -y, claro está, sin que Lars tuviera noticia de ello-, tuvo lugar la historia espeluznante que la detective descubrió.
A la fecha de nuestra investigación, los dos nobles habían fallecido ya: el Conde ** en 1955 y su esposa dieciséis años después, en 1971. Sin embargo, tres años después de enviudar, la Condesa ** casó en segundas nupcias con un médico más joven que ella -al que llamaré Doctor **- que vive aún y accedió a recibirme.
La entrevista fue cordial hasta que nombré a VL y exhibí el manuscrito. Entonces, mi anfitrión sufrió un ataque de angustia que obligó a suspender nuestro encuentro. Antes de salir, me dispuse a recuperar el manuscrito, pero el Doctor ** se aferró a él con extraña resolución. Tres días después, fue él mismo quien, con voz que delataba agotamiento o depresión, me llamó por teléfono. Acudí de inmediato a verle, y escuché de sus labios la historia de la que era único superviviente.
El día de agosto de 1944 en que VL huyó del Palacio tras asesinar a todos sus ocupantes, le divirtió dejar vivos a los miembros del insólito menage-á-trois formado por los Condes ** y el patético canalla Tuccio. Fue la Condesa ** quien, apenas se vio libre, tomó la iniciativa: con ayuda del Conde ** redujo y encerró al ya inofensivo Tuccio -la dotación de SS había huido ante el avance aliado- en una de las mazmorras que habían albergado los experimentos de VL. El plan -al que el Conde ** no se opuso: los dos largos años de tortura física y mental lo habían convertido en un pelele depresivo a merced de las pesadillas que desde entonces nunca logró apartar de sí- era aguardar a que la normalidad imperase de nuevo en París y en Francia y poner entonces al detenido en manos de la justicia, pero mientras ese momento llegaba un enfermizo proceso tuvo lugar en la mente de la Condesa **, y la tentación de hacer sufrir a Tuccio lo que él le había hecho sufrir a ella fue irresistible. Primero fue el placer simple y en parte pasivo de observar la angustia por el cautiverio y privaciones a que lo sometió, pero pronto, tras aprovechar su debilitamiento físico para encadenarlo, comenzó a castigarle personalmente, disfrutando de su dolor o del sollozo aterrado que el carcelero convertido en reo emitía cuando el sonido de apertura de los cerrojos le anunciaba la llegada de su torturadora. Así, y aunque la normalidad acabó por regresar a París, la Condesa ** se negó a desprenderse del juguete de su odio. Cuando en 1955 murió el Conde **, la viuda pudo haber hallado en la trágica circunstancia el ánimo necesario para dar por finalizada la pesadilla del sótano, pero los meses de soledad rigurosa que siguieron al fallecimiento del marido acabaron por precipitar su mente hacia la locura. Para entonces -once años después de la liberación de París, once también del calvario de Tuccio-, las posesiones expoliadas por los alemanes le habían sido ya restituidas, y decidió un día reiniciar su olvidada vida social: contrató sirvientes, ventiló de recuerdos del pasado el Palacio y comenzó a ofrecer fiestas y recepciones sin renunciar al secreto placer que le suministraba el sufrimiento de su cautivo clandestino. Cuando sopesó la posibilidad de un nuevo matrimonio, la búsqueda de pretendiente estuvo dictada y dirigida por la demencia que ya regía todos los actos de su vida: el joven y ambicioso doctor carente de fortuna personal con el que se casó, lo hizo sabiendo que se contaría entre sus obligaciones maritales el cuidado y atención del cuerpo enfermo que envejecía entre padecimientos en el sótano… Cuidarlo y atenderlo para que pudiese aguantar más sufrimiento.
El Doctor ** hizo aquí una pausa y respiró profundamente, como si estuviese en realidad aspirando valor para continuar: «A cambio de compartir la fortuna de los Condes **, acepté el pacto monstruoso… Me vendí a él. Logré mantener vivo a Tuccio hasta 1968: en total, sufrió veintitrés años de encierro -nunca salió ni un solo minuto de la diminuta celda disimulada en el sótano- durante los que no se ablandó la ferocidad de mi esposa. De hecho, su vida quedó tras el fallecimiento malsanamente vacía. Vivía para atormentar a Tuccio y creo que acabó por morir, tres años después y con la razón ya por completo desquiciada, a causa de su ausencia. En su lecho de muerte me confesó que se sentía feliz. Podía morir tranquila, dijo. Gracias a mí, que conocía la horrenda historia porque había sido copartícipe de ella, Tuccio seguiría sufriendo, aunque sólo fuese en mi espíritu. En una palabra, seguiría vivo en mí… Cuando me quedé solo, traté de quitar importancia a la maldición, pero no fue posible. Aunque enterré a Tuccio bajo toneladas de cemento que cegaron para siempre su celda, el espectro del desdichado, unido al de mi esposa, ha seguido durante estos diecisiete años aquí… -el Doctor ** se tomó en este punto cierto tiempo para meditar, antes de pronunciarla, su siguiente, simple y terrible palabra- conmigo», concluyó abarcando el Palacio con un gesto de la mano; al principio me sorprendió la aparente inocencia de su frase, pero reparando en su mirada, pura angustia viva en medio del abatimiento acobardado del cuerpo encogido, comprendí su verdadera dimensión terrorífica.
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