Lo abracé. Me estuve un rato pegada a su cuerpo, evocando el olor del campo y sintiendo el del café. Se estaba bien ahí y me puse a llorar.
– Oye si era chiste -dijo. Yo te quiero igual, aunque te pelaran a jícara.
– Es que va a haber una cena en mi casa -dije.
– ¿Y eso qué novedad es? En tu casa hay cena cada dos días. No vas a llorar por eso. Tú eres una gran cocinera, lo heredas. Mírate las manos, tienes manos de campesina, manos de mujer que sabe trabajar. Mi madre hacia todo sola, tú tienes una corte de ayudantes. Te saldrá bien. ¿Quién viene ahora?
– ¿Qué más da? Unos dueños de fábricas en Atlixco, pero me van a mirar la cabeza y les voy a dar risa a sus mujeres.
– Desde cuándo te importa lo que diga la gente. Ya te pareces a tu mamá. Nunca le vas a dar gusto a la gente. Ni con el pelo hasta las rodillas ni calva. El chiste es que te sientas contenta.
– Es que no estoy contenta -dije abrazándolo.
– ¿Qué te lastima? ¿No tienes todo lo que quieres? No llores. Mira qué lindo está el cielo. Mira qué fácil es vivir en un país en el que no hay invierno. Siente cómo huele el café. Venga mi vida, venga que le preparo uno con mucha azúcar, venga cuéntele a su papá.
Por supuesto no le contaba yo nada. El no quería que yo le contara, por eso se ponía a hablarme como a una niña que no debía crecer y terminábamos abrazados mirando los volcanes, agradecidos de tenerlos enfrente y de estar vivos para mirarlos. Me daba muchos besos, metía su mano bajo mi blusa y me pintaba con los dedos rayitas en la espalda, hasta que me iba amansando y empezaba a reírme.
– Así ya estás preciosa -decía, ¿quieres ser mi novia?
– Claro -le decía yo, tu novia, pero no tu esposa. Porque si nos casamos vas a querer que organice cenas para tus amigos.
Esa noche Marilú llegó a mi casa con una piel que era la mejor muestra de que su marido compartía las cosas. Ella era hija de un español de esos de padre comerciante, hijo caballero, nieto pordiosero. Su padre era el nieto. No tenía un quinto pero estaba seguro de su alcurnia y pudo heredársela entera a su hija. Dueña de ese capital Marilú le hizo el favor a Julián Amed de casarse con él. Julián Amed era un árabe de los que vendían telas en el mercado de La Victoria, jalando a la gente que iba a comprar verduras y obligándola con un interminable palabrerío a llevarse por lo menos un metro de manta de cielo. Después en las noches, con el mercado cerrado, juntaba a sus paisanos para jugar cartas y de ahí, de varias ganadas, de una que se cobro matando al perdedor que no quería pagarle y quedándose con todo lo que tenía, Julián sacó para poner su fábrica de hilados y tejidos. Ya era muy rico cuando convenció a Marilú de que su capital y la alcurnia de una Izunza harían unos hijos espléndidos y una familia ejemplar. Ella que entonces era una rubita pálida transparente por culpa de las hambres disimuladas tras los enormes muebles del comedor heredados de su abuelo, aceptó después de unos remilgos. No bien se casó, se le subió la alcurnia hasta la altura de la cartera de su marido y se volvió insufrible. Siempre que podía me dejaba ir apreciaciones del estilo de:
– Qué mérito el tuyo vivir con un político, hay que estar siempre disimulando, y es tan difícil no ser franco. Yo no podría. Julián me regaña mucho porque digo todo lo que pienso, pero yo le digo tú que pierdes, tú eres un empresario, no tienes que andar quedando bien, lo tuyo es tuyo porque te lo ganaste con tu trabajo, tú no eres político. Además los Izunza somos francos y tú ya lo sabías cuando te casaste conmigo.
Esa noche no estaba yo para soportar a Marilú. Matilde la cocinera, harta de cenas, enfureció porque le comenté que a la carne le faltaba jugo. Checo se había quedado llorando en su cuarto porque yo no esperé hasta que se durmiera, Andrés había pasado la tarde elogiando a Heiss y para colmo la Güera me había dejado pelona. No estaban las cosas para oír a Marilú, pero ella sentada a media sala con su piel de zorro, como si no estuviera prendida la chimenea, les contaba a las demás mujeres cómo había corrido a su sirvienta de diez años porque la descubrió embarazada queriéndose sacar el hijo con el palo de la escoba:
– Yo me horroricé, francamente. Y todo por no hacerme caso, porque ya yo le había dicho que tuviera cuidado con los trabajadores de la fábrica, que son unos irresponsables que nada más andan viendo a quién le hacen el chiste. Se lo dije cuando la vi que andaba con las trenzas muy peinadas y queriendo llevar recados a la fábrica. Se lo dije, tú mejor no pienses en hombres, te conviene más quedarte conmigo siempre, conmigo estás bien, te trato bien, puedes cuidar a mis hijos como si fueran tuyos, ¿para qué te quieres meter con un hombre que ni te va a sacar de pobre y nada más te va a meter en líos? Pero no me hizo caso. Se fue de cuzca porque así es esta raza y después sí, mucha lágrima, mucho perdón señora, mucho es que me engañó. Pero no. Yo le dije muy claro, mira, voy a ser buena contigo porque ya tienes muchos años en la casa, te voy a mantener hasta que vaya a nacer la criatura, no te voy a pagar porque no vas a hacer bien tu trabajo, pero con que cuides a los niños me conformo. Eso sí, cuando te llegue la hora te vas al pueblo porque yo no tengo tiempo de ayudarte y no quiero que mis hijos se den cuenta de tu situación. ¿Qué más quería? Pues quería más, quería sacarse al hijo. No saben lo que sufrí, tan buena gente que se veía, tantas veces que le dejé a mis niños. Imagínense en manos de quién, igual me los mata.
– Eso de los hijos es problema de cada quien -dije yo.
– Ay, Catalina, qué cosas dices. ¿Ves cómo eres mujer de político? ¿Y por qué te cortaste el pelo? -preguntó meneando su melena de lado a lado. ¿Qué opinó tu papá? A ti la opinión de tu papá te importa mucho, ¿verdad? El otro día estuvo comiendo en la casa y no hizo más que hablar de ti.
– ¿Mi papá comió en tu casa? -dije espantada.
– Claro, es el representante del señor gobernador en unos negocios que está haciendo con Julián. ¿No te ha contado que se va a hacer rico?
Detesté la idea de que mi padre entrara a hacer nada con el marido de Marilú y como representante de Andrés.
– No lo sabía -dije como una lela.
– Seguramente quieren darte la sorpresa. Ni digas que te conté -dijo ella mirando a las demás que empezaban a estar felices con el chisme.
– No te preocupes -dije. ¿Te pintaste más clarito el pelo?
– No me lo pinto. Estuvimos en la playa y se me aclara con el sol.
– A mí no me gustan las playas -dijo Luisita Rivas, hay que desvestirse y luego meterse a una agua con tierra y sal en la que se baña todo el mundo. Me da asco el mar.
– Ay no, Luisita. Me va a perdonar, pero es divino el mar -dijo otra de las mujeres. Aproveché el cambio de tema para levantarme en busca de Andrés.
Estaba en el centro del círculo que hacían los hombres para conversar parados, con sus vasos de whisky en la mano y tirando las cenizas donde mejor les parecía. Andrés fumaba puro, cuando llegué roía la punta de uno antes de prenderlo.
– ¿Me permites un momento? -dije.
– ¿Es urgente? -contestó él, que tenía la palabra y detestaba soltarla.
– Si, es una cosa simple, pero urgente.
– Vamos a ver la cosa simple de la señora -dijo. Con permiso, señores.
Me colgué de su brazo como si fuéramos a dar un paseo largo, lo llevé fuera de la sala, atravesamos el comedor y quería yo seguir cuando me detuvo:
– ¿Qué pasa?
– No quiero que metas a mi papá en tus cosas. Déjalo que viva como pueda, no se ha muerto de hambre, no lo revuelvas -dije.
– ¿Para eso me interrumpiste? ¿Por qué no miras si ya está la cena? ¿Y desde cuándo los patos les tiran a las escopetas? -dijo riéndose. ¿Por qué te cortaste mi pelo?
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