Claudia Amengual - Mas Que Una Sombra

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"Era martes, las ocho y veinte de la mañana del día de su muerte. Tadeo se debatía entre un ánimo ambiguo que lo llevaba de una nostalgia prematura a un entusiasmo juvenil. No era alegría, más bien se sentía triste, pero al menos lo alentaba saber que sería un día distinto, con un propósito que lo conduciría a algo, y le daría un estatus definitivo por el cual ya no tendría que pelear más, ni probarse, ni medirse, ni temer otras codicias."
"Sería un muerto a partir de las diez de la noche y lo sería para siempre. Pensar en eso le produciría una cierta paz, como la vecindad de unas vacaciones largamente añoradas. Tadeo sólo quería descansar".

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Tadeo se maldijo por no haber consultado, por no haber hecho más cuentas, por no haber calculado los riesgos antes de hacer aquel depósito. Evocó los estragos de hacía veinte años y los cuentos que iban más atrás todavía y recordaban otros bancos quebrados, buques transatlánticos a pique con los depositantes dentro, naufragios en los que muchos se ahogaron junto con sus esperanzas. Pensó en lo que desde hacía unos meses estaba sucediendo en países de la región, lo que miraba por la tele como si fuera una película, una ficción que le quedaba demasiado lejos: la gente golpeando a puño limpio contra las puertas de los bancos, los saqueos masivos a comercios, las manifestaciones dispersadas con gas lacrimógeno -como si alguien necesitara de un gas para llorar-, pero también los tiros, los heridos y muertos y hasta la caída de algún presidente que huyó en helicóptero. Y en medio de semejante caos, él se había creído el cuento de un gerente conocido que le sugirió transferir sus depósitos, es decir, los ahorros suyos y de Laura, a aquel plazo fijo que se los devolvería en tres meses, sanos, salvos y engordados. Para reforzar su actuación magistral, aquel gerente tenía el detalle de mostrar el depósito que su madre había hecho unos días atrás, algo que, según supo más tarde, repetía con cada uno de los clientes. Con Tadeo había dado resultado.

También sabía que en los últimos meses el país soportaba una corrida bancaria sostenida, la muerte por goteo, como alguien la había definido, y que una delegación del gobierno estaba en Washington gestionando un nuevo préstamo que permitiría salir de la crisis, una terapia de shock para salvar el apuro, aunque nadie creyera que seguir endeudándose fuera la solución definitiva. La solución definitiva estaba en activar el país, pero era más fácil conseguir dinero dulce a modo de préstamo que bajas en los aranceles o apertura de mercados para los productos. En ese sistema perverso, el país pequeño se volvía más y más un apéndice dependiente y la soberanía, que cada tantos años se despertaba con orgullo en las urnas, empezaba a parecerse a un teatro montado desde el exterior para permitir la elección de los gobernantes que luego irían a recibir instrucciones de los verdaderos dueños del poder, lejanos y extranjeros.

Tadeo no fue de los que aporrearon puertas ni tampoco tuvo arrebatos de histeria, pero vio cómo gente muy parecida a él se agolpaba frente a los bancos y perdía la cordura ante la injusticia. Vio mujeres; sobre todo mujeres convertidas en gorgonas desmelenadas, ajenas a cualquier mandato de la coquetería, gritando insultos a los banqueros, mentando a la madre que los había parido; insultos que, puestos en boca de una mujer, volvían como un bumerán sobre su propia condición femenina. Estaban defendiendo sus ahorros y, en muchos casos, los de sus hombres, quizás incluso con más apasionamiento, como hembras celosas, custodias de un hogar que veían derrumbarse sin remedio. También hubo amenazas públicas y privadas, éstas muy probablemente más eficaces que las primeras; varios comunicados en los medios y los propios medios que entrevistaban a diestra y siniestra, aunque por aquellos días andaban todos a ciegas y las declaraciones no eran más que cálculos, expresiones de deseo en algunos casos, sentencias apocalípticas en otros. Puro desconcierto.

En el preciso instante del anuncio del feriado bancario, Tadeo vislumbró el primer rayo del temporal que se venía y se acercó al empleado de la sanitaria, a quien ya nadie prestaba atención, para preguntarle si había novedades. “Una conferencia de prensa a las siete”, le dijo y se dio media vuelta con su caja de herramientas convertida en mil kilos de plomo que apenas podía levantar. Tampoco Tadeo tenía fuerzas; volvió caminando a su casa como un héroe vencido, y atravesó una ciudad que empezaba a erizarse a medida que las noticias iban extendiéndose, y con ellas el miedo de no saber, que es el peor de los miedos.

Jano estrena la chumbera que el tío Ignacio le regaló por sus diecisiete años. Ha estado limpiándola, limpio sobre limpio, toda la mañana mientras Tadeo juega a las bolitas y lo mira de reojo. Cada tanto, Jano lo apunta y Tadeo no se mueve, pero el párpado izquierdo parece enloquecer y tiembla fuera de control. Jano también juega a calzarse el caño en la boca y a hacer que dispara el gatillo con un pie, mientras mantiene los brazos a los costados del cuerpo.

– Si papá te ve… -le dice Tadeo con timidez, casi con respeto.

Esta tarde van a ir por primera vez de cacería al monte de pinos que queda a un par de cuadras de la casita de la playa. Jano practica su puntería con latas que coloca sobre un tronco frente al muro de atrás, un muro tan blanco que al mediodía es difícil aguantar el dolor que el reflejo causa en los ojos.

– Así es la nieve -dice el padre-. Les puede quemar la vista. Algún día, vamos a conocer la nieve. Los tres, ¿qué les parece?

Tadeo se regocija por adelantado, pero Jano nunca contesta, como si un rencor sordo viniera encrespándose al ritmo de una gran ola y sintiera que pronto reventará en alguna de sus orillas para luego arrastrarlo lejos, muy lejos de allí.

Los hermanos salen hacia el monte. Jano va con su chumbera a la espalda y una latita con municiones. Tadeo da dos pasos donde el otro uno, y apenas puede con la vianda y el morral para las presas.

– Ahora hay que hacer silencio, soldado -le dice Jano al llegar-. El enemigo puede estar en cualquier parte.

Tadeo arquea la espalda y camina tratando de evitar las pinochas crujientes. Por encima de su cabeza, el cielo es una piedra azul engarzada en la filigrana de las ramas altas. Jano le señala una parcelita de pasto bajo un pino.

– ¡Arme la tienda, soldado! Cocina y despensa. También polvorín y santabárbara.

– Eso es de los barcos -protesta Tadeo.

– ¡Silencio, soldado! No me contradiga. Cumpla con lo suyo mientras voy a inspeccionar.

– Eso es de los barcos -susurra Tadeo y se arrodilla junto al pino. Extiende la mantita que lleva en el morral y sobre ella pone la vianda y las municiones-. Ya está tu santabárbara, ¡bruto!

Jano se aleja unos metros siempre con la mirada en lo alto de las copas. Una torcaza inmensa aletea desde un eucalipto y se posa en una de las ramas bajas de un pino. Jano apunta. Tadeo lo sigue a la distancia. Puede oler el miedo en el aire. Jano traga saliva y respira hondo, pero la torcaza no le da tiempo. Como si hubiera presentido la muerte, vuela hasta una rama más alta y queda quietecita, entreverada con las piñas y las pinochas verdes, una sombra gris entre tantas sombras.

Jano putea a la nada y vuelve a apuntar casi perpendicular al cielo. Tiene las venas del cuello tensas y transpira. El sudor le resbala el arma entre las manos. Se seca en el pantalón y vuelve a poner la mira hacia el pájaro que se siente equivocadamente seguro en las alturas. Se afirma, traga, respira y dispara. Es un segundo incierto hasta que la mancha gris de la torcaza va abriéndose paso entre las ramas, cayendo, cayendo y se estrella contra el piso como una bomba de agua sucia.

Jano tarda en darse cuenta de que le ha dado, pero Tadeo ya siente la dicha fiel del perro de caza y corre entre los arbustos a buscar la presa que encuentra junto a unas tunas silvestres en flor. Tiene el cuerpo tibio y no ha muerto. Jano se apresura a sacársela de las manos y en un movimiento rápido le quiebra el cuello.

– Para que no sufra -dice, y luego, mirando a su hermano se oye pronunciar unas palabras que no acaba de entender-: Siempre chiquito, Tadeo, quedate así siempre.

Los días que siguieron al decreto del feriado bancario fueron una sucesión de manifestaciones callejeras, declaraciones de autoridades y un sinfín de palabras cruzadas con mayor o menor conocimiento de causa en cada reunión familiar, en el trabajo, en la cancha de fútbol, a la salida de las escuelas, en el supermercado. La incertidumbre paralizaba el país a la espera de una señal que arrojara un poco de luz o fuera el tiro de gracia definitivo. Los que habían sacado a tiempo el dinero de los bancos tramitaban giros hacia el exterior o improvisaban escondites en la casa, sucuchos domésticos viciados de puerilidad. Los otros, los que no sólo habían confiado hasta último momento, sino que habían hecho operaciones que prometían la multiplicación de las ganancias, se veían despojados de sus bienes sin mayor explicación que un sistema que no había resistido la coyuntura interna y regional y, por supuesto, las estafas bancarias más la corrupción generalizada de la que nadie parecía hacerse cargo. Para colmo de males, algunos depositantes eran golpeados en la lona y recibían el calificativo de antipatriotas porque sus retiros prematuros y las transferencias hacia el exterior eran señalados como una de las patas quebradas que, finalmente, terminaron por voltear la mesa entera.

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