Claudia Amengual
Mas Que Una Sombra
© 2007, Claudia Amengual
A mi querido padre Lucas Del Valle,
que me enseñó la libertad
y el amor por la vida.
Gracias a María José Frías, por sembrarme la incertidumbre y la necesidad de entender. A María Florencia, hermana querida, por los libros que cargó desde la Facultad de Psicología. A Héctor Oscar Amengual, por comprender que era imprescindible abrir ventanas cerradas durante tanto tiempo. A Lourdes Zuasti, por animarse al penoso viaje de recordar.
A mis hijas, Inés y Lucía, por la paciencia.
A mi madre y a mi hermana, Carolina, por el respeto.
A Ana Silvia Galán, por corregir con rigor y delicadeza. Al equipo editorial todo, por hacer de esta historia un libro.
A Gustavo Aguilera, Carolina Brussoni, Cristina Canoura, Álvaro Carballo, Martha Casal, Jaime Clara, Léonie Garicoïts, Rosario Infantozzi, Gerardo Irazoqui, Susana Larrañaga, Giorgina Notargiovanni, Elena O'Neill, Rosario Royer y Eduardo Wood, por tender una mano desde el principio.
A Estrella Quintas, por su ayuda en las pequeñas cosas de todos los días.
A los que, anónimamente, y no tanto, me ofrecieron su testimonio de vida.
Gracias, muy especialmente, a la Dra. Silvia Peláez, que creyó en esta novela y dio su apoyo profesional generoso. Y, por supuesto, a los compañeros de Último Recurso, Juan José Castro, Adriana Gutiérrez y Allison Reyes, por permitirme compartir la intimidad de su dolor, que es también el mío.
C.A.
Rage, rage against
the dying of the light…
DYLAN THOMAS
– ¿Qué hay más allá del honor?
– Nada.
– ¿Y qué es la nada, soldado?
– La nada es…
– ¡Nada! Eso mismo, ¡nada! Y se equivoca, porque más allá del honor está la muerte.
– Pero…
– La muerte es más que la nada, porque en la muerte se lava el honor.
– Yo he perdido el mío, señor.
– Entonces, ya sabe lo que debe hacer.
El soldado mira a su general con desconcierto. Le tiembla el aliento que necesita para no flaquear. También le tiembla la mano derecha con la que toma el arma que el otro le entrega como un mandato divino. Hay un silencio en el que la duda quisiera instalarse para dar tiempo, pero el soldado no quiere ese instante de reflexión que puede salvarlo y perderlo a la vez. El soldado no elige; sólo ve esa arma en la que se condensan todas las verdades del universo. Ni siquiera piensa que su falta no ha sido tan grave, ni que su muerte no terminará con la vergüenza. No puede ver que el que se termina es él y empieza para otros un calvario eterno.
El general da unos pasos hacia atrás y espera. El soldado levanta el arma hasta la sien, mira al otro que mueve levemente las cejas. Con la mano izquierda sostiene el codo; el corazón se le desacata. Busca el hueso y afirma el metal contra la piel, abre la boca como si fuera a escapársele el alma, pero no es más que un grito para infundirse valor.
– ¡Vooooyyyy!
Y aprieta el gatillo.
El silencio duele. Tendido sobre la alfombra, el soldado muerto cree que su honor se ha salvado. En los segundos que siguen al disparo, la nada crece, los va tragando, y hay una conciencia imperceptible de la futilidad, del absurdo. El general sigue perdido en su peculiar campo de batalla donde blanco y negro dirimen con torpeza lo bueno y lo malo. Camina hacia el soldado y se detiene junto al cuerpo; patea con suavidad sus piernas y el otro no puede reprimir una sonrisa. El general se le echa encima y le hace cosquillas bajo las axilas. Los dos ruedan sobre la alfombra; la risa se vuelve incontenible hasta que el soldado pide clemencia, que lo deje respirar. El general es seis años mayor y ya tiene una sombra gris que pronto será bigote. También por esto lo admira el soldado.
– ¿Qué tal?-pregunta.
– Cada vez te sale mejor.
El soldado se siente como un perro al que palmean la cabeza porque ha hecho las fiestas de costumbre al amo, pero hay algo que lo inquieta: esa facilidad para acabar con todo sin un segundo pensamiento, como en un trance. Mira a su hermano que está tendido en el suelo, boca arriba, con los ojos fijos en algún lugar del cielo, más allá, mucho más allá de lo que él puede imaginar. Se acuesta a su lado y busca afuera lo que el otro está mirando, pero no logra ver otra cosa que la noche a través de la ventana.
– ¿Jano?
– ¿Hmmm…?
– ¿De verdad es así?
– ¿Así cómo?
– La muerte y el honor…
El hermano vuelve a ser el general. Hasta la voz parece engrosarse para responder al soldado.
– Un hombre debe saber vivir y morir.
– Pero, Jano, ¿de qué te sirve morir?
– ¿Y de qué te sirve vivir deshonrado?
El soldado no sabe qué contestar. Casi nunca sabe. Adora a su hermano que siempre tiene una respuesta inteligente a flor de labios. A veces, sin embargo, le da miedo.
– Tengo sueño -dice por decir algo.
– ¿Te lavaste los dientes? ¿Uniforme pronto? ¿Merienda en la cartera? Deberes, ¿hiciste los deberes?
El soldado se pone de pie con un salto. Luego estira su mano y ayuda al general a levantarse. Los hermanos se hacen la venia antes de dormir. Al poco rato, el soldado baja de su cama, se pone de rodillas sobre la alfombra y busca en la oscuridad. El general vuelve de un sueño incipiente y se molesta.
– ¿Qué estás haciendo, Tadeo? ¿No ves que no puedo dormir?
– El arma, ¿dónde quedó el arma?
– Dejá eso ahora y acostate.
Tadeo encuentra, por fin, el revólver de juguete y lo devuelve al baúl.
– Es por mamá -dice.
– Mamá también piensa que el honor es importante. ¡A dormir!
La felicidad se mide al abrir los ojos por la mañana. Si acomete como un aguijonazo bestial la conciencia y se monta con su peso insoportable la vida, eso que se llama vida y que nunca es más que una sucesión de rutinas cada tanto interrumpidas por algún hecho excepcional, si eso sucede, quizá sea porque la felicidad anda lejana y esquiva. Pero, ¿qué significa ser feliz?, se preguntaba Tadeo con la sospecha de que sería ponerse más allá de ese tinglado de convenciones en el que transcurrían sus días. Su andar se había transformado en eso: una serie de rutinas en las que apenas reconocía al niño ilusionado que alguna vez fue.
Esa mañana se levantó con el propósito de que fuera la última. Mucha gente se suicida; ni siquiera pasaría a la historia por eso. Quizá todas las personas, en algún momento, fantaseen con el impulso de tirarse por la ventana, aunque algunos lo nieguen mientras encienden un cigarrillo detrás de otro. A él no lo avergonzaba admitirlo. Al suicidio, a la decisión de hacerlo había llegado después de mucho pensar, aunque en el momento final quizá no existiera ningún pensamiento. Era posible que la idea fuera un germen congénito que permaneció latente hasta que una frustración la hizo despertar. Frustración de acuerdo con expectativas ajenas, medidas de otros vasos que rara vez se colman, pie sobre huellas demasiado grandes, marcas inalcanzables, ser bello, rico, exitoso, la perfección como meta.
El mundo está lleno de potenciales suicidas, una especie de vivero en el que algunas semillas germinarán tarde o temprano. De hecho, la casa donde vivía había sido la de un suicida, un médico joven que no aguantó la presión de un mal amanecer. Tadeo lo llamaba Doc y le gustaba imaginar que su espíritu merodeaba por los rincones. Más de una vez se descubrió hablando solo como si se dirigiera a un interlocutor que no podía ver, pero al que lo ligaba esa afinidad nacida del agobio por una existencia con la que ya no quería cargar.
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