Cassandra Clare
Ciudad de los ángeles caídos
Título original: City of fallen angels
Sommes-nous les deux livres d’un même ouvrage?
Primera parte. Ángeles exterminadores
Existen enfermedades que caminan en la oscuridad; y existen ángeles exterminadores, que vuelan envueltos en los cortinajes de lo inmaterial y poseen una naturaleza carente de comunicación; a los que no vemos, pero cuya fuerza sentimos y bajo cuya espada sucumbimos.
JEREMY TAYLOR, A Funeral Sermon
– Sólo un café, por favor.
La camarera enarcó sus cejas, dibujadas a lápiz.
– ¿No te apetece comer nada? -preguntó. Tenía un acento muy marcado, parecía defraudada.
Simon Lewis no podía reprocharle nada, pues seguramente aquella mujer esperaba una propina mejor de la que iba a obtener por una simple taza de café. Pero él no tenía la culpa de que los vampiros no comiesen. A veces, cuando iba a un restaurante, pedía comida con la única intención de ofrecer una apariencia de normalidad, pero a última hora de un martes por la noche, con el Vesalka prácticamente vacío, le pareció que no merecía la pena tomarse la molestia.
– Sólo el café.
Encogiéndose de hombros, la camarera recogió el menú plastificado y se marchó a preparar el pedido. Simon se recostó en la dura silla de plástico y miró a su alrededor. El Vesalka, un restaurante situado en la esquina de la calle Nueve con la Segunda Avenida, era uno de sus lugares favoritos en el Lower East Side, un viejo restaurante de barrio empapelado con fotografías en blanco y negro, donde permitían que alguien se pasara el día entero sentado siempre y cuando fuera pidiendo un café cada media hora. Servían además la que había sido su sopa rusa de remolacha preferida en una época que ahora le quedaba muy lejana.
Era mediados de octubre y acababan de instalar la decoración típica de Halloween, entre la que destacaba un tambaleante cartel que rezaba «¡Susto o sopa de remolacha!» y un recortable de cartón que representaba a un vampiro llamado conde Blintzula. En otros tiempos, Simon y Clary habían encontrado de lo más graciosa aquella decoración festiva de baratillo, pero el conde, con sus colmillos falsos y su capa negra, ahora no le hacía ni pizca de gracia a Simon.
Simon miró por la ventana. Era una noche gélida y el viento levantaba las hojas que cubrían el suelo de la Segunda Avenida como si fueran puñados de confeti. Se fijó en una chica que pasaba por la calle, una chica con una gabardina ceñida por un cinturón y melena negra agitada por el viento. La gente se volvía a su paso para mirarla. En el pasado, Simon también se quedaba mirando a chicas como aquélla, preguntándose adónde irían o con quién habrían quedado. Nunca era con chicos como él, eso lo sabía con certeza.
Excepto que aquélla sí. La campanilla de la puerta del restaurante sonó en el momento en que Isabelle Lightwood hacía su entrada. Sonrió al ver a Simon y se dirigió hacia él, despojándose de la gabardina y doblándola sobre el respaldo de la silla antes de tomar asiento. Debajo de la gabardina lucía lo que Clary calificaría como «uno de los conjuntos típicos de Isabelle»: un vestido corto y ceñido de terciopelo, medias de redecilla y botas altas. En la parte superior de la bota izquierda llevaba un cuchillo escondido que sólo Simon podía ver; pero aun así, todos los presentes en el restaurante se quedaron mirando cómo tomaba asiento y se echaba el pelo hacia atrás. Isabelle llamaba la atención como un espectáculo de fuegos artificiales.
La bella Isabelle Lightwood. Cuando Simon la conoció, dio por sentado que una chica como aquélla nunca tendría tiempo para un tipo como él. Y acertó casi del todo. A Isabelle le gustaban los chicos que sus padres desaprobaban, y en su universo eso significaba habitantes del mundo subterráneo: hadas, hombres lobo y vampiros. Que llevaran los dos últimos meses saliendo le sorprendía, por mucho que su relación se limitase a encuentros puntuales como aquél. Y aun así, no podía evitar preguntarse si estarían saliendo si él no se hubiese transformado en vampiro, si su vida no se hubiese visto alterada por completo.
Isabelle se retiró un mechón de pelo de la cara y lo recogió detrás de la oreja con una resplandeciente sonrisa.
– Estás guapo.
Simon observó su imagen reflejada en el cristal de la ventana del restaurante. La influencia de Isabelle se hacía evidente en los cambios que había experimentado su aspecto desde que empezaron a salir. Isabelle le había obligado a abandonar las sudaderas con capucha para sustituirlas por cazadoras de cuero y a cambiar las zapatillas deportivas por botas de diseño. Que, por cierto, salían a trescientos dólares el par. Además, se había dejado el pelo largo y ahora le llegaba casi a los ojos y le cubría la frente, aunque ese peinado era más por necesidad que por Isabelle.
Clary se burlaba de su nueva imagen; aunque, a decir verdad, todo lo relacionado con la vida amorosa de Simon lindaba con lo cómico para Clary. Le costaba creer que estuviera saliendo en serio con Isabelle. Claro estaba que también le costaba creerse que estuviera saliendo a la vez, y con el mismo nivel de seriedad, con Maia Roberts, una amiga de ambos que resultó ser una chica lobo. Y la verdad era que tampoco entendía cómo Simon aún no le había contado nada a la una sobre la existencia de la otra.
Simon no sabía muy bien cómo había sucedido todo. A Maia le gustaba ir a su casa a jugar a la Xbox -en la comisaría de policía abandonada donde vivía la manada de seres lobo no tenían ninguna de aquellas cosas-, y no fue hasta su tercera o cuarta visita que ella se despidió de él con un beso. Simon se había quedado boquiabierto y había llamado en seguida a Clary para consultarle si debía explicarle lo sucedido a Isabelle. «Primero aclárate con respecto a lo que hay entre Isabelle y tú -le dijo-. Y después cuéntaselo.»
Pero resultó ser un mal consejo. Había transcurrido un mes y seguía sin estar seguro sobre lo que había entre Isabelle y él y, en consecuencia, no le había dicho nada. Y cuanto más tiempo pasaba, más complicado se le hacía tener que contárselo. Hasta el momento le había funcionado bien así. Isabelle y Maia no eran amigas y apenas coincidían. Pero por desgracia para él, la situación estaba a punto de cambiar. La madre de Clary y su eterno amigo, Luke, iban a casarse en cuestión de semanas, y tanto Isabelle como Maia estaban invitadas a la boda, un panorama que a Simon le resultaba más aterrador que la posibilidad de ser perseguido por las calles de Nueva York por una banda de furiosos cazadores de vampiros.
– ¿Y bien? -dijo Isabelle, despertándolo de su ensueño-. ¿Por qué hemos quedado aquí y no en Taki’s, donde podrías tomarte una copa de sangre?
Simon se encogió con desagrado ante el elevado volumen de la voz de Isabelle, que no era sutil en absoluto. Pero, por suerte, no la había oído nadie, ni siquiera la camarera que reapareció en aquel momento, depositó ruidosamente una taza de café delante de Simon, le echó una ojeada a Izzy y se marchó sin preguntarle qué quería tomar.
– Me gusta este sitio -dijo él-. Clary y yo solíamos venir por aquí cuando ella iba a clase en Tisch. Tienen una sopa de remolacha estupenda y buenos blinis, una especie de albóndigas dulces de queso, y además está abierto toda la noche.
Pero Isabelle no estaba escuchando nada de lo que le decía, sino que miraba más allá de donde estaba sentado Simon.
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