Se levantó el vestido y él pudo ver sus piernas enormes, dos mazas blancas llenas de pozuelos, tan distintas a las piernas firmes que le enlazaban la cintura hacía tanto. La abrazó. Quiso ser un abrazo de ternura, pero ella necesitaba otra cosa. Le clavó las uñas en los hombros y el dolor llegó a la piel por encima de la camisa. Se pegó a su cuerpo y empezó a refregarse contra él. Entonces le tomó la mano y la llevó por debajo de su falda. Tadeo estaba paralizado, con su hombría inerme, sin saber qué hacer, lleno de pena por los dos. La empujó con suavidad hasta la cama. La mirada de Marga era de pavor, como si estuviera viendo a través de él, lejos, mucho más lejos, un ejército de monstruos de los que quería prevenirlo. Tadeo se acercó a su boca y la besó. Tenía el aliento agrio de una noche en vela, pero su piel seguía oliendo a jabón, como la recordaba. Se recostó a su lado y comenzó a acariciarle el cuello.
– ¿Viste qué gorda estoy?
Tadeo dijo que estaba bien así, pero mentía. Por pura turbación no atinó más que a abrirle el vestido y comenzó a besar aquellos pechos lechosos, blanduzcos, con unas venitas azules que bajaban por todo su cuerpo y se ensanchaban en las piernas, gusanos del tiempo. Ella se dejó hacer y él fue sintiendo que en aquella entrega patética, en medio de una cama revuelta, eran dos criaturas cansadas que suplicaban por una tregua. La tocó con cautela, primero, redescubriendo cada centímetro de su cuerpo con un asombro que le despertaba la memoria, y entonces recordaba que ya había estado ahí, transitando esos mismos caminos. Ella pidió que bajara las persianas y él hizo como que no la había oído, pero ella insistió. En la penumbra infeliz del cuarto, la ayudó a arrancarse el vestido y se sorprendió ante su propia torpeza para sacarse el cinturón y el resto de la ropa. Marga se quedó tendida boca arriba, con las piernas ligeramente abiertas, ofreciéndose. Volvió a hundirse en i
ella como hacía treinta años, la sintió retorcerse bajo su peso y quizá sollozar. Pero, para ese entonces Tadeo estaba muy excitado, quería penetrarla con furia, que murieran los dos ahí mismo. Eso quería.
Marga se aferró a su espalda con las manos vueltas garras mientras Tadeo se movía fuera de sí, encabritado por una mezcla extraña de amor y resentimiento. No podía dejar de sentir aquel cuerpo abandonado a los embates de la dejadez, y sabía que ella estaría extrañando en él su vientre plano, los músculos tensos de sus brazos y piernas. Dio un grito que fue un desgarro del alma. Se elevó sobre su cuerpo y quedó clavado en ella como el indicio torpe de un apuñalamiento. Marga lo miraba mientras él se iba a esa otra dimensión pictórica y volvía unos segundos después, perdido, sin saber qué realidad lo esperaba. Se quedó acostado encima de ella hasta recuperar el aliento, levantó los ojos y vio que todavía lo estaba mirando.
– ¿Y vos? -le dijo.
– Está bien -contestó y le pidió que la abrazara.
Tadeo se puso a su lado y la apretó contra él. Estuvieron sin hablar por un buen rato, luchando para no quedarse dormidos, quizá porque ambos sabían que no había lugar para tal plenitud. Marga y Tadeo no se sentían plenos; apenas habían descargado la ira contenida durante tantos años sin verse y sabían que estaban demasiado lejos de cualquier sentimiento parecido a la felicidad. Ella tendría que vestirse y volver a su casa más temprano que tarde; y él no dejaba de pensar que esa noche era su noche elegida para terminar con una vida que lo tenía hastiado.
– Perdoname -dijo ella bajito.
Tadeo le acarició la cabeza y olió su pelo.
– Perdoname -repitió.
– Perdoname vos. ¿Te lastimé?
Sonrió por primera vez y volvió a tener diecisiete años. Entonces, por un momento, él temió que aquella sonrisa lo disuadiera de sus planes y se puso serio.
– ¿Qué te pasa?
– Esto es de locos, Marga. ¿Qué estamos haciendo?
Ella le lamió los ojos.
– No he sido feliz -dijo como si fuera necesario. Ni siquiera cuando nacieron mis hijos.
– Quién sabe qué es la felicidad.
– ¿Y vos?
– ¿Yo? No me cuestiono mucho -mintió Tadeo-. Voy pasando.
– Pero, ¿estás bien?
– ¿No me ves? Hago lo que puedo.
Le hubiera gustado contarle que estaba deshecho, un despojo humano, sin trabajo y con sus ahorros perdidos en alguna isla caribeña a raíz de la maldita crisis bancaria; que sólo tenía deudas, puras frustraciones, un divorcio a cuestas, una familia desintegrada y ninguna fuerza para vivir. Pero sólo se le ocurrió contarle que iba a ser abuelo. Marga se incorporó en la cama y volvió a sonreír, esta vez con auténtica alegría.
– ¡Abuelo!
– Abuelo -repitió él sin entusiasmo.
– ¿Y yo qué vengo a ser?
La pregunta los devolvió a la realidad de su parentesco. Fue un segundo en el que se unieron los juegos de la adolescencia, el amor, un amor tan puro, el escándalo, la tía Margarita persignándose y el tío Ignacio llevándosela lejos, mutilándolos para siempre.
– No me contestaste -insistió.
– ¿Una especie de tía?
– ¡Qué locura, Tadeo! Vas a ser abuelo. Hoy enterramos a papá y pronto vamos a tener un niño en la familia.
– ¿Cuál familia?
– Lo que sea, pero es una familia.
– Siempre fue una farsa y después de que mamá se mató empezó a liquidarse -giró hacia la pared como un niño malhumorado.
Una sombra le creció a Marga en la voz y se le anudó como un zarcillo a otra sombra del pasado.
– Nunca hablamos de lo de tu madre -le dijo.
– ¿Para qué?
– Porque se necesita hablar. No se puede hacer como si no hubiera pasado nada.
Tadeo encendió un cigarrillo. Dio una pitada y se lo pasó.
– ¿Viste a Jano hoy? -preguntó ella como buscando una excusa para decir algo importante.
– Apenas. Está viejo.
– Viejo y solo. No hubo mujer que aguantara; en realidad, siempre era él que las dejaba primero. Probó con varias. Algunas parecían enamoradas, incluso dispuestas a soportarle las locuras, pero a los meses él decidía que la cosa no caminaba y les decía adiós como si fuera un trámite. Al poco tiempo aparecía con una nueva. Nosotros la recibíamos en casa, claro, le hacíamos la fiesta completa a ver si de una vez enganchaba, pero no había caso. Y siempre era él.
– ¿Sabés qué pienso? Que él las dejaba antes de que ellas lo hicieran.
– Pero, ¿por qué habrían de dejarlo? No te digo que algunas estaban enamoradas. ¡Si habré tenido que consolar llantos!
– No superó nunca lo de mamá. Ella fue la mujer de su vida, la única, la más importante. Y lo abandonó. ¿Te das cuenta? ¿Qué podía esperar de las demás?
– Puede ser. Es difícil saber qué está sintiendo. Es un tipo raro. Pero yo lo quiero; con papá fue un hijo. No sabés cuánto lo cuidó. Incluso más que yo.
– Nunca entendí por qué tanto odio hacia mi viejo.
– Porque lo culpa. Dice que en los últimos tiempos la trataba mal, que se peleaban mucho, que le gritaba.
– Si te digo que me acuerdo poco y nada, lo tengo como en una nube -volvió a mentir él.
– ¡Ah! Pero Jano lo recuerda bien, se pasa hablando de eso -se le cortó la voz.
Tadeo dejó el cigarrillo en la mesa de luz y la abrazó.
– ¿Qué hay, Marga?
Lo miró con rabia, una rabia que, sin embargo no era para él, sino para ella.
– Ni siquiera pude contárselo a Jano. Eso hubiera ayudado. Pero ¿cómo causarle tanto dolor?
Tadeo la interrogó con los ojos. Presintió que se venía una hecatombe, una declaración de ésas que lo parten a uno al medio y le cambian la perspectiva de las cosas.
– Tu madre y papá… estuvieron juntos por largo tiempo -dijo ella como pidiendo un perdón ajeno. Y mamá sabía, siempre lo supo, pero se aguantó. Era parte de su acuerdo. Nunca ha servido para mucho más que para tener la casa limpia. ¿Adónde hubiera ido?
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