Ángeles Mastretta - Arráncame La Vida

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Cuando Catalina conoce al general Andrés Asensio, todavía es una muchacha que lo ignora todo de la vida. Él, en cambio, es candidato a Gobernador del Estado de Puebla, y sabe muy bien cuáles son sus objetivos de cacique. A las pocas semanas se casan. Pero Catalina, mujer apasionada e imaginativa, descubre muy pronto que no puede aceptar el modo de vida que le impone la nueva situación y no acepta vivir sin amor.

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Lo odiaba cuando se portaba como mi patrón.

Pero me aguanté y cambié el tono por uno que funcionara mejor:

– Andrés, te lo pido por lo que más quieras. Te dejo que le regales el Mapache a Heiss, pero saca a mi papá de un lío con Amed.

– ¿El Mapache a Heiss? ¿Tu caballo adorado? Voy a ver qué puedo hacer, te lo prometo, llorona. Ya párale, se te va a correr el rimel. Vamos a atender a las visitas que no vinieron a vernos cuchichear en un rincón.

Volví al grupo de las mujeres. Prefería oír la plática de los hombres, pero no era correcto. Siempre las cenas se dividían así, de un lado los hombres y en el otro nosotras hablando de partos, sirvientas y peinados. El maravilloso mundo de la mujer, llamaba Andrés a eso.

Me gustaba pasar a la mesa porque ahí la conversación podía volverse interesante. Como yo colocaba las tarjetas con los nombres y sentaba a cada quien donde me convenía, me acomodé junto a Sergio Cuenca que era un hombre guapo y buen conversador a quien yo invitaba a las cenas aunque no viniera al caso porque era de los pocos amigos de Andrés que me divertían. Le gustaba llevar la conversación y si yo me sentaba junto a él podía decir bajito cosas que quería que se dijeran alto sin decirlas yo.

– ¿Ya supieron que unos indios de Alchichica corretearon a Heiss y a Pérez su administrador? -preguntó. No les gustó el tono en que quiso convencerlos de sembrar caña en los campos.

– Si hombre -dijo don Juan Machuca, un español que no salía jamás de su fábrica en Atlixco y que desde ahí se enteraba de todo antes que nadie. Dicen que les mataron a dos mozos de estribo. Es que Heiss quiere ir muy aprisa. Creo que le dio billetes a un Elder para que conversara con los campesinos sobre la renta de sus ejidos. Los campesinos no quisieron rentar y él llegó a decirles que el trato ya estaba hecho. Claro, el líder enfureció, y para demostrar que no había transado persiguió a Heiss cuando iba de regreso. Todavía tiene que aprender don Miguel.

– ¿Cómo estuvo? -pregunté.

– No pasó nada -dijo Andrés. Don Mike sabe cómo hacer las cosas, lo que sucede es que el líder lo engañó. Y anda por ahí una mujer que alega que las tierras que le vendió De Velasco a Heiss eran de su padre. Háganme el favor.

– Pero general, si esas tierras eran de don Gabriel De Velasco desde antes de la Revolución -dijo doña Julia Conde echándose aire con su abanico de plumas verdes.

– Esta doña Julia siempre tan enterada de lo que pasó antes de la Revolución. ¿Tiene usted nostalgia? -le dijo Andrés.

– La verdad sí general. Eran otros tiempos.

– Entonces tenia veinte años y ahora tiene cincuenta -le dije a Sergio Cuenca que soltó una carcajada. Además las tierras son de Lola.

– ¿De qué se ríe usted? -preguntó Andrés.

– De las ocurrencias de su señora, general, que dice que las tierras eran del padre de Lola Campos.

– Con razón se ríe usted de ella.

– Con ella, general -dijo Sergio. Luego alzó su copa y tuvo a bien acordarse de un chiste tras otro en lo que quedó de cena.

Como a las dos de la mañana Marilú entró en su zorro y se despidió junto con su marido y los otros invitados. Los acompañamos hasta la puerta. Doña Julia Conde se abanicaba incansable.

– Yo no sé niña -le dijo a Marilú cómo puedes usar ese animal encima. En este país hace calor todo el año. Tenemos un invierno de mentiras. Yo me la paso abochornada.

– Esta ya no salió jamás de la menopausia -comenté con Andrés que me abrazaba de un hombro y dijo:

– Tiene usted razón doña Julia, nuestras señoras ya no aguantan lo que las de antes, hay que guardarlas entre pieles para que le duren a uno siquiera hasta que crezcan los hijos. ¿No crees Julián?

– Claro que lo cree -dijo Marilú como despedida.

– ¿Quién te dijo a ti que las tierras de Alchichica eran de esa mujer? -preguntó Andrés cuando cerramos la puerta.

– Ella -le contesté. Me vino a ver hace como un mes. Quería que yo te hablara, que te convenciera de que su padre las heredó de su padre y que por muchos años ellos las cultivaron, hasta que De Velasco se las quitó a la mala y ahora que está en quiebra se le hace muy fácil venderle a Heiss lo que no es suyo. Y Heiss compra barato con el pretexto de que hay riesgo de invasión. ¡Qué bárbaros Andrés!

– ¿Qué dijiste? -preguntó.

– ¿Qué le iba yo a decir? Que buscara otro camino, que yo a ti no te podía hablar de eso, que no me oías. ¿Qué importa lo que le dije? No la ayudé. Sentí vergüenza cuando se levantó y dio la vuelta para irse a la calle sin darme la mano.

– ¿Y si te callaste un mes por qué tienes que hacerte la enterada hoy en la noche?

– Porque así es uno. Hasta que no le llegan a lo suyo no siente -dije.

– Catalina, tú sigues sin entender. Esas tierras no son de Lola, no te puedes creer todo lo que te venga a contar una india. Y el negocio de hilo en que metí a tu padre es la cosa más inofensiva que haya pasado por su camino.

– No te creo -le dije por primera vez en mi vida-. No te creo ninguna de las dos cosas.

– ¿Me crees que me gustas mucho con los pelos cortos? -dijo.

Empezó a besarme a medio patio, a ponerme las manos encima mientras caminábamos hacia las escaleras y nuestra recámara. Tenía unas manos grandes. Me gustaban tanto como les temían otros. O por eso me gustaban. No sé.

Hablaba mientras se iba desvistiendo:

– Muchacha ésta, pendeja, qué se tiene que andar enterando de lo que no le mandan.

Después del saco se quitó la pistola, pensé que me hubiera gustado usar una pistola bajo el vestido. Me tardé en desabrocharlo. Era un vestido largo, con el escote bajo en la espalda y cerrado hasta el cuello por delante. Un vestido en el que costaba trabajo entrar y salir porque había que pasar por un montón de botones.

– Qué lenta eres Catín -dijo. Me senté de espaldas a él en la cama que ya tenia tomada.

– Venga para acá -ordenó. Quise ver el mar y cerré los ojos.

– ¿Por qué no le devuelves sus tierras a Lola? -dije.

– ¡Qué mujer tan necia! Porque no puedo -contestó meciéndose sobre mi cuerpo.

– Pero si puedes sacar a mi papá de los hilos de Amed.

– A lo mejor.

A la mañana siguiente yo tarareaba algo hacia adentro mientras corría por la escalera rumbo al patio de atrás. Ya él estaba montado en el Listón y el adolescente que me ayudaba a montar tenia de las riendas a una yegua colorada.

– ¿Y el Mapache? -pregunté.

– Ya tiene el dueño que usted le quiso dar -dijo Andrés. Apreté el puño hasta que las uñas se me enterraron en la palma de la mano.

– Entonces trato hecho -dije dispuesta a subirme a la yegua colorada.

– Trato hecho -me contestó espoleando al Listón para que se echara a correr.

Fui tras él con la yegua corriendo como desbocada, lo dejé atrás. Entré por Manzanillo hasta el bosque de los Costes y me seguí camino a La Malinche sin acordarme de la gripa del Checo, ni del desayuno, ni de filia que siempre me buscaba en las mañanas para que yo le platicara cómo eran los vestidos de las señoras que habían cenado con nosotros. Con ella me sentaba en el jardín y echaba todas las criticas que se me antojaban, encantada de que se riera con tantas ganas de mis chismes.

Nomás de imaginarme al Mapache montado por Heiss, lloraba yo a gritos mientras el aire me pegaba en la cara y me iba secando las lágrimas que me salían a chorros.

Volví como a las once. Andrés ya se había ido, las niñas estaban en el colegio, sólo quedaba Checo rumiando su gripa.

– Mal de perrera por no ir a la escuela -le dije tirándome en la cama junto a él. Después llamé a Ausencio, el mozo principal, y le pedí que buscara a la sirvienta que acababa de correr de su casa la señora Amed.

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