Claudia Amengual - Mas Que Una Sombra

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"Era martes, las ocho y veinte de la mañana del día de su muerte. Tadeo se debatía entre un ánimo ambiguo que lo llevaba de una nostalgia prematura a un entusiasmo juvenil. No era alegría, más bien se sentía triste, pero al menos lo alentaba saber que sería un día distinto, con un propósito que lo conduciría a algo, y le daría un estatus definitivo por el cual ya no tendría que pelear más, ni probarse, ni medirse, ni temer otras codicias."
"Sería un muerto a partir de las diez de la noche y lo sería para siempre. Pensar en eso le produciría una cierta paz, como la vecindad de unas vacaciones largamente añoradas. Tadeo sólo quería descansar".

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Ya eran las nueve y cuarto de aquel martes y apenas se había puesto en marcha. Llenó la bañera con agua caliente y agregó un puñado de sales que Laura le había regalado para un cumpleaños, y que desde entonces andaban estorbando entre su ropa. Mientras planificaba ése, su último baño, le pareció un detalle agradable echar aquellos granitos al agua y ver el efecto balsámico que Laura le había anunciado. Baño con sales: el numeral 2 en su lista. Como era de esperar, aquello había perdido sus propiedades, ya no tenía color ni olía a nada. Fue igual que echar sal gruesa porque se disolvió al instante y lo dejó nadando en una especie de caldo. El agua se enfrió en pocos minutos y Tadeo terminó bajo una ducha tibia. Se secó con mal humor y olvidó los espacios entre cada dedo del pie. Si alguna humedad quedaba, si aparecía uno de esos tajitos hirientes, ya no sería su problema. Que el hongo se alimentara de su cuerpo muerto, como otros organismos lo harían. Él estaría a salvo, más allá de cualquier sufrimiento.

Envuelto en la toalla, se paró frente al espejo. Como otras veces, sintió la presencia de Doc en la pieza, esa compañía sutil que le aligeraba la dolorosa autocompasión de sentirse solo:

– ¿Y? ¿Qué hacemos, Doc? Nos vamos, ¿eh? Mucho cansancio. Cuarenta y siete años, viejo, cuarenta y siete. Y este país que no ayuda. Ni siquiera pensaba votar la próxima vez. ¿Cómo iba a votar? ¿A quién? Si ya tenés la seguridad de que los tipos te roban; si te lo están anunciando, ¿cómo vas a ser tan imbécil de volver a caer, eh? La última vez le di un beso a la papeleta, “no me falles”, le dije a la foto del tipo que hasta en esa instancia tenía cara de estarse burlando de todos. Y la metí, Doc, te juro que la metí con ganas, hubiera entrado el brazo con codo incluido para que cayera bien al fondo. La metí con ilusión, ¡pobrecito! Para que, al final, apenas llegados, ya nos ensartaran y encima lo hicieran con nuestro soberano voto. En ésa sí que no me agarran más. No me agarran en nada, para ser sinceros, porque ya nos vamos y que otros carguen con el peso de decidir de qué lado van a dejarse robar. Al fin de cuentas, tampoco ellos deciden. Las cosas se cocinan más arriba, o más abajo, según se mire, pero en cualquier caso será un lugar parecido al infierno, sin moral ni valores, sin más dios que el dinero. Y desde ahí mueven los hilos de los que elegimos. Así que no me engaño; tampoco importa tanto mi voto. Lindo discursete, ¿verdad, Doc?, podría haber sido político. Lástima que me vaya en palabras.

Es de mañana y la madre está en la cama. Sola. Tadeo va a despertarla. Ella lo oye atravesar el pasillo que separa los dormitorios y se finge dormida. Tadeo se acerca y le toca el cuello.

– ¿Mamá?

Ella no se mueve. Tadeo se trepa a la cama y se pone en cuclillas a su lado. -Mami-susurra.

Nada. Tadeo la empuja con suavidad y nota que la cabeza está pesada y los ojos entreabiertos. Se angustia.

– ¿Mamá? ¡Mamá!

Ahora la sacude y el cuerpo se agita como una gelatina. Tadeo está desesperado. Ella decide prolongar el juego un poco más, ver hasta dónde llega su hijo.

– ¡Mamá! ¡Mamita!

Llora y ella siente un poco de remordimiento, pero es más fuerte lo otro, tensar al máximo la situación, casi como un experimento.

– Mamita… -Tadeo la abraza y llora. Se separa de su cuerpo y la zarandea con algo de violencia-. ¡Mamá! ¡Despertate, mamá! -grita.

El llanto se ha vuelto histeria.

– Mamá, mamá, por favor, mamita…

Llora durante un rato en el que ella parece estar disfrutando con su macabro juego. Tadeo la golpea con los puñitos en los brazos, en el vientre, en el pecho. Ella abre los ojos y él retrocede asustado. En el instante que sigue a estos ojos desmesuradamente abiertos, no tiene claro si es su madre que despierta o la resurrección de un muerto.

– Tadeo, me pegaste. Vení, dame un abrazo.

Él se acurruca contra su cuerpo, pero no puede detener el llanto.

– ¿Qué pasa? A ver, ¿qué le pasa a este niñito?

Tadeo no habla, nada más llora y se aprieta contra el calor de su madre que lo consuela como si acabara de rescatarlo de la boca de un dragón.

– No es nada, m'hijito. ¿Pensaste que estaba muerta?

Ella lo besa y se moja con la sal del llanto; lo besa y lo toca, se avergüenza un poco y se siente extrañamente feliz.

Antes odiaba los cementerios, los velatorios y toda esa fanfarria fúnebre que le resultaba impía. No entendía la razón para tener un cuerpo expuesto de esa manera tan poco digna, groseramente maquillado en algunos casos o descomponiéndose en ese verdor grisáceo de las pieles inertes. Un cuerpo que hasta ayer, nomás, era una vida, ahora convertido en ese muñeco patético, tapado hasta el cuello, con las órbitas marcadas bajo los párpados cerrados a presión, y esa falta de pudor que supone mostrarse en la más pura intimidad, que es la de no ser. Un cuerpo que ya no era de nadie y era de todos, al que cualquiera podía tocar o besar, quizá con el secreto morbo de probar la temperatura de la muerte; o al que alguien se sentiría con derecho a cortar un mechón de pelo para guardar en un relicario, con la devoción de un cruzado. Y la penosa procesión de frases hechas, la peor burla al dolor ajeno, frases que deberían quedar atascadas, y con ellas la lengua del que no puede evitarlas cuando un abrazo callado sería suficiente.

Pero un día Tadeo entendió cuánto bien le hubiera hecho ver a su madre muerta. Jano la encontró en la cama, tapada hasta la cintura, como si hubiera tenido frío en el momento final, o hubiera necesitado un poco de tibieza, una tibieza que no alcanzó. Estaban merendando y nada excepcional pasó en los minutos previos. Muchas veces Tadeo repasaba cada detalle, pero no lograba recordar más que la mesa de la cocina con el mantelito de colores, un pan casero todavía humeante y los tazones de café con leche. Hablaban de cualquier cosa, sin mayor emoción, nada importante, cuando ella pidió disculpas y se levantó como quien va al baño. Tampoco le pareció que demorara más de lo normal; sólo podía recordar el ruido seco y al padre que bajó la cabeza con resignación.

No lo dejaron verla. Estuvo años jugando con la posibilidad de que volviera. La buscaba en otras caras, en otros cuerpos, llegó a orinarse por las noches pensando en ella. Pero no hubo conjuro que se la hiciera carne de vuelta. Extrañó su presencia fría en la casa, aquel rigor militar con el que los criaba, y criaba al padre, también. La fuerza de voluntad, el carácter firme, la poca paciencia para tolerar flaquezas y la amorosa disposición que ponía para hacer de ellos hombres de provecho. En aquel maniqueísmo sin misericordia del cual ella era su principal víctima, no permitía el menor desvío de conducta; no aceptaba el error más que como una muestra de debilidad. Su vida estaba signada por el deber ser; a ese mandato se consagraba como una religiosa y los arrastraba con aquella fuerza infernal. Era una tirana con su propia vida y no encontró la horma del zapato que la pusiera en su lugar, que los salvara a todos de su despotismo.

Tadeo intuía que algo fallaba en aquel mecanismo perfecto. Años después, ya hombre, descubrió su enorme fragilidad, los miedos que la agobiaban, lo insegura que era. Estaba aterrada, se sabía débil y era demasiado orgullosa para pedir ayuda. Alguien debió de malenseñarle alguna vez el concepto del honor y lo llevaba como un estandarte, una equivocación existencial que regía su vida. Y la de los demás.

La madre fue a parar al limbo de los innombrables; el padre se hundió en una melancolía de la que jamás volvió, y Jano se enojó para siempre con el mundo. A Tadeo le costó entender que no la vería más, pero recordaba la calma pasmosa con que asumió su muerte, como si hubiera estado esperándola en esa fina conciencia de lo inefable donde van a parar aquellas cosas que el miedo no permite nombrar. Allí tenía él bien atrincheradas sus certezas de que la madre se mataría tarde o temprano. Ella lo estuvo avisando durante mucho tiempo con conductas que eran síntomas claros de lo que se gestaba en su interior. Pero nadie entendió que tenía miedo y, según Tadeo supo después, estaba llena de una culpa honda, enganchada como una garrapata a su pobre sentido del deber.

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