Claudia Amengual - Mas Que Una Sombra

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"Era martes, las ocho y veinte de la mañana del día de su muerte. Tadeo se debatía entre un ánimo ambiguo que lo llevaba de una nostalgia prematura a un entusiasmo juvenil. No era alegría, más bien se sentía triste, pero al menos lo alentaba saber que sería un día distinto, con un propósito que lo conduciría a algo, y le daría un estatus definitivo por el cual ya no tendría que pelear más, ni probarse, ni medirse, ni temer otras codicias."
"Sería un muerto a partir de las diez de la noche y lo sería para siempre. Pensar en eso le produciría una cierta paz, como la vecindad de unas vacaciones largamente añoradas. Tadeo sólo quería descansar".

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Tadeo no anda descalzo porque teme pisar un alacrán. Al principio, era fácil encontrarlos en el jardín, escondidos entre la pinocha o bajo alguna piedra. Pero ayer llovió y los alacranes están por todas partes, hasta en el cesto de las cebollas y en el vaso de lavarse los dientes. Tadeo revisa entre las sábanas, sacude la ropa, da vuelta las medias. Jano se divierte y lo roza con una pluma detrás del cuello en el momento en que va a encender la luz. Tadeo quisiera llorar, pero ya ha aprendido la lección y sabe que no debe.

Va a buscar consuelo con la madre que no teme a los alacranes y le dice que se deje de mariconadas. El padre lo llama y vuelven a la noche fresca, de cara al cielo, uno sobre el otro, la espalda de Tadeo apoyada contra el pecho grande, las cabezas muy juntas, y el jardín titilando de alacranes que a Tadeo ya no le importan porque no hay lugar más seguro que aquellos brazos que lo aprietan.

– … y entonces mandan al escorpión para matar al gigante.

– ¿Cuál?

– Orión.

– ¿El de las Tres Marías?

– Ése.

– ¿Y?

– Y que no me acuerdo si lo mata o lo hiere.

– Qué raro que no te acuerdes.

Tadeo cierra los ojos y se deja ir en el sopor delicioso de la felicidad completa.

***

– ¡Ahí hay uno! Dejame a mí.

– ¿Y si te pica?

– Nada.

– ¿No tenés miedo de morirte?

– No seas bobo, Tadeo, los alacranes no matan.

– Pero los escorpiones, sí.

– Pasame el alcohol.

– ¿Puedo mirar?

– De lejos.

– ¿El alacrán es un escorpión chiquito?

Jano hace un círculo de alcohol en torno al animal que está inmóvil, pero presiente que algo malo se avecina y levanta el aguijón como un gato erizado.

– Y después crece, ¿no?

Jano no responde; está ocupado en cerrar el círculo.

– ¿Después crece?

– Pasame los fósforos.

– ¿Crece?

– ¡Yo qué sé! Crece, sí, crece.

Jano enciende un fósforo y lo tira sobre el alcohol que se enciende en una corona azulada. El alacrán ya no está inmóvil; siente el calor muy cerca y empieza a girar hacia una salida que no encuentra. Jano aplaude. Dentro del círculo infernal, el alacrán sabe que está perdido. Avanza los pocos centímetros que lo separan de las llamas y retrocede. Así varias veces hasta que vuelve al centro y se detiene.

– ¡Ahora! -dice Jano excitado-. ¡No te pierdas esto!

El alacrán está acorralado. Intenta un último embate estéril, gira, levanta su aguijón, lo mantiene en suspenso durante unos instantes en que los hermanos contienen el aliento y, por fin, lo clava con violencia sobre el lomo. Jano se ha puesto de pie y lanza un grito de euforia salvaje que aumenta a medida que el alacrán se retuerce. Ya no hay llamas, pero el alacrán ha muerto.

Tadeo no conoce el nombre de ese sentimiento que le está naciendo, un vacío que va del pecho al estómago y anida allí, en un nudo, las entrañas vueltas un montón de alacranes que se le retuercen dentro.

En algún momento, Tadeo abrió un plazo fijo en un banco que prometía intereses altísimos. Debió haber sospechado de tanta limosna, pero fue como un corderito al matadero junto con otros, impulsado por ese mito que les habían inculcado: “Aquí no pasa nada; tenemos un sistema bancario estable”. Además, Tadeo era un tipo de letras y veía pasar los números como bandadas, con una vaga percepción de que hay algo que sustenta su vuelo, pero sin identificar los mecanismos ni las razones profundas, sin adivinar cuántas aves lo componen ni, mucho menos, como El hombre que calculaba, intentar siquiera una torpe estimación de la cantidad de alas batientes. Es decir, veía los números, pero sin entenderlos. Así que de poco le habría valido una intuición económica, que nunca tuvo; o una visión comercial, menos aún; o la advertencia sabelotódica de una charla de bar. De eso sí sabía bastante porque era parte de una, cómo llamarla, ¿tertulia?, ¿reunión? Martes a martes, así se cayera el mundo y ellos con él, se juntaban a discutir sobre poesía, aunque en el fondo se juntaban para que la mediocridad no los encontrara tan solos, es decir, para compartirla.

Volvió a leer la lista y pensó que más tarde llamaría a Víctor. Se conocían desde hacía años y habían empezado a reunirse luego de la crisis. Algunos se arrimaron porque no tenían otra cosa que hacer después de haber perdido el trabajo, y con el trabajo la hombría, y con la hombría la dignidad, y con la dignidad la mujer, y con la mujer los hijos. Víctor era otra víctima del machismo. Así lo había escrito en un texto olvidado por todos, pero que él conservaba en un papelito ajado en su billetera, y que, de tanto leerlo, había acabado por memorizar y repetía como si estuviera citando a un clásico: “El hombre será el proveedor de su familia, no importa si la mujer es analfabeta o ingeniera nuclear. El hombre será el que la sustente a ella y a sus hijos, y si esto no es posible, es decir, si por razón del destino algo se tuerce y ella empieza a ganar más o es la única que gana algo para llenar las tripas, el hombre se sentirá una ameba, poco más que eso. Con el tiempo, tras violencias varias que serán su forma de canalizar la frustración, terminará comportándose como si lo fuera, un inútil que no supo mantener su trabajo. Y se quedará, irremediablemente, solo”.

Víctor era un buen tipo, pero también un infeliz. Tenía ínfulas de poeta y alguna vez había logrado producir un verso decente montado en un poema pobre de principio a fin. Pero ellos, los muchachos de la barra de los martes, siempre le rescataban uno de esos versos en los que Víctor había tenido la buena idea de incluir palabras poderosas en sonido y evocación, como “tembladeral”, por ejemplo, o incluso algún neologismo del tipo de “ladriaullido” o “almidérmico”, que aplaudían como si fuera una creación magistral digna de García Lorca. Lo hacían, está claro, por lástima y porque Víctor, condenado a una mediocridad eterna, no representaba un peligro para ninguno de ellos. Si, en lugar del poeta de medio pelo que siempre sería, Víctor hubiera sido una promesa de Baudelaire criollo, es casi seguro que no habrían sido tan condescendientes con sus palabrejas y que no habrían soportado la envidia enfermiza de saber que estaba destinado a un paraíso que para todos los demás siempre sería ajeno.

¿Por qué prefería llamarlo a él y no a los otros? Porque Víctor, como todos ellos, era un terrible egocéntrico pero, a diferencia de los demás, no tenía pasta de héroe y no se descolgaría con la pesadez insufrible de salvarle la vida. En aquellas tertulias de café, casi ninguno escuchaba. Más bien estaban midiendo el momento exacto en que otro dejaba un espacio, un mínimo espacio en su prolija oratoria para insertar algo conexo o no con lo que venía diciendo, pero siempre referido a un hecho personal, siempre a un hecho propio, sin importar un rábano que el otro viniera a contar que su padre estaba agonizando en un hospital o que, como era el caso, iba a suicidarse pocas horas después. Por lo tanto, no había que preocuparse por Víctor. Podía ser sincero con él, incluso marearlo sugiriendo que lo tomara como inspiración para un poema. Y, entonces, se descolgaría con su teoría poética basada en sus magros estudios aristotélicos y a los dos segundos ya habría olvidado la razón de la llamada. Pero con los otros había riesgos que no deseaba correr. O, mejor dicho, le aburría tener que andar explicando las razones de su decisión. Estaba la posibilidad de que el anuncio del suicidio les despertara su vena épica y armaran una cruzada deprimente, medio romántica, muy cursi, para venir a disuadirlo.

Pero, además, una parte de Tadeo sabía que Víctor mostraba su lado humano cuando los complejos le daban tregua, y lo prefería a los otros. Víctor hubiera sido mejor tipo de haber tenido más suerte en la vida. Daba la impresión de que las penurias y los fracasos habían estropeado una materia prima de calidad que, en otras circunstancias, habría producido un hombre valioso. Era como un trozo de buena madera sin tratar. En algún punto de su existencia, debió de tomar la decisión que lo condenaría al desánimo de los tibios: se entregó a la molicie del “no puedo” y terminó convenciéndose de que era un bueno para nada. El hábito hizo lo demás.

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