Ángeles Mastretta - Arráncame La Vida

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Cuando Catalina conoce al general Andrés Asensio, todavía es una muchacha que lo ignora todo de la vida. Él, en cambio, es candidato a Gobernador del Estado de Puebla, y sabe muy bien cuáles son sus objetivos de cacique. A las pocas semanas se casan. Pero Catalina, mujer apasionada e imaginativa, descubre muy pronto que no puede aceptar el modo de vida que le impone la nueva situación y no acepta vivir sin amor.

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El Avante publicó mi foto quitándome los aretes frente a la mesa presidida por la señora Aguirre. Se lo agradecí a don Juan Soriano y Andrés me regañó.

El tiempo se hizo lento. Yo empecé a sentir que llevaba siglos soñando niños y abrazando viejitos con cara de enternecida madre del pueblo poblano, mientras me enteraba por mis hermanos, o por Pepa y Mónica, de que en la ciudad todo el mundo hablaba de los ochocientos crímenes y las cincuenta amantes del gobernador.

De repente me decían ahí va una, o esa casa la compró para otra, yo nada más las iba apuntando. Las que duraban unas horas de antojo o se iban con él un rato para librarse de las amenazas, no estaban en mis cuentas. Me atraían las que le tuvieron cariño, las que incluso le parieron hijos. Las envidiaba porque ellas sólo conocían la parte inteligente y simpática de Andrés, estaban siempre arregladas cuando llegaba a verlas, y él no les notó nunca los malos humores ni el aliento en las madrugadas.

Me hubiera gustado ser amante de Andrés. Esperarlo metida en batas de seda y zapatillas brillantes, usar el dinero justo para lo que se me antojara, dormir hasta tardísimo en las mañanas, librarme de la Beneficencia Pública y el gesto de primera dame. Además, a las amantes todo el mundo les tiene lástima o cariño, nadie las considera cómplices. En cambio, yo era la cómplice oficial.

¿Quién hubiera creído que a mí sólo me llegaban rumores, que durante años nunca supe si me contaban fantasías o verdades? No podía yo creer que Andrés después de matar a sus enemigos los revolviera con la mezcla de chapopote y piedra con que se pavimentaban las calles. Sin embargo, se decía que las calles de Puebla fueron trazadas por los ángeles y asfaltadas con picadillo de los enemigos del gobernador.

Yo preferí no saber qué hacia Andrés. Era la mamá de sus hijos, la dueña de su casa, su señora, su criada, su costumbre, su burla. ¿Quién sabe quién era yo?, pero lo que fuera lo tenía que seguir siendo por más que a veces me quisiera ir a un país donde él no existiera, donde mi nombre no se pegara al suyo, donde la gente me odiara o me buscara sin mezclarme con su afecto o su desprecio por él.

Un día salí de la casa y tomé un camión que iba a Oaxaca. Quería irme lejos, hasta pensé en ganarme la vida con mi trabajo, pero antes de llegar al primer pueblo ya me había arrepentido. El camión se llenó de campesinos cargados con canastas, gallinas, niños que lloraban al mismo tiempo. Un olor ácido, mezcla de tortillas rancias y cuerpos apretujados lo llenaba todo. No me gustó mi nueva vida. En cuanto pude me bajé a buscar el primer camión de regreso. Ni siquiera caminé por el pueblo porque tuve miedo de que me reconocieran.

Regresé pronto, y me dio gusto entrar a mi casa. Verania y Checo estaban jugando en el jardín, los abracé como si volviera de un secuestro.

– ¿Qué te pasa? -preguntó Verania a la que no le gustaban mis repentinas y esporádicas efusiones.

Al día siguiente, otra vez quería llorar y meterme en un agujero, no quería ser yo, quería ser cualquiera sin un marido dedicado a la política, sin siete hijos apellidados como él, salidos de él, suyos mucho antes que míos, pero encargados a mí durante todo el día y todos los días con el único fin de que él apareciera de repente a felicitarse por lo guapa que se estaba poniendo Lilia, lo graciosa que era Marcela, lo bien que iba creciendo Adriana, lo estiloso que se peinaba Marta o el brillo de los Ascencio que Verania tenia en los ojos.

Otra quería yo ser, viviendo en una casa que no fuera aquella fortaleza a la que le sobraban cuartos, por la que no podía caminar sin tropiezos, porque hasta en los prados Andrés inventó sembrar rosales. Como si alguien fuera a perseguirlo en la oscuridad, tenía cientos de trampas para los que no estaban habituados a sortearlas todos los días.

Sólo se podía salir en coche o a caballo porque quedaba lejos de todo. Nadie que no fuera Andrés podía salir en la noche, estaba siempre vigilada por una partida de hombres huraños, que tenían prohibido hablarnos y que sólo lo hacían para decir:»lo siento, no puede usted ir más allá.»

Fui adquiriendo obsesiones. Creía que era mi deber adivinarle los gustos a la gente. Para cuando llegaban a mi casa yo llevaba días pensando en su estómago, en si preferirían la carne roja o bien cocida, si serían capaces de comer tinga en la noche o detestarían el spaguetti con perejil. Para colmo, cuando llegaban se lo comían todo sin opinar ni a favor ni en contra y sin que uno pudiera interrumpir sus conversaciones para pedirles que se sirvieran antes de que todo estuviera frío.

Para mucha gente yo era parte de la decoración, alguien a quien se le corren las atenciones que habría que tener con un mueble si de repente se sentara a la mesa y sonriera. Por eso me deprimían las cenas. Diez minutos antes de que llegaran las visitas quería ponerme a llorar, pero me aguantaba para no correrme el rimel y de remate parecer bruja. Porque así no era la cosa, diría Andrés. La cosa era ser bonita, dulce, impecable. ¿Qué hubiera pasado si entrando las visitas encuentran a la señora gimiendo con la cabeza metida bajo un sillón?

De todos modos me costaba disimular el cansancio frente a aquellos señores que tomaban a sus mujeres del codo como si sus brazos fueran el asa de una tacita de café. En cambio a ellos se les veía tan bien, tan dispuestos a comerse una buena cena, a saber por el menú el modo en que se les quería.

Casi siempre se me olvidaba algo. Por más que Andrés se empeñaba en sermonearme sobre el buen manejo de la servidumbre y el modo ejecutivo de hacer a cada quien cumplir con su deber; entrando las visitas, Matilde la cocinera se acordaba de que no había limones, de que las tortillas no iban a alcanzar o de que era mucha gente para los hielos que tenía nuestro refrigerador. En ese momento hubiera yo querido ahorcar a una visita, por ejemplo a Marilú Izunza con su melena rubia.

Esa cena fue una de las peores. Amanecí detestando mi color de pelo, mis ojeras, mi estatura. Quería estar distinta para ver si así me volvía otra y le pedí a la Güera que me cortara el pelo como se le diera la gana.

Quedé pelona con ella detrás de mi cabeza diciendo que esa era la última moda, que el pelo parejo ya no se usaba, que ya parecía yo Cristo de pueblo con mi eterna melena hasta los hombros, que el pelo largo era para las niñas y que yo era una señora importante. Me enseñó revistas, me pintó los ojos y los labios, pero no logró convencerme. Lloré y maldije la hora en que mi hartazgo había inventado cambiarme el aspecto.

Fui a casa de mis padres en busca de apoyo. Mi papá estaba en la cocina esperando que su cafetera empezara a soltar un chorro de café negro sobre la pequeña taza de metal que tenía integrada. Era una cafetera italiana. Se paraba frente a ella todas las mañanas a esperar su expreso como si estuviera en la barra de un café romano. En cuanto el chorro negro empezaba a caer y el olor corría por la casa, él iniciaba los elogios a su auténtico café italiano.

– Pero si es de Córdoba papá -decía yo cada vez que empezaba con su discurso.

– De Córdoba sí, pero no hay en todo México un café como el mío, porque aquí muelen el café gordo y lo dejan hervir. No se puede beber. Café americano, lo llaman. Sólo los gringos pueden creer que eso es bueno, porque los gringos tienen estragado el paladar. Su principal guiso es la carne molida con salsa de tomate dulce. ¿Se puede imaginar mayor porquería? En cambio huele esto, huele esto y calla tu boca ignorante.

Cuando entré en la cocina sin mi pelo, con la cara de muñeca de celuloide que me habían dejado las pinturas de la Güera, mi papá suspendió la contemplación de su café y silbó: fiu, fiuuu. Después empezó a cantar: «Si por lo que te quise fue por tu pelo, ahora que estás pelona ya no te quiero.»

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