Claudia Amengual - Mas Que Una Sombra

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"Era martes, las ocho y veinte de la mañana del día de su muerte. Tadeo se debatía entre un ánimo ambiguo que lo llevaba de una nostalgia prematura a un entusiasmo juvenil. No era alegría, más bien se sentía triste, pero al menos lo alentaba saber que sería un día distinto, con un propósito que lo conduciría a algo, y le daría un estatus definitivo por el cual ya no tendría que pelear más, ni probarse, ni medirse, ni temer otras codicias."
"Sería un muerto a partir de las diez de la noche y lo sería para siempre. Pensar en eso le produciría una cierta paz, como la vecindad de unas vacaciones largamente añoradas. Tadeo sólo quería descansar".

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– Por eso… -intentó decir él, pero las palabras quedaron reducidas al pensamiento. De golpe, con una velocidad de vértigo, empezaba a unir las piezas; todo concordaba. Ahora era él quien necesitaba que Marga lo apretara contra su pecho de matrona. Dos vidas desvencijadas, eso eran.

A la hora de la cena la televisión se apaga. No importa si el programa favorito está por la mitad o si es el último capítulo de una serie. A la hora de la cena la televisión se apaga. Porque la mesa no se hizo sólo para comer. La madre de Tadeo dice que la mesa es un lugar de reunión, el centro de la familia donde cada uno viene después del día, el lugar perfecto para que una familia rece, si es que reza, o ponga un proyecto a consideración y que cada cual opine. O para reírse de un recuerdo gracioso que sólo tiene sentido en la familia, como cuando echaron azúcar en la sopa y nadie se animaba a hablar por no desairarla. O para enseñar modales. La mesa es ideal para sacar una bella foto de familia: mantel de tela y servilletas, platos, cuchillos a la derecha, tenedores a la izquierda, vasos, agua y refrescos al centro, quizá vino, una ensaladera repleta, una fuente con carne horneada, el pan en su canasta, alguna tarta que sobró del almuerzo. Y, alrededor, la familia unida. Por eso, a la hora de la cena la televisión se apaga. Y punto. Es que no hay derecho a romper el encanto de tanta felicidad.

– ¡La boca cerrada cuando se come, Tadeo! ¿Cuántas veces tengo que decírtelo? ¡Jano! ¿Hiciste los deberes?

Jano asiente y estira el brazo para alcanzar el refresco, pero la madre le corta el paso con un ademán brusco.

– ¡Primero se come!

– No quiero más.

– ¡El plato vacío! En esta casa no se tira ni una miga.

– Es que me siento mal.

– Entonces, no hay espacio para refresco. ¡A comer!

Jano se ha puesto gris, un gris amarillento. El padre, que come con la cabeza hundida en el plato, lo mira de reojo y alcanza a ver una arcada. En silencio pide que trague y siente un alivio compartido cuando ve que su hijo se sobrepone y logra hacer pasar la comida. Jano tiene los ojos llenos de lágrimas por el esfuerzo.

– Mamá, ¿puedo tomar agua?

– Terminá lo que te falta.

Jano se lleva un trozo de carne a la boca y mastica con dificultad, casi con asco. El padre no levanta la cabeza, pero está pendiente del hijo y empieza a sentir una cierta repugnancia por la comida; toma agua y sigue. Padre e hijo se unen en silenciosa batalla a cada lado de la mesa. De pronto, la arcada se repite y es incontenible, como un ruido seco de algo que se parte en la garganta. Jano escupe la carne y apenas tiene tiempo de girar la cabeza antes de largar un vómito en catarata a la alfombra, justo a los pies de Tadeo que siente una ambigua mezcla de diversión y pena. Pero dura poco, porque no tarda en sobrevenir el miedo. El padre cierra los ojos por un instante y aprovecha para cruzar los cubiertos sobre su plato que todavía tiene restos de comida.

– Te ayudo -dice y hace un gesto como para levantarse, pero ella lo detiene con la fuerza de la mirada. Antes de que Jano recupere el aire, le cruza la cara de un sopapo y lo manda a dormir. Luego, ajena a su marido y a Tadeo, sólo puede ver los despojos inmundos sobre la alfombra y vuela a la cocina a buscar un balde con agua y unos trapos que la liberen rápidamente de ese caos en el que, de pronto, se ha transformado su vida. El padre se levanta en silencio y le hace un gesto a Tadeo para que lo siga. Encienden el televisor con el volumen muy bajo, tan bajo que los sollozos de Jano llenan el aire y se mezclan con las puteadas de ella, un rencor que va destilando desde una amargura mucho más honda que cualquier rabia por una cena estropeada.

Marga se dejó ir en un sueño abisal. Su cuerpo extendido en la cama era un obstáculo más para Tadeo, pero decidió que terminaría con algunos detalles pendientes dentro de la casa antes de despertarla y mandarla a la suya. La observó. Con la sábana cubriéndole apenas los tobillos, era un mar de carne cruda surcado por aquellas várices terribles que ahora descubría de varios colores, como si un Pollock desquiciado hubiera experimentado en la tela de su piel. Una hora antes él había estado metido en ella y ahora se preguntaba qué demonio de pasión habría conspirado para excitarlo con un cuerpo que, mirado a la fría luz de la saciedad, era todo menos agradable. Y, sin embargo, no era asco lo que sentía, sino una pena íntima, una pena que los incluía a los dos. Él se sabía parte de ese otro cuerpo, como si en todos esos años de andar alejados no hubiesen hecho otra cosa que castigarse por aquella separación. Cada venita roja, cada várice azulada o verde, las paspaduras entre las piernas, los codos ásperos de Marga eran el reflejo de su poco pelo, de sus arrugas, de su vientre abultado y de las muelas que faltaban cuando abría la boca para bostezar. Así estaban, eso eran treinta años después, el despojo de un amor que no supieron defender.

Encendió la radio con el volumen bajo: el abogado defensor de los estafadores, sometido al metrallazo de la gente que llamaba para insultarlo, y el periodista que abría la cancha con un placer evidente. Tuvo un impulso de unirse al linchamiento telefónico. ¿Cómo era posible que alguien pudiera dar la cara por aquella caterva de mañosos almidonados? Recordó lo que un abogado amigo le había explicado una vez que defendió al violador de una bebita y Tadeo lo increpó con dureza porque no se le ocurría otra reacción que estrangular al degenerado, torcerle el cuello de a poquito para mirarlo sufrir. Esa tarde hubiera estrangulado a su amigo también. Pero él dijo lo que, sin duda, tantas veces había tenido que repetir, no como excusa, sino como explicación: que alguien debía encargarse de que el tipo recibiera una pena justa. “Puede ser”, le había contestado Tadeo, “pero es difícil entender que puedas levantarte cada día, poner el piloto automático, afeitarte frente al espejo -la hora de la verdad para cualquier hombre- y creer con honestidad que vas a trabajar en lo que te gusta cuando tenés que defender a semejantes hijos de puta”.

No quiso escuchar más. Ya bastante se castigaba repitiéndose que por avaro se había dejado tentar con aquellos intereses disneylándicos, y de un plumazo se había quedado sin una moneda más que lo poco que tenía escondido en el cajón de la cortina, un escondite ridículo, como los libros, como el colchón, como la heladera. Cualquier raterito aprende eso en el preescolar.

La radio debió de sacar a Marga del sueño. Se sentó en la cama y subió la sábana hasta el cuello con una cara de terror que recordaba a los niños cuando se pierden en el supermercado y el pánico no los deja ver que tienen a los padres a un metro de distancia. Le tomó un rato entender dónde estaba, cómo había llegado hasta ahí, que acababa de enterrar al padre, que había suplicado un sexo del que quizás ahora se arrepentía. Tadeo iba a abrir las cortinas, pero ella lo detuvo con un gesto que fue casi una orden. Se enroscó la sábana a modo de toga y pidió permiso para ducharse. Tadeo le alcanzó unas toallas; ella no las vio, o no quiso verlas, y terminó secándose con las de él. La dejó sola en el cuarto para que se vistiera tranquila. Marga fue al comedor unos minutos después y ya no era la mujer de hacía unas horas. Pasado el mareo de la pena y el cansancio, parecía incómoda con su cuerpo vuelto a caer dentro de aquel vestido inmenso, incómoda con lo que había hecho; lo miraba como a un extraño al que tuviera que pagar por sus servicios.

– ¿Qué hora es? -preguntó sin la menor ternura.

– Una y veinte. ¿Querés comer algo?

Dijo que no, y él le ofreció café, pero tampoco quiso.

– Me voy a casa.

La miró desconcertado. Hubiera podido recordarle que hacía muy poco había dicho que no volvería más allí, pero de golpe entendió que acababan de matar lo que quedaba de su juventud y que cualquier esfuerzo por retenerla terminaría siendo un lamentable intento.

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