Claudia Amengual - Mas Que Una Sombra

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"Era martes, las ocho y veinte de la mañana del día de su muerte. Tadeo se debatía entre un ánimo ambiguo que lo llevaba de una nostalgia prematura a un entusiasmo juvenil. No era alegría, más bien se sentía triste, pero al menos lo alentaba saber que sería un día distinto, con un propósito que lo conduciría a algo, y le daría un estatus definitivo por el cual ya no tendría que pelear más, ni probarse, ni medirse, ni temer otras codicias."
"Sería un muerto a partir de las diez de la noche y lo sería para siempre. Pensar en eso le produciría una cierta paz, como la vecindad de unas vacaciones largamente añoradas. Tadeo sólo quería descansar".

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Lo hicieron tantas veces… tantas veces entró en su cuerpo con un deseo tan puro, tan absoluto. Y podía sentir lo mismo en su forma de tocarlo, de olerlo, de pedirle que se hundiera en ella, de mirarlo a los ojos cuando explotaba feliz, pleno. Entonces, él se retorcía de placer y angustia, como si estuviera muriendo entre sus brazos, y le alcanzaba una mínima lucidez para ver cómo ella lo miraba, cómo fijaba sus ojos en los suyos y sabía que era feliz viéndose a sí misma en el reflejo de felicidad que le devolvían. Luego la abrazaba, y temblaban los dos empapados en una culpa dichosa.

Fueron varios meses de mentir a los padres que siempre eran los tíos de uno o del otro, de leer cuanta enciclopedia había para ilustrarse acerca de los monstruos que su amor podía engendrar. Nada importaba. Nada más que aquel vacío hacia el que se lanzaban cada vez para resucitar luego de las bellas muertes y quedar abrazados en silencio, por temor de que alguien los descubriera; con mayor temor de que cualquier palabra los devolviera a una realidad que deseaban poner bien lejos. Aunque sabían, los dos sabían que aquello estaba condenado a terminar más temprano que tarde.

Ella le dijo no, un no rotundo y brutal, y a él le tomó unos segundos recomponerse para verla tan cruel, tan serena, impávida, con un brillo imperceptible titilándole en la mirada, una lágrima contenida a fuerza de responsabilidad, de anteponer el deber al querer que habían forjado juntos. Tardó años en comprender que ella también estaba rota por dentro y que sólo se mantenía firme para sostenerlos a los dos.

El tío Ignacio la mandó lejos, a estudiar cualquier cosa en cualquier parte, un lugar hasta donde su amor no pudiera alcanzarla. Y volvió, siete años después, convertida en señora de un gringo insulso que nunca mostró interés por hablar ni una palabra de español y que la llenó de hijos pecosos. Trató de verla lo menos posible, pero, cada tanto, las circunstancias familiares los cruzaban, y entonces Tadeo se vengaba clavándole una mirada de acero desde donde le decía que se había puesto gorda y fea, y le desplegaba la imagen de la mujer plena que hubiera sido a su lado. Intentaba, con la sola fuerza de esa mirada, hacerle pagar por cada noche que había pasado mordiendo la almohada, pero la pobrecita ya tenía su castigo y, en lugar de defenderse, lo miraba suplicante, como pidiendo: “Ya basta, querido, ¿no ves que con esto alcanza?”. En ese martes tan particular, la vería de nuevo, le daría el pésame por la muerte de su padre y, ante la vista de todos, volvería a abrazarla con aquella ternura, aunque ya no fueran los mismos.

No debía perder de vista lo más importante de ese día, su último día, un día que venía a torcerse con esa muerte fuera de tiempo. Si su ego hubiera estado más enérgico, le habría resultado insoportable que el tío Ignacio le hubiera robado el protagonismo familiar de una muerte inesperada. Pero el ego de Tadeo era polvo machacado, con paciencia destruido en los últimos veinte o treinta años, o quizás en los cuarenta y siete completos que llevaba de vida.

Abrió el cajón de las servilletas y ahí estaba, una puntita apenas que asomaba debajo de los repasadores. Hacía tanto que no se permitía pensar en eso, pero ese día todas sus frustraciones parecían confabular para ir a amontonarse sobre sus espaldas. Era la única copia que quedaba de las tantas que había hecho y que alguna vez anduvieron desperdigadas por la casa como un tesoro en un arenal. Aquel manuscrito había sido su mayor ilusión. Una colección de cuentos breves con la que Tadeo había recorrido editorial tras editorial y de la que no guardaba más que la sensación de un inmenso agujero, un pozo al que habían ido a parar sus pobres veleidades de escritor. De tantas alas desplegadas sólo quedaba aquel manuscrito amarilleando en el oscuro olvido del cajón de las servilletas.

Tadeo suspiró para aliviar el peso de los recuerdos, cerró el cajón y se sentó a desayunar como hacía tiempo no se permitía. Numeral 1: jugo de naranjas, café, dos galletas y un complejo vitamínico que tomaba cada día. Le hizo gracia este detalle, pero era parte de la rutina y no le pareció que le hiciera daño tomársela, pobre vitamina, tan inútil, vitamina sin futuro. Luego, se vistió sin prisa, eligiendo la ropa que más le gustaba y pensando todo el tiempo en ella, en que ella debía verlo bien esta última vez que iban a encontrarse. Los demás le importaban menos que nada; incluido el tío Ignacio, que el Diablo se lo llevara bien abajo desde donde no pudiera hacer más daño a nadie ni separar amores como quien arranca un azahar del limonero.

Jano le había dicho a las once en el panteón familiar. Tenía un par de horas por delante. Había confeccionado una lista para no dejar nada librado a la suerte que, en su caso, pocas veces había sido buena. Lo primero era el desayuno, y lo había cumplido con la única alteración de aquella llamada telefónica que lo había sacado de foco por un instante, pero que no lo perturbaría más de lo necesario. De hecho, tampoco se engañaba. Si iba a aquel entierro era solamente por verla a ella. La había incluido en el numeral 3, pero ahora ya no sería necesaria la patética despedida por teléfono. Un día le dijo: “Vos y yo vamos a estar juntos cuando seamos viejos”. Un abrazo sería lo bastante elocuente para que ella entendiera que ahora sí se les cerraba la posibilidad de ese encuentro.

Repasó el numeral 3: carta y llamadas.

a) César y Alma (un beso para el bebé)

b) Laura

c) Marga

d) Víctor

e) Familia (la puta que los parió)

Cómo le divertía esto último. Finalmente, gozaría de la impunidad de insultarlos. A lo sumo, pensaba, no irían a su entierro. ¿Y qué? A quién le importaba una parva de caras falsas sin sentimiento de pena, sin el menor remordimiento. Eso lo molestaba. Su muerte tampoco iba a darles culpa. Los buenos tiempos en familia habían pasado hacía mucho. Como en aquella foto, la única foto suya que Tadeo conservaba a la vista, en su escritorio, un poco descolorida, ajada en las puntas, pero lo interesante se veía igual. Él a los tres, corriendo hacia la cámara, como si fuera a llevársela por delante, con la mirada limpia, de una transparencia conmovedora y una sonrisa sin sombra. En una chacra. Al fondo se veían macetas con malvones rojos, y al mirarlos volvía a él ese olor tan particular que se queda en las manos apenas se los toca, como si fuera polvo de alas de mariposa; así se pega el olor a malvones, un olor tan cercano a los recuerdos de su infancia. Se miraba correr y pensaba dónde habían quedado aquellas ilusiones; dónde quedaste, Tadeo, dónde te dejaron, dónde te perdiste, cuándo. Esa foto vieja era su recordatorio de un tiempo en el que todo estaba por hacerse, y era la prueba más dolorosa de su fracaso.

Es sábado por la noche y Tadeo no puede dormir. Jano ha tenido pesadillas; como de costumbre, habló su lengua de sonámbulo y se hundió en un sueño tumbal. Pero esos segundos han bastado para que Tadeo se despierte y prevea una larga noche de insomnio. Ya sabe lo que le espera y sabe también que no debe intentar dormir porque es una obstinación del sueño negarse a venir cuando se lo llama. Así que revuelve en su memoria y trata de recordar un poema que leyó con su padre. Lástima que los pensamientos sean tan rebeldes y se nieguen a seguir un orden lógico; salta de aquí para allá, con asociaciones a veces disparatadas que lo llevan muy lejos desde donde tiene que traerse para no perder el hilo. No hay caso, esta noche no podrá recordar tres versos seguidos sin que se interponga la vida.

Esa tarde hubo gritos como nunca. Los padres encerrados en el cuarto y los hijos en el suyo haciendo como si nada pasara del otro lado del pasillo. Tadeo recuerda a su padre salir apurado y bajar las escaleras ahogado en hipos. La madre, en cambio, sólo visible a través de una ranura de la puerta entreabierta, parecía serena sentada en el borde de la cama con los codos sobre las rodillas y las manos tapando el rostro.

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